Ahora que han llegado a su fin la media docena de partidos del siglo que se han disputado este año, recuerdo aquel otro fútbol que alguna vez jugamos en la calle, cuando niños; cuando los dos capitanes, tras sorteo, convocaban a los elegidos y los elegidos éramos todos; cuando las porterías se delimitaban aprovechando árboles, […]
Ahora que han llegado a su fin la media docena de partidos del siglo que se han disputado este año, recuerdo aquel otro fútbol que alguna vez jugamos en la calle, cuando niños; cuando los dos capitanes, tras sorteo, convocaban a los elegidos y los elegidos éramos todos; cuando las porterías se delimitaban aprovechando árboles, columnas, los bajos de los bancos, o ejercían los abrigos de postes y dejábamos la altura del travesaño a criterio a discutir más adelante; cuando el arbitraje se consensuaba a cada falta para que terminara decidiendo el dueño del balón y sus amenazas de llevarse su propiedad para su casa; cuando volvía a extraviarse el marcador y su memoria, y lo que para unos era empate era para otros una clara victoria; cuando el partido duraba lo que tardase el municipal en incautarnos la pelota.
Y cuando hacíamos un gol nadie se quitaba la chaqueta o improvisaba los zascandiles saltos y bufidos que le viera al último pichichi; nadie corría solo al encuentro con la gloria porque el gol lo hacíamos todos, el que sacó de puerta, el que dio el pase, el que se quedó mirando, el que se ataba los cordones, el que empujó la pelota sin saber que la empujaba.
Partidos a cuatro, a cinco, a seis, a los que acudieran al conjuro del fútbol para jugar el partido, pero no el del siglo sino el de todos los días.
(Euskal presoak/Euskal etxera)
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