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El pequeño muro que sujeta el cielo

Fuentes: Novas de Galiza

Un millón de dólares da la vuelta al mundo en décimas de segundo. Una imagen penetra en tiempo real en todos los hogares del mundo. La publicidad de Coca-Cola, espíritu sin fronteras, nutre la ilusión de un lenguaje compartido. Vuelan signos, aviones y mercancías por encima de nuestras cabezas. Circulan noticias, giran las almas sin […]

Un millón de dólares da la vuelta al mundo en décimas de segundo. Una imagen penetra en tiempo real en todos los hogares del mundo. La publicidad de Coca-Cola, espíritu sin fronteras, nutre la ilusión de un lenguaje compartido. Vuelan signos, aviones y mercancías por encima de nuestras cabezas. Circulan noticias, giran las almas sin oposición. El bombardeo, la vigilancia, la resistencia, el amor, todo se hace visible y se gestiona en el pañuelo de una pantalla -radar, ordenador, televisor-, desde donde se introduce y se corrige, sin salir de casa, el contenido de una realidad que no deja de pasar. O así nos parece. Porque en este mundo de soluciones tecnológicas y hazañas con un solo dedo, de circuitos vertiginosos y panópticos atmosféricos, donde la orden de un corredor de bolsa decide la suerte del Amazonas y una esposa de Nueva York recibe rosas desde Ciudad del Cabo, hay que recurrir sin embargo a una solución antigua, milenaria, primitiva, brutal, material; hay que seguir imitando a los trogloditas, a Che-Huan-Ti y a Nabucodonosor; hay que descender al suelo y levantar un muro.

Por muy alto o muy largo que sea un muro, es siempre ya una cosa ridícula, un obstáculo diminuto para una civilización que ha conquistado el cielo y domesticado las ondas. La Muralla China, visible desde el espacio, se pasa de un saltito en helicóptero y es incapaz de detener el más sencillo mensaje informático. Los 1265 km. de doble pared corrida que el gobierno de EEUU quiere levantar en la frontera con México, como los 650 km. del muro israelí en Palestina o la altísima valla de Melilla, ofrecen una imagen patética e impotente, muy rudimentaria y casi infantil. Vistos desde el universo -nuestro punto de vista occidental- y mientras los países no tengan más techo que el cielo, los muros más altos se empinan ridículamente como una mano frente a un tsunami o un cartón en una tormenta de arena. Todos los muros los hemos pasado ya y mentalmente vivimos por encima de las barreras. Que haya que construir un muro -una cosa tan burda y primitiva, tan poco postmoderna- nos recuerda la existencia residual de una especie que todavía no vuela, que tiene que buscar su alimento lejos de casa y que vive en los límites de su cuerpo; son millones y hay que detenerlos, mientras nosotros levitamos, a ras de suelo. Los inmigrantes amenazan, no nuestra economía, sino nuestro universo simbólico. Pero la misma barrera con que intentamos protegerlo lo erosiona irremediablemente.

Creo que el muro mexicano no está concebido contra la inmigración sino para inducir en los estadounidenses la ilusión de que su nación depredadora y socialmente injusta es un país perfecto y deseado; y en los inmigrantes que ya están dentro la de que han sido afortunados; y creo por eso mismo que se añadirá paradójicamente, como «efecto llamada», a las mercancías, películas y turistas estadounidenses que entran sin obstáculos en México. Creo que el muro mexicano funciona además como el filtro de una economía demencial cuyos esclavos ya no tienen que ser arrancados de sus poblados nativos por negreros sino que acuden espontáneamente a venderse a la baja en las metrópolis, donde tienen que ser seleccionados con pinzas de cálculo. Pero creo sobre todo que el muro mexicano -como el israelí y el melillense- declara bajo la luz del sol el fracaso de nuestra civilizacion inmaterial y sus valores aéreos. Su construcción separa de hecho de la humanidad a esa mitad de la población mundial que el capitalismo no puede ni alimentar ni socorrer y que, cuando pide auxilio, es apaleada o baleada mediante una limpieza étnica estructural que causa todos los años más víctimas mortales que el derribo de las Torres Gemelas. Su construcción a ras de suelo, por debajo del cielo infinito en el que proyectamos nuestros delirios, revela además sin disimulos la verdad que el circuito vertiginoso de nuestras imágenes cree poder encubrir: la tierra existe y está en disputa; el cuerpo existe y hay que pararlo, explotarlo y, llegado el caso, exterminarlo.

La contradicción de un sistema que ha superado todas las barreras es la de que sigue necesitando los cuerpos y necesita, al mismo tiempo, tratarlos como parásitos. Los necesita incluso para construir la barrera. Quizás no se nos ha ocurrido pensar en este último looping perverso que declara también la antigüedad primitiva de los muros y de la economía que los reclama y los levanta. Fueron los esclavos los que construyeron las pirámides egipcias. Fueron los esclavos los que construyeron las murallas de Babilonia. Fueron los vencidos republicanos -esclavizados por el fascismo- los que construyeron en España la tumba de Franco. Todo hace pensar también que serán inmigrantes hispanos los que construirán el muro que los separará de sus hermanos.