I Las mayores personalidades históricas de la cultura socialista siempre han sido sensibles al carácter necesariamente original e irreductible de los grandes procesos políticos de masas. Antonio Gramsci sostenía, por caso, que la insurrección bolchevique había sido la revolución contra El Capital (de Marx), en la medida en que no respetaba sus previsiones históricas. Por […]
I
Las mayores personalidades históricas de la cultura socialista siempre han sido sensibles al carácter necesariamente original e irreductible de los grandes procesos políticos de masas. Antonio Gramsci sostenía, por caso, que la insurrección bolchevique había sido la revolución contra El Capital (de Marx), en la medida en que no respetaba sus previsiones históricas. Por su lado, el mismo Lenin, fiel a su estilo tajante, afirmaba: «Aquellos que esperan ver una revolución social ‘pura’ nunca vivirán para verla. Esas personas prestan un flaco servicio a la revolución al no comprender qué es una revolución».
La sensibilidad frente a lo novedoso y lo imprevisto no es más que una sensatez epistemológica elemental: la experiencia social e histórica siempre excede el conocimiento que puede poseerse sobre ella. Este reconocimiento es la afirmación primera del materialismo, opuesta a las pretensiones de acceso a lo Absoluto – es decir, al punto de vista de Dios – propias del idealismo hegeliano. La ciencia empírica tiene esto claro desde hace tiempo: las hipótesis teóricas no son verificables empíricamente sino, en el mejor de los casos, apenas falsables. Esta crítica al dogmatismo o al apriorismo teórico no justifica, sin embargo, ceder al vicio simétrico del pragmatismo de quienes alegan que «el árbol de la vida es más rico que la gris teoría», para emancipar a la práctica de todo escrutinio crítico.
Reconocer una cultura teórica dogmática y apriorista dominante en la izquierda local es pertinente como introducción al análisis de las distintas posiciones teórico-políticas con las que se interpreta actualmente el proceso político venezolano. Por nuestra parte, creemos que el proceso bolivariano encierra muchos de los dilemas novedosos de la política revolucionaria del siglo XXI.
II
Durante los últimos años, el proceso venezolano ha estado en el centro de numerosos debates al interior de la izquierda y el activismo. Podemos, entonces, intentar perfilar una tipología de las interpretaciones más habituales que se han formulado al respecto. En primer lugar, puede encontrarse con facilidad entre sectores de la militancia popular una reivindicación acrítica, que idealiza románticamente al proceso y a su dirección. Este es el posicionamiento de un conjunto de corrientes que gustan autodefinirse como chavistas, y que se encuentran en el costado izquierdo del kirchnerismo y en cierta parte de la izquierda social e independiente surgida en la última década. Esta caracterización interpreta el proceso venezolano o bien como la actualización contemporánea de los populismos de los años 40/60 y de las luchas de liberación nacional, y lo colocan en la estela de los gobiernos «pos-neoliberales» de Lula y Kirchner; o bien como la continuación directa de la tradición revolucionaria del siglo XX, en la que el chavismo representaría las particularidades de un largo proceso de transición al socialismo en las condiciones sociales y políticas actuales.
Es importante advertir que el proceso bolivariano, pese a sus limitaciones, terminó ocupando el rol de referencia revolucionaria central para un ciclo de la lucha de clases. Salvando las distancias, lo mismo sucedió con la fuerza propulsora de la revolución de octubre que forjó al viejo movimiento obrero europeo o con las revoluciones china, cubana y sandinista que moldearon a sus respectivas generaciones militantes. Esto es perfectamente entendible: un hecho vale mucho más que una idea y la existencia de procesos políticos contemporáneos que muestran que efectivamente puede expandirse el «campo de lo posible», es una motivación fundamental para cualquier generación política. Pero, es necesario advertirlo, estas referencias tienden a convertirse para sus defensores en el criterio evaluativo de toda experiencia política, con la correspondiente idealización del «proceso-modelo» postulado.
Una posición inversamente simétrica a la idealización se expresa en los sectores hegemónicos de la izquierda tradicional, representados en el FIT (PO, PTS, IS). Su caracterización actualiza sin mayores sutilezas la caracterización de estos procesos como «nacionalismos de contenido burgués». Recuperando la categoría marxista de «bonapartismo», estas corrientes consideran que gobiernos como el venezolano o el boliviano tienen un sentido regresivo en el largo plazo, en la medida en que – a golpes de ciertas concesiones sociales – integran a las clases subalternas al Estado y al régimen social. El supuesto implícito es que las masas están dispuestas a ir más lejos en sus reivindicaciones, pero se encuentran transitoriamente bloqueadas por sus direcciones. El correlato práctico de esta posición consiste en embestir frontalmente contra el gobierno, tratando de emular, en condiciones muy diferentes, la posición de los bolcheviques frente al Gobierno de Kerensky («ninguna concesión al Gobierno Provisional»). El ejemplo representativo de esta posición en la misma Venezuela es el PSL (Partido Socialismo y Libertad) encabezado por el dirigente sindical Orlando Chirino, corriente hermana de Izquierda Socialista en nuestro país. Esta organización expresa la única aplicación de las posiciones del estilo del FIT en el mismo proceso venezolano. Esta política condujo a que un representativo dirigente sindical (que en sus inicios encabezó un partido marxista con peso social, el Partido Revolución y Socialismo, con posiciones de independencia política y apoyo crítico al proceso) se vuelque hacia un profundo aislamiento sectario, expresado en el hecho representativo de conseguir, durante las últimas elecciones presidenciales, menos votos en toda Venezuela que la lista de izquierda en la Facultad de Economía de la UBA. Los votos no son garantía de verdad ni de corrección política, pero sí un fuerte síntoma de aislamiento en el contexto de un proceso de masas como el que atraviesa al país caribeño desde hace más de una década.
Esta posición frente al proceso venezolano no sólo es propia de la parte mayoritaria de la izquierda política, sino también de referentes intelectuales del marxismo local, como Rolando Astarita. Este autor no ve en esta experiencia más que la repetición de procesos estatistas burocráticos (como el que encabezó, por ejemplo, el Kuomitang chino, el gobierno de Nasser o el peronismo) caracterizados por «la conducción de bonapartes » socialistas «, cultos a la personalidad, enriquecimiento del lumpen burgués, milicos en las cumbres del Estado y absurdas mezcolanzas de nacionalismos y socialismos burgueses» [1] . La presunción a la base es que una concepción democrática de la emancipación, inspirada en el lema que Marx grabó en el texto inaugural de la primera internacional («la emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos o no será»), es incompatible con cualquier apoyo parcial a un gobierno que no haya roto definitivamente con el Estado burgués. Entre la auto-actividad de las masas y la política gubernamental se establece, necesariamente, una relación de «suma cero». Fiel a sus ideas, Astarita firmó una declaración internacional de apoyo a Chirino para las elecciones presidenciales donde la derecha fascista no estuvo lejos de disputar el gobierno.
III
Más allá del proceso venezolano en tanto tal, con estas posiciones es necesario establecer un debate teórico de largo aliento. Las referencias indiscriminadas a «nacionalismos burgueses» y bonapartismos comete el error decisivo de descansar sobre una definición solamente «sociológica» de un proceso o gobierno, definiendo «a priori» su carácter de clase [2] . En estos casos, la categoría de bonapartismo intenta cubrir las lagunas empíricas inevitables de una concepción sociológica, y se convierte así en un término «atrapa-todo». Se tiende, entonces, a definir como bonapartista, sin mayores adjetivaciones o precisiones, a todo lo que no sea o bien un gobierno revolucionario de características socialistas revolucionarias (lo que se evalúa según la medida de lo sucedido en la Rusia soviética entre 1917 y 1923) o bien un gobierno derechista burgués clásico. De esta forma, la categoría de bonapartismo fue utilizada para caracterizar procesos de muy diferentes características: desde el nazismo/fascismo al castrismo cubano, del peronismo y los populismos latinoamericanos a los movimientos de liberación nacional en Asia y África.
El análisis de Marx sobre Bonaparte tiene una potencialidad teórica real, pero restringida. Se refiere a procesos donde un «empate social» o una aguda crisis política da lugar a la emergencia de un liderazgo fuerte que, basado en un ejercicio personal del poder, pareciera ubicarse «por encima de las clases» pero a los fines de conservar el régimen social a mediano plazo. Trotsky desarrolla esta categoría en sus textos tardíos, escritos en su exilio mexicano, cuando intenta caracterizar el particular nacionalismo del gobierno de Cárdenas. Allí percibe una dinámica progresiva en un gobierno que, aunque no tenía características socialistas, se apoyaba en el movimiento de masas para sostener algunos enfrentamientos parciales con el imperialismo. Trotsky denominó «bonapartismo sui generis» a este tipo de procesos. Así entendida, la categoría de bonapartismo preserva la concepción sociológica, pero de forma mediada. Supone un avance teórico respecto a una concepción meramente apriorística, en la medida en que incorpora un elemento de dinámica política en la naturaleza misma de los fenómenos bonapartistas, pero bloquea su potencialidad teórica en la medida en que queda estrictamente subordinada a una «determinación sociológica en última instancia». Lo que está en el centro del debate contra la aplicación indiscriminada de esta categoría es la posibilidad de definir el carácter de clase de un gobierno haciendo abstracción de la experiencia que el movimiento de masas hace con él, de la dinámica política que suscita y de cómo impacta en las clases subalternas y en sus procesos organizativos [3] .
IV
No ceder a las caracterizaciones sectarias frente al proceso bolivariano, no requiere postular una supuesta transición al socialismo actualmente en curso en el país caribeño. A nivel de sus políticas públicas y del modelo productivo promovido, resulta evidente que no se han superado los límites de un «Capitalismo de Estado», con fuerte dependencia de la renta petrolera aunque con inusuales niveles redistributivos. En paralelo, sí se han desarrollado algunas experiencias (como los consejos comunales y el control obrero de algunas empresas y ramas de la industria), que contienen elementos abiertamente disruptivos respecto a toda normalidad capitalista y que podrían ser embriones de una nueva institucionalidad en una tentativa radicalización socialista y democrática del proceso. En cualquier caso, el valor de esta experiencia no radica, por el momento, en su presunta transición hacia el socialismo sino en la capacidad demostrada para promover una enorme acumulación de fuerzas para las clases subalternas. Esta es la tercera interpretación posible del proceso en curso, y que tiene expresión militante en la propia Venezuela, tal como representa, entre otros, el grupo Marea Socialista, corriente marxista revolucionaria en el PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela).
IV
Más allá del análisis estricto de la coyuntura venezolana, este proceso podría estar planteando una «hipótesis estratégica» revolucionaria, alternativa a los modelos clásicos insurreccionales o guerrilleros, implausibles en la actual etapa (de democracias parlamentarias consolidadas y Estados «hegemónicos»). Los complejos escenarios del cambio social en la etapa actual parecieran exigir una articulación entre independencia programática y organizativa y la posibilidad de apoyos parciales a gobiernos de orientación antiimperialista que, sin lograr una ruptura total con la burguesía, favorezcan procesos de radicalización social y política [4] .
Posiblemente el precedente histórico para pensar procesos de estas características no sean los populismos latinoamericanos, sino la experiencia de la Unidad Popular chilena. Estas experiencias abonan la tesis de que posiblemente una transición hacia el socialismo en las condiciones actuales pase por una etapa intermedia en la que un auge de masas sea capitalizado por una dirección reformista que se imponga en un contexto de crisis de hegemonía. Esta situación puede dar lugar a un escenario donde la institucionalidad democrático-burguesa se vuelva el marco inestable donde se manifieste la radicalización política de las masas y los ascendentes enfrentamientos de clase. Estas experiencias relativizan la tesis clásica de que los gobiernos «bonapartistas» tienen indefectiblemente un rol histórico regresivo al verticalizar y neutralizar el movimiento de masas. En procesos de esta naturaleza, se hace evidente la improcedencia del vanguardismo sectario que acomete directamente contra los gobiernos reformistas, desprendiéndose del desarrollo subjetivo de los sectores populares. Se torna prioritario allí acompañar la experiencia política de las masas, participar de instancias de frentes único anti-imperialista, oponerse a los embates golpistas de las derechas y apuntalar cualquier tendencia que permita radicalizar el proceso político.
Puede encontrarse un antecedente de estas concepciones en las reflexiones de los últimos congresos de la Internacional Comunista (antes de su estalinización) frente a los gobiernos regionales de Turingia y Sajonia, y en la táctica correspondiente que se cristalizó en la consigna transicional del «gobierno obrero». Dicha política consistía en la participación de los revolucionarios en gobiernos parlamentarios encabezados por corrientes obreras reformistas, en condiciones de fuerte crisis social y política pero donde las instituciones burguesas no habían sido destruidas. La Internacional Comunista entendía esta política como la posibilidad de establecer un gobierno «intermedio», que facilitara el desarrollo político de los trabajadores, quebrara la resistencia de la burguesía y sedimentara las condiciones para una ruptura definitiva con el estado burgués.
La combinación de fenómenos de auto-organización popular junto a la ocupación de posiciones en el marco de la democracia burguesa (y la inevitable confrontación consiguiente con la contra-revolución), pueden ser coordenadas posibles para un proceso revolucionario en las actuales condiciones sociales y políticas. En procesos de estas características es inevitable la relación tirante y compleja entre las direcciones políticas y gubernamentales, nacionalistas o reformistas, y los sectores revolucionarios que se proponen una ruptura decisiva con el Estado burgués. Una estrategia socialista, para ser tal, debe desarrollarse evitando un doble peligro: por un lado, el vanguardismo sectario que se desprende del desarrollo subjetivo y organizativo de los sectores populares; por el otro, la adaptación populista a la dirección de estos procesos.
…
Todavía adolecemos de suficiente «base empírica» para formular hasta el final una estrategia socialista acorde al actual periodo. Necesitamos nuevas experiencias históricas y acontecimientos fundacionales de la lucha de clases, para poder resituar el debate estratégico sobre un nivel superior. Así ha funcionado en el pasado con, por ejemplo, la Comuna de París – que le permitió afirmar a Marx que se estaba frente a la «forma política finalmente encontrada para la emancipación económica del trabajo» -; con la revolución de octubre – con la que se forja, en el aspecto teórico y práctico, el movimiento comunista internacional-; con la derrota de las insurrecciones de 1917-1921 en Europa occidental – que dan lugar a las «reflexiones desde la derrota» de Antonio Gramsci -; con la contra-revolución estalinista – frente a la que surge laoposición de izquierda y la Cuarta Internacional – o con la revolución cubana – que apuntala la emergencia de una nueva izquierda revolucionaria durante los años sesenta y setenta.
Esto no significa que no podamos avanzar en el terreno estratégico hasta que esté planteada la lucha directa por el poder. Por el contrario, contamos con la memoria y las lecciones históricas de la tradición socialista, que es necesario recuperar y revisar; adeudamos todavía un balance a fondo de las derrotas revolucionarias y de las experiencias burocráticas del siglo pasado; y tenemos que afrontar con apertura desprejuiciada las novedades y características que plantean la lucha de clases contemporánea. Suficientes razones para ponerse a trabajar seriamente.
Una versión ligeramente resumida de este artículo fue publicada en la revista digital La Barraca: http://revistalabarraca.com.ar/?p=415
[1] Ver «Chavismo o independencia de clase» de Rolando Astarita en: http://rolandoastarita.wordpress.com/2014/03/19/chavismo-o-independencia-de-clase/
[2] Un debate más exhaustivo contra la concepción «sociológica» puede encontrarse en Sanmartino, J. (2014) Estado, poder y socialismo en Venezuela: algunos debates en la izquierda radical, en http://www.democraciasocialista.org/?p=2832
[3] Obviamente excede a las posibilidades de este texto el debate sobre las alternativas teóricas a lo que denominamos aquí «concepción sociológica», predominante en el marxismo tradicional. Sin embargo quisiéramos apuntar que no compartimos la posición inversa, característica del politicismo posmarxista (Laclau, Ranciere, etc.), que reduce la lucha política a articulaciones discursivas, desarraigadas de toda determinación estructural. Al respecto, ver «¿Existe «lo político»? Posmarxismo o crítica del capital» de Facundo Martín, en Revista Contra-tiempos, número 1, actualmente en prensa.
[4] Para un desarrollo mayor de este debate estratégico ver Martín, F. y Mosquera, M. (2014)
¿Qué organización, para qué estrategia? http://www.democraciasocialista.org/?p=2647 y (2014) Una ventana a la crisis de la izquierda independiente, http://www.democraciasocialista.org/?p=2863