El movimiento sindical estadunidense enfrenta un desafío: o logra reconstituirse política y socialmente o desaparece del panorama nacional. Todos reconocen que los sindicatos están en el momento más débil de su historia, y durante la última década ha surgido un debate interno sobre cómo responder. Saben que si fracasan en idear estrategias para enfrentar los múltiples factores de esta crisis, el movimiento estará moribundo, con consecuencias que afectarán no sólo a los afiliados, sino a todo trabajador en este país.
El liderazgo de la principal central obrera ha estado debatiendo intensamente cómo enfrentar el desplome de 50 por ciento del número de sus agremiados durante los últimos 25 años. Esto como resultado de la renovada ofensiva gubernamental contra los derechos laborales, los efectos de la globalización económica y los problemas internos dentro del movimiento sindical.
En una coyuntura en la que se reducen los salarios reales y crece la brecha entre el 20 por ciento más rico de la población y el resto, algunos líderes sindicales particularmente en los sectores de mayor crecimiento, como el de servicios insisten en que hay que retornar a la función esencial de los sindicatos: el reclutamiento y la organización de nuevos miembros. Reconocen que tal esfuerzo, particularmente entre las comunidades de inmigrantes, es la única manera de rescatar al movimiento laboral, es decir, regresar a los orígenes del sindicalismo en Estados Unidos.
El actual presidente de la central obrera AFL-CIO, John Sweeney, logró derrocar al liderazgo tradicional de la central a mediados de los 90 justo con la demanda de que los sindicatos tendrían que enfocarse en los nuevos miembros. Aunque Sweeney, quien fue presidente del Sindicato Internacional de Empleados de Servicios (SEIU, por sus siglas en inglés), logró convencer a algunos sindicatos nacionales dentro de la central para dedicar más recursos a este fin, el sindicalismo continuó perdiendo agremiados durante los nueve años en que él ha ocupado ese puesto.
Pero la crisis por la que atraviesa el sindicalismo fue en parte debido a la ofensiva sin precedente contra los gremios, desatada durante la presidencia de Ronald Reagan (1981-89). A esto se sumó una serie de cambios estructurales en la economía, sobre todo el debilitamiento del sector manufacturero, donde las organizaciones gremiales tenían fuerte presencia histórica. Por otra parte, los sindicatos han sido objeto de sospecha y hostilidad públicas durante mucho tiempo, incluso en la clase obrera, como consecuencia de las campañas anticomunistas de los años 50 y también por percepciones negativas generadas por prácticas corruptas dentro de algunas de las agrupaciones nacionales.
Resucitar el movimiento sindical en esta coyuntura es un desafío para los líderes y simpatizantes gremiales, pero también resulta ser clave para la lucha por una economía más equitativa.
En este año electoral, los medios masivos de información han estado repletos de reportajes sobre los problemas económicos que enfrenta la «gente común», en particular las familias de clase media, entre las que hay una mayor inseguridad laboral, falta de recursos y de acceso a los servicios de salud y reducciones en las pensiones y beneficios para los jubilados, al tiempo que se documenta cómo un pequeñísimo sector ha disfrutado de un incremento significativo de su ingreso a partir de las políticas económicas aplicadas por este presidente y sus antecesores de ambos partidos políticos.
De hecho, según las estadísticas de la Oficina del Censo de Estados Unidos, la brecha en los ingresos ha crecido de manera dramática: la quinta parte más rica de las familias estadunidenses ha gozado de un incremento en el ingreso nacional total de 44 por ciento de 1973 a la mitad de 2002. El ingreso medio anual para un hogar de ese 20 por ciento más adinerado ahora es de más de 144 mil dólares, mientras que la cifra equivalente para la quinta parte más pobre es de 10 mil dólares.
Los autores del libro El estado de la América trabajadora 2004-2005 (The state of working America), informe producido por el Economic Policy Institute (EPI), hecho público este mes, argumentan que la desigualdad está directamente relacionada con el desplome de la proporción de trabajadores sindicalizados en el país. Señala que el porcentaje de la fuerza laboral sindicalizada se ha reducido de aproximadamente 24 por ciento en 1980 a sólo 13 por ciento hoy día. El sector público es donde hay ahora la mayor tasa de sindicalización, mientras que solo 9 por ciento de los trabajadores del sector privado son representados por un sindicato.
«El descenso en la tasa de sindicalización ha reducido los ingresos, no sólo porque algunos trabajadores ya no perciben el salario más alto de un agremiado, sino que existe menos presión sobre los patrones cuyas empresas no tienen sindicatos para elevar las remuneraciones», afirman los autores en una conversación con La Jornada. Los trabajadores sindicalizados, según el EPI, reciben en promedio 43.6 por ciento más en compensación total que sus contrapartes equivalentes en empresas no sindicalizadas.
En Estados Unidos, según el mismo análisis, los sindicatos son clave para reducir la desigualdad económica, ya que tienden a mejorar los ingresos para las rangos bajos y medias de la escala salarial. «Trabajadores de sueldos más bajos y medios, industriales y con educación de preparatoria tienen mayor probabilidad de ser representados por sindicatos que trabajadores de altos salarios, de cuello blanco y con educación universitaria», agrega el EPI.
Aunque muchos de los sindicatos nacionales estadunidenses particularmente en comparación con sus contrapartes latinoamericanas son muy ricos, con millones de dólares en bienes y con líderes que gozan de relaciones políticas de alto nivel, su poder de negociación económica y social se ha reducido de manera estrepitosa en los últimos 20 años. Pese a que han vivido un clima político crecientemente hostil, el problema también tiene que ver con los cambios en el carácter del capitalismo estadunidense.
La combinación de los efectos de la llamada globalización económica y los esfuerzos intensos de desregulación de diversos sectores ha intensificado las presiones de la competitividad, tanto sobre empresas como sindicatos, explica Ron Blackwell, director de asuntos empresariales de la AFL-CIO.
Esto ha desatado un intenso esfuerzo por reducir costos y abandonar el modelo de competir a base de la calidad de productos y servicios, comentó Blackwell. Como resultado se ha desplazado la producción a países con mano de obra barata y se ha amenazado de manera permanente a los trabajadores y sindicatos estadunidenses con optar entre hacer más concesiones y anular los incrementos de salarios a cambio de mantener empleos aquí. Tal vez el mejor ejemplo empresarial de este modelo ha sido el de Wal Mart, que ha tenido éxito devastador al poder ofrecer productos de más bajo costo que su competencia. Y ese es el modelo que otras empresas han tenido que seguir.
Para los sindicatos esta dinámica ha sido demoledora, particularmente para el sector industrial manufacturero, donde las pérdidas de empleo sindicalizado han sido particularmente marcadas.
Por el lado político también hubo ofensiva iniciada con la destrucción del sindicato de controladores aéreos por Reagan que dio luz verde al empresariado para aminorar el poder y destruir a los sindicatos. Junto con esto se debilitó, y en algunos sectores desapareció en los hechos, el derecho de negociar contratos colectivos y de huelga, tanto por cambios en legislación y por la falta de cumplimiento de los derechos garantizados por leyes ya bastante frágiles en materia laboral.
No sólo esto, sino que los logros históricos del movimiento sindical en torno a protecciones de empleo, pensiones, seguridad y salud, y otras garantías laborales han sido minadas hasta llegar al punto que muchos dirigentes sindicales declaran que en Estados Unidos ya no existen los derechos laborales como el de formar sindicatos y el de huelga. Estos cambios han ocurrido tanto con presidentes republicanos como demócratas.
El actual mandatario nunca ha ocultado su deseo de reducir aún más la influencia y presencia de los sindicatos en la vida nacional. En su primer año, Bush firmó una orden ejecutiva informando que tenía la intención de permitir que empresas privadas compitieran por contratos para servicios públicos que desarrollan hasta en una mitad los trabajadores sindicalizados del gobierno federal. A la vez, empleados en ciertas agencias públicas, incluyendo algunos de los aproximadamente 300 mil empleados del recién creado Departamento de Seguridad de la Patria, ahora tienen prohibido por ley ser representados por un sindicato.
Pero las medidas económicas y la ofensiva política no son las únicas razones del debilitamiento del sector sindical en Estados Unidos. La falta de una respuesta efectiva y pronta ante estas condiciones, así como el fracaso para generar una mayor educación entre sus filas y dinamizar el movimiento también han contribuido.
Esto no es reciente. En los años 70 los sindicatos industriales se vieron obligados a negociar su debilitamiento cuando las empresas empezaron a trasladar al exterior las líneas de producción textil, automotriz y siderúrgica, el corazón del sindicalismo industrial estadunidense. Aunque protestaron, los sindicatos no convocaron a huelgas nacionales, sino que decidieron que no había opción más que intentar proteger a los afiliados actuales y aceptar la disminución de la fuerza laboral. El resultado fue la reducción a la mitad de la membresía del sindicato nacional automotor a lo largo de 25 años, con efectos adversos en el caso siderúrgico, el minero y otros.
Sin embargo, el liderazgo sindical no abrió un amplio debate sobre cómo enfrentar los desafíos de la globalización más que articular, de manera reiterada, una posición defensiva, centrada en la definición más limitada del proteccionismo. Esto empezó a cambiar con los debates en torno a la aplicación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, cuando por primera vez se establecieron alianzas con otros sectores sociales dentro de Estados Unidos afectados por la integración económica (granjeros, consumidores, ambientalistas e inmigrantes) como una mayor interacción con sus contrapartes en México y otros países para enfrentar las acciones de la globalización empresarial.
Por otro lado, el tema de la migración también ha impulsado cambios en la estrategia gremial al reconocer que el futuro del sindicalismo estadunidense ahora depende cada vez más de los trabajadores mexicanos, asiáticos y latinoamericanos recién llegados a este país. De hecho, los más grandes avances y triunfos sindicales recientes en gran medida han sido los encabezados por inmigrantes desde el sector jornalero, servicios de limpieza, hoteles y restaurantes hasta en antiguos sectores manufactureros, como el de procesamiento de carnes.
En este contexto, no resulta sorprendente que los líderes de los cinco sindicatos nacionales más dinámicos ahora encabezan una campaña para reformar el movimiento gremial, advirtiendo que gran parte del liderazgo gremial nacional ha perdido contacto con las filas obreras y comunidades trabajadoras del país. «Nuestros patrones han cambiado, nuestras industrias han cambiado, y el mundo ciertamente ha cambiado, pero tristemente la estructura y cultura de nuestro movimiento laboral ha permanecido igual», acuso Andy Stern, presidente del SEIU, gremio nacional con 1.6 millones de miembros, en un discurso ante el congreso del sindicato en junio. Agregó que los sindicalistas tienen que «transformar la AFL-CIO o construir algo más fuerte que pueda cambiar las vidas de los trabajadores».
Junto con los dirigentes del sindicato de la construcción (LIUNA), el de hoteles y restaurantes (HERE), el textil y de confección (UNITE) y el de carpinteros, Stern ha organizado una «Asociación de Nueva Unidad» dentro del movimiento sindical que busca reconstituir la central obrera con una estrategia ofensiva para resucitar el movimiento laboral.
Estos líderes señalan que, según sus encuestas internas, un tercio de los sindicalizados están tan enajenados del liderazgo que ni ponen atención a qué candidato recibe el endoso de su sindicato en cualquiera de las elecciones. Aunque la AFL-CIO y la gran mayoría de sus sindicatos afiliados (representando unos 13 millones de agremiados) fueron leales al Partido Demócrata, en 2000, 37 por ciento de los miembros votaron por el candidato republicano George W. Bush.
Cómo se intenta renovar el movimiento laboral determinará en gran medida el futuro social y económico, así como la lucha contra la desigualdad en el país que se autoproclama ejemplo a seguir en el mundo.