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El Paralelo: cabarets, cultura popular y revolución

Fuentes: Rebelión

El Paralelo, una calle barcelonesa de apenas dos kilómetros, se convirtió, dicen, en la mayor concentración de espectáculos (por metro cuadrado, no por su número) del mundo durante los años que van desde el inicio del siglo XX hasta el estallido de la guerra civil. Ese mundo, casi olvidado, se ha mostrado en la exposición […]

El Paralelo, una calle barcelonesa de apenas dos kilómetros, se convirtió, dicen, en la mayor concentración de espectáculos (por metro cuadrado, no por su número) del mundo durante los años que van desde el inicio del siglo XX hasta el estallido de la guerra civil. Ese mundo, casi olvidado, se ha mostrado en la exposición El Paral·lel, 1894-1939 , organizada en el CCCB barcelonés. De aquellos años de esplendor, ilustrados con teatros y espectáculos que permanecían abiertos durante todo el día y con tabernas y cafés donde se reunían miles de personas, apenas queda hoy un recuerdo confuso en la ciudad y cuatro o cinco teatros: apenas una sombra, aunque entre ellos estén algunos de los más relevantes de aquellos años, como el Victoria, el Apolo, y el Condal, que funcionan en otros edificios, además del nuevo Molino, y del antiguo Arnau, donde actuó Raquel Meller, un teatro con estructura de madera que se mantiene en pie, aunque clausurado.

Entre 1875 y 1900, el Paralelo fue un territorio fronterizo, de marginados, delincuentes, de seres humanos vencidos en todas las pruebas de la existencia, descampados donde malvivían mendigos, así como algunos campesinos que trabajaban en la ladera de Monjuïc, y obreros agazapados en la contigua Barcelona vieja, entre los callejones miserables que morían en los astilleros, frecuentados por marineros borrachos, putas menesterosas y obreros que prolongaban la ciudad proletaria en las casuchas de la montaña. De hecho, la calle se inauguró en 1894 como avenida del Marqués de Duero, y empezaron entonces a abrirse algunos locales precarios donde se cantaba flamenco y, después, cuplés. Mientras eso ocurría, la vieja burguesía consolidaba su poder, y la nueva intentaba hacerse un lugar entre las fortunas antiguas, compitiendo todos en la explotación más descarnada de los trabajadores de la ciudad, que se transforma con rapidez: en los casi cuarenta años que van desde que se inaugura el siglo XX hasta el inicio de la dictadura fascista, Barcelona dobla su población, pasando de quinientos mil a un millón de habitantes. Esos son los años de gloria, de ebullición, del Paralelo, los años donde una nueva cultura popular, hecha de canciones y revistas, cuplés y espectáculos teatrales donde se juntarán el melodrama y las inquietudes sociales, pugna por abrirse camino, mientras la cultura burguesa mantiene sus teatros, su ópera, sus periódicos y revistas y sus casinos. La vieja burguesía, que se había enriquecido con las fábricas y las colonias, se refugiaba en la Rambla, en el Liceo o en el Teatro Nuevo, o en los nuevos teatros y salas que abren en el Paseo de Gracia, y los nuevos ricos luchan para entrar en esos círculos, al tiempo que los obreros frecuentan los espectáculos del Paralelo, donde autores desconocidos, letristas y escritores de ocasión construyen piezas burlescas, números de cabaret, torrentes de canciones, en un ambiente que atraerá también a escritores burgueses como Guimerá y Rusiñol.

Era una calle popular, de pobres, que vio al niño Salvador Seguí vender caramelos a las puertas de los teatros y cabarets; una avenida frecuentada por obreros y menestrales, que nada tenía que ver con los ricos barceloneses, al contrario de lo que pasaba en el Montmartre parisino, aunque algunos burgueses se aventurasen hasta esos barrios míseros para ver bullir la vida. Reinaba la música de arrabal, el escenario bronco, la prostitución, los borrachos de noches interminables, y merodeaban obreros sucios que olisqueaban el sexo mercenario reservado para ellos, los derrotados de todas las batallas. No por eso dejaban algunos burgueses de frecuentar sus calles, para espiar la vida popular, para olisquear el perfume rancio de unas vidas proletarias que sospechaban pobres pero auténticas, como nos muestra Sagarra en su Vida privada , donde Lloberola se acerca al cabaret La criolla , de la calle Cid, huyendo de la obsesión por aparentar y por acumular dinero de la gente de su clase social. A ese mismo cabaret, que disponía de habitaciones para el ejercicio de la prostitución, irá, ya en los años de la república, Jean Genet, frecuentando las putas pobres, los ladrones, los homosexuales, los marineros borrachos, buscando encuentros sexuales en cualquier callejón o junto a una luz mortecina.

Ese era también el mundo de Isidre Nonell, un universo de gitanas, mendigos, soldados desvalidos y cretinos: el pintor siempre se sintió atraído por la vida de los más pobres y fue desdeñoso con los burgueses; frecuentaba a las pordioseras, a las busconas que pensaban en sus hijos, viendo pasar a los obreros que iban al Paralelo a mirar el brillo de los espectáculos desde las aceras, sorprendiendo a los «burillers», siempre tirados en el suelo, deshaciendo las colillas abandonadas para hacer cucuruchos de tabaco agrio para la reventa. Nonell, que muere antes del estallido de la gran guerra , recorría el Paralelo de arriba abajo, desde los viejos astilleros renacentistas hasta la plaza de España donde se había construido una nueva plaza de toros, pero donde aún no se levantaban los edificios que construiría Primo de Rivera para la Exposición de 1929.

Esa concentración en el Paralelo de espectáculos, de teatros, de cafés, de lupanares, fue el producto de una casualidad, la consecuencia del empeño de las muchedumbres obreras que buscaban un lugar en el mundo, que se miraban en el espejo deformado de la burguesía catalana, una burguesía avarienta, explotadora, voraz, insensible, y que encontraron acomodo en los cafés y los escenarios donde empresarios avispados como Josep Carabén, Josep Terrés, Ricardo Soriano y otros vieron la oportunidad de ganar dinero con la noche. Esa burguesía catalana, que no tenía el menor escrúpulo en triturar generaciones de obreros, podía llegar a la feroz abyección, utilizando, por ejemplo, a personajes como Enriqueta Martí, la «vampira», una mujerzuela que organizó un burdel en la calle Minerva, muy cerca de la Diagonal, en la primera década del siglo XX, donde personajes distinguidos de la ciudad iban a mantener relaciones sexuales con niños y niñas, y que llegó al extremo de asesinar a infantes para traficar con su sangre y sus restos, con los que elaboraba remedios que supuestamente curaban la tuberculosis y otras enfermedades mortales de la época. Esa burguesía corrupta, envilecida, que no dudaba en enriquecerse gracias a la miseria obrera, era la misma que frecuentaba las misas principales y reclamaba mano dura contra los anarquistas y los dirigentes obreros.

La gran guerra hizo la fortuna del Paralelo. Llegaron recursos, se gastaba en el juego, en los espectáculos, en drogas, putas y cabarets. Algunos soñadores se hacían lenguas de los burgueses que bañaban a sus queridas en bañeras llenas de champán francés, y la cocaína inaugura mundos de fantasía. Era el mundo de la noche, de los reclamos teatrales, de los espectáculos, pero también de la sordidez más extrema. Detrás de la «Fábrica de electricidad de los tranvías», como ostentaba la empresa en su fachada, entre Vila i Vilà, Cabanyes y el Paralelo, se concentraban las pajilleras, como se las conocía popularmente, mujeres que hacían felaciones a los transeúntes, que practicaban coitos a la vista de todos, en la calle. Enormes grupos de hombres esperaban turno: las prostitutas eran obreras pobres, antiguas artistas de cabaret, pobres viejas sin recursos de vida. De hecho, los alrededores del Paralelo eran calificados por la prensa como «ciudad burdel», un fenómeno de proporciones gigantescas, tolerado e incluso amparado por los gobiernos de turno, desde los píos gabinetes posteriores al «desastre» de 1898, pasando por los de Canalejas, García Prieto, Maura (donde Cambó llegó a dirigir la Hacienda), Dato o Primo de Rivera, o hasta la nueva etapa que se inicia con la república de 1931. Sin embargo, pese a la tolerancia de los gobiernos y de las autoridades barcelonesas con la prostitución, eran conscientes de que debían vigilar la propagación de enfermedades de transmisión sexual para que no se convirtieran en un peligro global para la salud pública. Así, las autoridades municipales censaron y clasificaron a muchas prostitutas, en un intento de controlar el fenómeno. Así, se inició la expedición de carnets de identificación de las putas, de los que se han conservado algunos, como el de Adela Fusté, de veinticinco años, «meretriz de 2ª clase», la información de los lugares de ejercicio, con agendas impresas con la «dirección de las señoritas», donde indicaban el nombre, la calle y número, las horas de recibo y precio del «hospedaje». Junto a ello, algunos médicos ofrecían sus servicios, como el doctor París, que quitaba las ladillas, en tres minutos, en sus consultas de San Pablo, 18 y la Rambla de las Flores, 4, compartiendo sus desvelos con la burguesía y el próspero negocio de las calles más sórdidas de la ciudad.

Todo convivía en el Paralelo: la degradación más extrema y la fraternidad, la revista y el cabaret, la delincuencia y la redención social, los libros y el analfabetismo impuesto. Los puestos de libros, que llegaban a bloquear las vías del tranvía en días festivos, el Gran cinematógrafo Paralelo, el Salón Arnau, al lado de una fábrica de licores; el Teatro Condal, Le Trianon, un café restaurante que emulaba los fastos de París; el Salón Venus, y el Tiro Nacional, mostraban esa vitalidad popular, donde los cines empezaban a tener público, cada vez más entusiasta, aunque los obreros desconocían el nombre del nuevo invento. Rossend Llurba, un dramaturgo (¡que estrenó en 1914 una obra que se titulaba De cara al sol !) y letrista de canciones, escribió: «No había nadie que de carrerilla pronunciase la palabra «cinematógrafo». Unos decían «cimatógrafo», otros «cinematrófago», y, los más, «les vistes». Los precios eran populares, y los niños y militares pagaban treinta céntimos. Toda suerte de espectáculos llenaba los días del Paralelo, como los del mago e ilusionista Francesc Roca, que se anunciaba con carteles donde él mismo indicaba: «Exitazo», «chistes y gracia sin igual».

En Nou de la Rambla, nombre que le dio la República a la antigua Conde del Asalto, estaba el vientre del Paralelo, con estudios y academias para artistas de variedades, y tiendas de remedios sexuales, academias de canto para cupletistas, tablados para el flamenco que tenía muchos seguidores, centros para transformistas, imitadores de estrellas, incluso para números de circo, aunque ese espectáculo era minoritario. El vodevil, que llegó con compañías italianas y francesas, hizo furor; así como el «género ínfimo», una evolución del género chico. En Nou de la Rambla, no sólo existían esos locales, también se ubicaban sedes obreras en ella, que mostraban la condición proletaria de la vieja Barcelona: en febrero de 1923, Einstein visitó la sede de Solidaridad Obrera, que se encontraba en el número 58 de la calle, y se reunió allí con Ángel Pestaña.

Triunfaban también las representaciones de «drama social», que llevaban a la escena las dificultades obreras, los problemas sociales. José Fola Igúrbide fue el principal autor de esas piezas, con funciones que podían durar hasta cuatro horas, aunque, para resistirlas, se ofrecían cacahuetes al espectador. Algunas, como El sol de la humanidad , o Los caballeros de la libertad , obtuvieron gran éxito, además de otras que Fola escribió sobre Giordano Bruno, Zola, o el caso Dreyfus . Otros autores, como Emilio Graells (que adaptaría para la escena al francés Dumas), Sagarra, Francesc Madrid, Màrius Aguilar, escriben para las revistas musicales del Paralelo, de forma que en ese mundo se mezcla la escena popular y la cultura burguesa, reconocida, representada por autores como Rusiñol o el propio Sagarra. Francesc Madrid, a quien se atribuye la autoría de la denominación de «barrio chino», en su obra Sangre en Atarazanas , un crudo retrato de la marginación y la pobreza de esa Barcelona, fue un barcelonés republicano y socialista, que, condenado a muerte por milicianos anarquistas al inicio de la guerra civil, logró salvarse gracias a la intervención de Companys. Màrius Aguilar fue el autor de la Biografía del Paralelo , colaboró con el lerrouxista Pich i Pon, y fue muy mal visto por el nacionalismo, debido a sus denuncias, ya en los años republicanos, sobre la corrupción de ERC, por la concesión de líneas de autobuses a amigos del alcalde, Jaume Aiguader.

La marginación, la prostitución del barrio chino, la explotación infantil, la miseria de quienes vivían en Montjuïc, fueron también llevados al teatro en el Paralelo. Autores que destacaron en ese empeño fueron Juli Vallmitjana, escritor interesado, como su amigo Nonell, por gitanas y cretinos, quien recogerá en su novela La Xava el mundo de la miseria de los callejones que habían surgido en la ladera de la montaña, no lejos de la vieja cantera y alrededor de la nueva central eléctrica; al igual que Josep Amich, Amichatis , el autor de las célebres Baixant de la Font del Gat, y La Marieta de l’ull viu , que se exiliaría a Chile en 1939 y moriría en el olvido. Algunas artistas llegaron a ser celebridades como Raquel Meller, quien rodó películas como La gitana blanca , en 1919, con Ricardo de Baños, un pionero director que había fundado la Hispano Films en 1907, cuando hizo su célebre documental Barcelona en tranvía , y, después, la Royal Films en 1916. Baños rodó también La madre , de Rusiñol, con Enric Borràs, otro actor célebre que triunfó en el Paralelo. Meller mereció incluso la portada de la revista Time en abril de 1926. En los años veinte, la figura del cómico Carlos Saldaña, Alady , también conocido como «el ganso del hongo», domina los escenarios del Paralelo. Otros actores que entusiasmaron al público obrero fueron Blanquita Suárez, a quien pintó Picasso en 1917; Elena Jordi (Montserrat Casals), Josep Santpere (conocido como Papitu ), Emilio Vendrell, e incluso Margarita Xirgu. El propio Rusiñol estaba muy interesado en el cine, aunque trabajaba en los teatros, como en el Victoria, justo al lado del bar La Tranquilidad , frecuentado por los anarquistas. Barcelona era entonces la capital del cine español, con más de un centenar de salas, algo equiparable a ciudades como Berlín, y no lejos de otras como París o Nueva York.

Junto a todo eso, en el Paralelo se veían los adoquines pobres con los que los proletarios levantaban barricadas, a Alejandro Lerroux en el Teatro Olympia, a los soldados vigilantes ante el Teatro Cómico, durante una de las huelgas de la dignidad obrera. Circulaban los vendedores con carro y blusón, bicicletas y caballos, y, ante la enorme terraza del Café Español, que afirmaban era el mayor de España, podían apostarse dos hombres con un gran cerdo, tan grande que casi parecía un hipopótamo. Esa terraza del Café Español, que empezaba en la esquina del Teatro Arnau y seguía hacia arriba hasta la ronda de Sant Pau, contaba con tres largas filas de mesas a lo largo de la fachada, bajo grandes toldos, dejando un amplio paseo para los transeúntes, antes de la última fila de mesas alineada junto a la calzada. En él, se reunieron durante años los revolucionarios, y Seguí asistía a una tertulia, igual que después harían muchos otros anarquistas, republicanos y socialistas. Entonces, los estrictos criterios éticos de los sindicalistas y revolucionarios hacían que, a diferencia de otros parroquianos, se abstuviesen de jugar a cartas, y de consumir alcohol, ni se acostaban con las putas del Paralelo.

A sí, además del teatro y los espectáculos, la política estaba siempre presente en el Paralelo. No sólo porque los partidos políticos organizaban actos y mítines en sus teatros y salas, también por la agitación de los cafés, el desencuentro y las disputas de republicanos, catalanistas, socialistas y anarquistas, que discuten, se enfrentan e interrogan al mundo desde las mesas de los cafés. El propio Alejandro Lerroux fue bautizado como «el emperador del Paralelo» por los nacionalistas catalanes, para denigrarlo, precisamente porque, para el catalanismo, en esa calle se concentraba la peor Barcelona marginal, de prostitutas, mendigos, buscavidas y anarquistas. Para las clases populares, que se identificaban con la idea de la revolución social, el lerrouxismo era oportunista y demagogo, y el catalanismo (tanto la Lliga, como las demás organizaciones) un movimiento burgués y «missaire», meapilas.

Los medios obreros que se organizaban, bajo una persistente represión gubernamental, también convivían con la prostitución. Salvador Seguí, el Noi del sucre , ya había creado, hacia 1902, una tertulia que, significativamente, había bautizado como «los hijos de puta», frecuentada también por su amigo Joan Rull (un turbio personaje, confidente de la policía, que ponía bombas por su cuenta para extorsionar a los propios guardias, y que, condenado, morirá a garrote vil en 1908). Después, Seguí solía regalar libros de emancipación social a las putas, e incluso les ofrecía charlas sobre sindicalismo y anarquismo, aspectos de la actividad de los círculos anarquistas recogidos, por ejemplo, por Francesc Madrid en sus artículos donde se mezclan burdeles y cabarets, anarquistas y huelgas, drogas y criminales. El Noi del sucre , que fue detenido por primera vez en el Teatro Condal del Paralelo, en un mitin lerrouxista, acabaría escribiendo una pequeña novela, Escuela de rebeldía, donde un emigrante, Juan Antonio Pérez Maldonado, muere asesinado en la calle Riereta, justo al lado de donde matarán al propio Seguí los pistoleros de la patronal.

Ferrer i Guàrdia, el creador de la Escuela Moderna, fusilado en Montjuïch, formaba parte de ese mundo que pugnaba por la emancipación obrera, que, entonces, se expresaba sobre todo en el anarquismo. Los libertarios iban al bar La Tranquilidad : por allí pasaron Salvador Seguí, Durruti, Ricardo Sanz, Aurelio Fernández, García Oliver, y desde sus mesas organizaban huelgas, discutían propuestas, editaban panfletos y revistas. No estaban solos. Hasta el Paralelo llegaban los pistoleros de la patronal, protegidos por el gobernador civil, Martínez Anido, y por la Lliga de Cambó y de los industriales catalanes, matones que asesinaron a Seguí y a Francesc Comes en la calle de la Cadena, y a Layret, y a Evelio Boal aplicándole la siniestra «ley de fugas» cuando salía de la cárcel Modelo de la calle Entenza, y que atentaron contra Martí Barrera y Pere Comas en el Café Español del Paralelo, y asesinaron a tantos otros. En la calle Vila i Vilà, el 21 de junio de 1921, apareció el cadáver del anarquista Ramon Archs, con muestras de haber sido cruelmente torturado: incluso le habían cortado el pene. La burguesía catalana, como la del resto de España, nunca mostró remilgos para recurrir a los métodos más siniestros con el fin de conservar sus privilegios.

Todas las protestas obreras, las huelgas, las revueltas, los intentos revolucionarios, pasaron por el Paralelo. En la Semana Trágica, los soldados se apostaron en las aceras, con los fusiles prestos a disparar. Durante la huelga de la Canadenca, tres mil obreros fueron encarcelados en el castillo de Montjuïch, sobre el Paralelo: algunas fuentes hablan de que, en el verano de 1919, había cinco mil obreros encarcelados. La revolución y la cultura iban de la mano: los medios obreros pugnaban por salir del analfabetismo, por llevar la cultura a los trabajadores, y la fundación de ateneos, que databa de mediados del siglo XIX, continuó: el propio Salvador Seguí fue alumno del ateneo sindicalista de la calle Ponent (hoy, Joaquín Costa, donde sigue existiendo un local de la CNT). Los círculos librepensadores, defensores de la escuela laica, como la que se ubicaba en la calle Blasco de Garay, muy cerca del bullicio del Paralelo, colaboraban en ese esfuerzo. Los ateneos fueron instrumentos decisivos en la conquista de la dignidad obrera. Uno de ellos, el Ateneu Enciclopèdic Popular , contaba con un edificio en la calle del Carme, 30 y un solar en la Rambla, junto a Pintor Fortuny, y desarrollaba una intensa función social y cultural, llegando a disponer de una escuela nocturna. Francesc Layret, Salvat Papasseit, Joaquim Maurín, Víctor Colomer, Joan Bastardes, Carles Fontseré, Jaume Aiguader, Ángel Pestaña o Salvador Seguí, eran miembros del Ateneu , que, entre muchas otras iniciativas, organizó, junto con el resto de los ateneos obreros de la ciudad, el célebre recital de García Lorca en el teatro Barcelona, el 6 de octubre de 1935, que llenó el coliseo y congregó además a miles de personas en la calle, durante los años de la dignidad republicana que hicieron ver que todo era posible.

Como el viejo Paralelo, de cabarets, cultura popular y revolución, el Ateneu finalizó su actividad en enero de 1939, cuando las tropas fascistas de Franco ocuparon la ciudad y se aprestaron a cumplir con la máxima del general Mola («Hay que acabar con la cultura obrera»), quemando sus archivos y libros en la Rambla. La Barcelona obrera y popular, la que había frecuentado los espectáculos y cafés del Paralelo, y soñado con la revolución, estaba a punto de morir, y tardaría mucho tiempo en recuperarse de nuevo, mientras la burguesía se aprestaba a vengarse, a cobrar el botín de la victoria de la mano de los generales fascistas, al tiempo que el fulgor de los escenarios, las risas de los cafés, las noches espesas, y la estirpe popular del Paralelo, desaparecían para siempre, para dejar paso a un mundo de ceniza, de miedo, de burgueses hipócritas y píos, de fusilamientos.