Sobre los conceptos progreso, mito (dioses, ideologías, relatos y, ahora, fake news), bondad o maldad natural del ser humano y miedo al futuro giran desde hace 10.000 años, en cada momento histórico de un modo singular, los grandes temas políticos de las sociedades que se han ido construyendo desde la eclosión de la agricultura, la propiedad privada y los primeros asentamientos urbanos.
Cuenta el ensayista francés Michel de Montaigne que en el siglo XVI tres “salvajes” o “bárbaros” de la tribu o etnia amazónica tupinambá, hoy diríamos brasileña, fueron “invitados” a la corte del rey Carlos IX.
Durante su estancia en tierras galas, les mostraron los grandes logros de la civilización occidental. Al parecer, “ellos” miraron con atención y máximo respeto todo lo que vieron a su paso.
Tras el recorrido turístico, sus tutores les preguntaron qué les había parecido el tour turístico. Está claro que los anfitriones esperaban una valoración positiva de la sociedad blanca.
Montaigne recoge que los presuntos salvajes, cabe suponer que de modo asertivo para no herir susceptibilidades ajenas, no podían entender ni asumir que las clases bajas, mendicantes y miserables no se rebelaran de inmediato y ocuparan por la fuerza los fastuosos palacios de los reyes y la aristocracia.
Para la cultura “atrasada” de los tupinambás la desigualdad obscena que vieron con sus propios ojos era intolerable e injustificable.
Seguro que argumentarían para defender su punto de vista que en sus sociedades tribales la igualdad era un valor no negociable. Todo era de todos. Vivir en comunidad estaba por encima de privilegios y subjetividades particulares. Compartir los recursos básicos era primordial para la concordia y la vida cotidiana.
Se desconoce que contestaron los prebostes de la nobleza francesa. Probablemente se sorprendieron mucho con la perspectiva de esos bárbaros desharrapados que todavía vivían en el mito del comunismo primitivo. Es muy fácil ver el mito en ojo ajeno y extremadamente difícil verlo en el propio.
Hace 10.000 años
Las inferencias arqueológicas hablan de que las comunidades de cazadores-recolectores las conformaban grupos de no más de 30/35 individuos que llevaban una vida nómada tomando las piezas de caza y los frutos que encontraban por el camino. El cuidado de los hijos, además, era responsabilidad de todos los adultos.
Caminaban para buscarse la vida y es de suponer que se encontraban en su deambular con otros grupos con los que compartían experiencias alrededor de una fogata y alguna vianda cazada en la mañana. Hay vestigios de relaciones maritales entre grupos distintos, esto es, su vida iba más allá de la endogamia exclusiva o cerrada a cal y canto a los “inmigrantes”.
Pero un buen día (o infausto, según se mire) el ser humano empezó a domesticar semillas y ganado. Y se dijo, basta de hacer camino al andar, aquí me quedo. Surgieron las aldeas y las ciudades. La propiedad privada y las castas. Los sacerdotes, los militares y los reyes. En suma, la sociedad jerárquica, las clases, los mitos y las ideologías. A un lado, los productores de bienes y al otro los fabricantes de relatos oficiales que justificaran el orden social imperante.
Aunque sea de modo metafórico o simbólico, el cambio fue radical. El cazador-recolector buscaba siempre nuevos horizontes y se encontraba con otras comunidades por el camino. Nadie tenía que defender un terruño ni una cultura superior ni un dios omnipotente, belicoso y dogmático. Todos los grupos eran caminantes que vivían en la senda que se hace diariamente. El ser humano que surgió con la agricultura y la propiedad privada se posicionó en el centro de un territorio. Desde ese punto central, girando sobre sí mismo, todo era horizonte hostil. Estaba rodeado de miedos y peligros. Todo lo que se avistara a lo lejos era una amenaza potencial.
La psicología del ser humano había cambiado para siempre. El horizonte era fijo. Y todo lo desconocido era por principio peligroso. Lo bueno era lo mío, mi cultura, mi pueblo; lo malo hablaba otros idiomas: era extranjero, era distinto, era raro, era peor.
Quizá en esos instantes pudo nacer los rudimentos de un protopensamiento ético o moral. La dicotomía bueno-malo se adueñó del relato social y político.
Las sociedades complejas tenían que justificar sus procedimientos políticos y sus evidentes y obvias desigualdades sociales.
La ética empezó como credo religioso o moral para apuntalar el orden establecido, que es tanto como decir que las castas dominantes elevaron a universal su ética para justificar las jerarquías inamovibles y hereditarias avaladas por mandatos divinos de un más allá mítico.
Hobbes y Rousseau
Dando un gran salto en el tiempo, llegamos a Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau, dos filósofos de los que brotaron sendas ramas poderosas que llegan hasta nuestros días.
Hobbles, en su Leviatán, piensa que el ser humano es malo por naturaleza, egoísta, que solo se mueve por el interés propio: el hombre es un lobo para el hombre. De ahí que sea necesario una sociedad jerárquica y disciplinaria que someta las pasiones incontroladas del pueblo llano. El Estado está ahí para atajar las desviaciones y sacar el máximo partido a escala social del egoísmo individual, que considera legítimo, aunque precise de violencia institucional para no terminar en el caos primitivo, que para Hobbes era el de la guerra y la rapiña permanentes.
Rousseau, por su parte, consideraba que el ser humano nacía con su mente a cero. Eran el contexto social, la educación, la civilización y su propia experiencia los que creaban su conducta egoísta, antisocial y amoral.
El buen salvaje, vino a decir a trazos muy gruesos, no era especialmente belicoso. Vivía en armonía con la naturaleza y fomentaba la solidaridad entre todos sus miembros. Las subjetividades estaban por debajo del espíritu de igualdad y comunidad compartida activamente entre todos. Es más, cuando un individuo se jactaba de que era un as en la caza, el resto de la tribu ridiculizaba sus logros para que no naciera en él un sentimiento de superioridad que disolviera la igualdad imperante. La vergüenza de ser ridiculizado por el resto de la tribu hacía que las ínfulas de liderazgo estuvieran bien controladas.
Las ideas de Rousseau y Hobbes han teñido las disputas contemporáneas acerca de la presunta maldad o bondad de origen de los seres humanos.
En las fiestas navideñas de 1914, durante la Primera Guerra Mundial, en las trincheras del frente europeo, los soldados y suboficiales de ambos bandos, ingleses y alemanes, firmaron una tregua tácita, bebiendo y cantando juntos si nostalgia por la paz en tierra de nadie.
Incluso se avisaban cuando sus respectivos estados mayores habían ordenado una ofensiva. Poneos a resguardo, aunque intentaremos disparar a lo alto para no causar bajas irremediables. Eso se dijeron unos a otros contendientes, lo que provocó estupefacción entre los generales de los dos ejércitos.
Ello viene a demostrar que las elites y el pueblo tienen intereses encontrados. Luchan por motivos diferentes, de ahí que haya que inventarse conceptos o categorías de conveniencia tales como nación, libertad o democracia para unir perspectivas dispares.
¿Es bueno o malo el ser humano? Depende del contexto y los mitos que deshumanizan al presunto “contrario”, adversario o enemigo. Los enemigos también son una construcción social compleja para esconder los intereses de clase genuinos. A esa estrategia hoy se le llama geopolítica.
Cuenta la crónica histórica que el gobierno británico estaba muy preocupado ante los más que probables bombardeos nazis de Londres en la Segunda Guerra Mundial.
Las elites pensaban que ante una devastación colosal la sociedad se sumiera en el caos y el pueblo bajo se diera al robo y rapiña indiscriminada.
Nada de eso sucedió, la vida cotidiana continuó con cierta normalidad. Las gentes se ayudaban solidariamente. La lección es rotunda: los perjuicios y el desprecio hobbesiano de las clases dominantes por los trabajadores fue esclarecedor. Sus prejuicios y sus propios miedos dictaron sus formas de hacer política.
Pero el aclamado Churchill y los suyos no aprendieron nada del suceso. Tenían en mente, ya avanzada la contienda, bombardear las principales ciudades alemanas para minar la moral de resistencia del pueblo alemán, Pensaban que de esta manera Hitler y sus secuaces perderían apoyo popular.
Mandaron realizar estudios de campo entre la población alemana para pulsar su estado de ánimo ante un ataque aéreo demoledor. La opinión que se recogió sugería que el pueblo alemán no se iba a amilanar ante la catástrofe que se avecinaba. Iban a seguir fieles a sí mismos y resistir como pudieran.
Ese informe secreto fue desestimado. La solución militar estaba decidida de antemano. Churchill bombardeó con ferocidad Dresde. La mortandad fue escandalosa entre la población civil. Pero la gente resistió como pudo. Con solidaridad y empatía por el prójimo. Incluso cuentan las crónicas que integrantes de las juventudes hitlerianas ayudaron con ahínco a sus conciudadanos.
Hitler y su régimen nazi han pasado a la posteridad como criminales asesinos. Con toda justicia. Churchill, por el contrario, está en un pedestal áureo. Ya lo dijo él mismo: la posteridad me tratará bien porque yo mismo voy a escribir la historia en forma de memorias. Ya lo dijo Voltaire mucha antes: la Historia la escriben los vencedores.
Otra vez nos asalta la inquietante pregunta. ¿el ser humano es bueno o malo por naturaleza?
El señor de las moscas y la isla de Ata
A mediados del siglo XX, el escritor británico William Golding lanzó al mundo entero su obra El señor de las moscas, una ficción en que una avión con escolares británicos se estrella en una isla desierta.
Los chavales tienen que crear una sociedad desde la nada. El conflicto permanente y las rencillas convierten la isla en una sociedad depredadora y egoísta. Emergen liderazgos y disputas por el poder y por las cuestiones más nimias. Se matan entre ellos.
Cuando tropas británicas encuentran a los supervivientes, lo que ven es dantesco. Un oficial militar se pregunta, ¿cómo es posible que esto haya sucedido entre chicos educados en los mejores colegios del Reino Unido? En realidad, es una pregunta retórica que lleva su respuesta implícita. La civilización occidental de corte capitalista ha fabricado ciudadanos a su imagen y semejanza.
La visión de Golding es pesimista. Luego supimos que era un profesor severo, un padre inflexible y un simpatizante de las doctrinas nazis. En suma, un ser atormentado por sus propios prejuicios.
No obstante, El señor de las moscas ha sido y es una de las lecturas de referencia entre los adolescentes de medio mundo. Se dice que es una historia realista sobre la condición humana.
Lo que mucha gente no sabe es que la trama de la novela ha sucedido en la realidad.
Fue por los años 60. Un grupo de chavales polinesios querían ver mundo por sus propios medios y tomaron prestado un barco para aventurarse a la mar.
Su travesura fue cortada de cuajo por una feroz tormenta que hizo naufragar su nave en un territorio ignoto y deshabitado, la isla de Ata.
Lo primero que hicieron para salir adelante es establecer unas normas mínimas de convivencia, entre las que incluyeron divertirse todo lo que pudiesen.
Construyeron cabañas, cazaban lo que estaba a su alcance y plantaban o sembraban lo que buenamente podían. Cuando surgía algún conflicto interpersonal mandaban a los oponentes que se marcharan a distintos confines de la isla. Y que volvieran pasado un tiempo prudencial. La reflexión en soledad surtía el efecto buscado: regresar a la armonía social y el buen rollo.
En resumen, los chavales de la isla de Ata aprendieron a vivir en sociedad sin manipulaciones mediáticas ni miedos basados en mitos ancestrales. Construyeron convivencia desde la igualdad. Y promulgaron leyes justas, compartiendo los recursos que les brindaba la naturaleza de manera equitativa.
¿Es bueno o malo el ser humano?
Dos historias más para intentar clarificar la cuestión planteada.
Disparar al aire
Datos empíricos demuestran desde la Guerra de Secesión Americana que solo uno de cada diez soldados dispara a matar en las guerras. Unos disparan al aire y otros se hacen los remolones con gestos de cargar y recargar constantemente para evitar apretar el gatillo.
Varios estudios confirman este hecho empírico. Los generales y estrategas de las guerras lo saben muy bien. De ahí la severa disciplina y los automatismos mentales que enseñan a los nuevos reclutas. Hay que hacerlos duros y deshumanizarlos a conciencia (nunca mejor expresado) para que maten al enemigo sin pensárselo dos veces.
El último ejemplo para conocer si el ser humano es bueno o malo desde que sale al mundo es muy reciente. El huracán Katrina devastó la ciudad de Nueva Orleáns en 2005 dejando un rastro de muerte y dolor considerables. Los mass media empezaron a difundir conjeturas de que en la ciudad cundía el caos, los robos y los asesinatos. Otra vez Hobbes en acción y las bajas pasiones humanas como protagonistas estelares de la Historia. Todo mentira. Pero con este caldo de cultivo creado a propósito, el gobierno federal estadounidense desplegó en la zona 73.000 efectivos militares. Para las elites, la seguridad (“su propia seguridad”) es vital.
Lo suyo es que hubieran enviado alimentos y médicos, pues no lo primero fue acotar el presunto peligro de insurrección y después ya se iría viendo sobre la marcha,
En Nueva Orleáns hasta la policía municipal se juntó a la ciudadanía para socorrer a las víctimas. Hubo una gestión espontánea de los recursos públicos y privados: se ocuparon casas que seguían en pie para los damnificados y se distribuyeron alimentos básicos de tiendas comerciales abandonadas para dar de comer a la gente hambrienta.
¡Atentado a la propiedad privada! ¡Rapiña! ¡Comunismo en ciernes! Eso vociferaban los medios de comunicación para justificar las soluciones agresivas y de control de carácter policial y militar.
Hubo muertes evitables ocasionadas por las fuerzas de seguridad gubernamentales. Había que defender el statu quo y la sacrosanta propiedad privada. Contra viento, marea y huracanes.
Para las elites, una vez más, el ser humano (el pueblo, la clase trabajadora) es malo por naturaleza. Sus miedos construyen su ideología y alimentan sus prejuicios de clase.
Si volvemos la vista atrás, a nuestros antepasados remotos, todavía resulta un misterio para los investigadores cómo fue posible que los Neanderthales desaparecieran de la faz del planeta Tierra.
La tesis más antigua explica ese misterio como una aniquilación violenta por parte del Homo Sapiens,
Esa interpretación prehistórica está hoy en receso.
Los Neanderthales tenían cerebros más grandes y eran más corpulentos pero sus interacciones sociales eran menores. Por así decirlo, eran más individualistas. Todo lo contrario que el Homo Sapiens, que basó su preeminencia en un yo social más fuerte y equilibrado.
Los zorros plateados de Beliáyev y Trut
El resto, probablemente, lo hizo la evolución. El yo social, la empatía y la inteligencia emocional ganaron la partida a los huraños francotiradores individualistas.
En este sentido hay un curioso estudio científico de los biólogos evolucionistas rusos Dimitri Beliáyev y Ludmila Trut. Lo realizaron en Siberia durante varias décadas. Su objeto de estudio fueron los zorros plateados.
Cada mañana elegían entre los ejemplares menos agresivos para su reproducción. En varias generaciones el zorro plateado original se convirtió en casi un perro dócil que jugaba con ambos científicos, incluso ensayando una especie de ladrido característico y singular. Los nuevos zorros plateados presentaban rasgos más dulces y redondeados y se mostraban totalmente amistosos con el ser humano. Eran también más inteligentes que sus ancestros salvajes.
¿La selección natural pudo hacer algo similar con el ser humano? Quizá aún sea pronto para avanzar una respuesta definitiva.
A este respecto hay una línea de investigación en pañales todavía que anticipa que todos los seres humanos venimos al mundo con un esquema ético o moral básico, que luego se va conformando y perfilando en cada contexto histórico y social. Se basa en la famosa teoría de la gramática generativa de Noam Chonsky, que viene a decir que todos los bebés nacen con unas aptitudes de lenguaje naturales que se van desarrollando posteriormente en el transcurso de la vida.
Llegamos a la actualidad y los mitos siguen vivos.
Podemos resumir nuestra forma de creer (e interpretar la realidad) en algunos hitos históricos fundamentales. Todo pudo comenzar con el creo para sobrevivir de los cazadores-recolectores. El auge del cristianismo se concentra en el archiconocido eslogan de Tertuliano: creo porque es absurdo. Agustín de Hipona quiso dar barniz filosófico a su época: creo para entender mi mundo y salvarme para toda la eternidad. La muerte de dios y el incipiente capitalismo dio protagonismo a los desheredados de la modernidad. Con Marx, el proletario se dijo a sí mismo que creo para transformar el mundo.
Con el desencanto de las experiencias del socialismo real, surgió la sociedad del espectáculo de Guy Debord. El lema era ahora creo para olvidar y entretenerme, para pasar por la vida de puntillas y evadirme de los problemas cotidianos.
Con la caída del muro de Berlín y la posmodernidad académica (presuntamente de izquierdas), el fin de la Historia y de los grandes relatos echaron el cierre a las utopías por un mundo mejor y más igualitario. La salvación reside desde entonces en la subjetividad a ultranza: creo para ser auténticamente yo.
Hoy podríamos decir que vivimos inmersos en el sueño del transhumanismo predicado por Silicon Valley: el ser humano a medio camino entre la máquina inteligente y un poco de humanidad residual. El meme actual es creo para ser más que yo mismo.
Terminamos el siglo XX con el mensaje de diseño que nos anunciaba a bombo y platillo la sociedad del ocio, la comunicación y el pleno empleo. Todo se quedó en agua de borrajas con la crisis de 2008.
Ya se anuncia por el horizonte inmediato, si bien con sordina, que la próxima batalla se dará por nuestras mentes. La guerra cibernética ya está aquí. Los enemigos son invisibles: los gobiernos populistas, las multinacionales, los hackers… Aunque ahora global, seguimos habitando la aldea fundacional de los primeros asentamientos urbanos de hace alrededor de 10.000 años. Cada cual somos el ombligo del mundo y estamos rodeados de peligros desconocidos.
Nos están inoculando un nuevo miedo universal: vienen a por nuestras mentes. Y no hay antídoto social que pueda detener esta guerra tan peculiar. Búscate la vida.
Nos hablan de la mente, pero todo sigue sucediendo en la carne, en el mero cuerpo. Los despidos empresariales, los desahucios, las zozobras ante un futuro incierto, las pandemias que vendrán… No hay mente por un lado ni cuerpo por otro. Esa dualidad de alma y carne ya hace tiempo que fue desterrada por la ciencia.
Sin embargo, la mente (o el alma) sigue teniendo en el imaginario popular un poder evocador de misterio terrible e insondable o enigma tenebroso.
¡Vienen a por nuestra mente! El pánico está servido. Valdría decir como colofón que somos lo que nos enseñan. Ni buenos ni malos: puro devenir histórico y contexto social. Nos vamos haciendo unos con otros, unos a otros. Todos somos vulnerables. Todo es contingente. Todo es movimiento incesante desde que el big bang creó el tiempo y el espacio. Todo es política y lucha de contrarios.
De momento, da la sensación de que Hobbes le está ganando la partida a Rousseau. El cambio de tendencia solo será posible desde la conciencia colectiva. Nada está escrito de antemano pero sí muy condicionado por el sistema político en el que vivimos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.