Sobre el respeto hacia a las personas que sufren la injusticia económica y social.
Cuando era muchacho y estaba en los primeros años de la adolescencia allá lejos en Tacuarembó, mi padre nos ponía a mi hermano y a mí a repartir remedios en una bicicleta por toda la ciudad. En las vacaciones en Colonia, el abuelo Ursino Albernaz nos ponía a ordeñar las vacas a las cinco de la mañana, a juntar frutas y frutillas y a plantar papas cuando el sol del verano se las agarraba con los campesinos descalzos.
Hoy algunos llamarían a eso “abuso infantil”, pero yo discrepo. Nos sobraba energía y, cuando nos aburríamos, molestábamos como la peste. Probablemente ni la Teoría de la evolución ni toda la ciencia alcancen nunca a explicar la naturaleza psicológica de los muchachos a los trece y catorce años, pero tal vez no es un tiempo perdido del todo. En el trabajo descubrimos una de las formas de la felicidad que disimulábamos con alguna protesta. Sospecho que algo de eso responde cuando mis colegas de la universidad en la que trabajo actualmente me preguntan por qué no descanso un poco.
Entre los tantos comercios que inventó mi padre, la farmacia fue el último que más tiempo lo ocupó, hasta que cerró por un cúmulo de cuentas incobrables.
Un día, una mujer puso una mesita a pocos metros de la entrada de la farmacia y se puso a vender pomadas y aspirinas. Yo casi no noté la existencia de aquella mujer delgada y de mirada esquiva. Más bien me pareció una parte más del paisaje urbano, como una nueva maceta o un nuevo banco.
Al poco tiempo, vi entrar en la farmacia a un señor muy conocido, dueño de uno de los comercios más populares del barrio. Estaba molesto.
“Pero, Majfud”, le dijo a mi padre, “cómo permite que esa mujer le ponga en la puerta un puesto de venta clandestino y venda los mismos productos que vende usted. Ni siquiera paga impuestos”.
De repente, descubrí que pagar impuestos era un argumento por lo menos sagrado.
“Pero no, Don”, le respondió mi padre. “Deje tranquila a esa pobre mujer. Deje que cada uno se rasque con las uñas que tiene”.
¿Por qué nunca olvidé esas palabras tan torpes, si yo estaba más preocupado con un partido de fútbol que Peñarol iba a jugar esa noche por la Copa Libertadores, el que se televisaba en vivo? La vida está hecha de estos trozos de memorias, aparentemente insignificantes que, por alguna razón, no se van nunca de nuestra memoria. Con mi padre tenía profundas diferencias políticas, pero yo lo respetaba por esos detalles que el tiempo ha cambiado de nombre.
Desde entonces, aquella mujer comenzó a existir para mí. Aprendí a saludarla y a respetarla como el ser humano que era. Y mucho más por su modestia, por su valor, y por ser otra víctima de esa eterna injusticia que rodea a los de abajo. Injusticia social, injusticia económica, injusticia moral.