Recomiendo:
0

Entrevista a Andrés de Francisco sobre "La mirada republicana" (I)

«El proyecto de emancipación social que propone la izquierda tiene como eje la libertad democrática. Por ello, la emancipación del mundo del trabajo es necesariamente su primera concreción práctica»

Fuentes: Rebelión

Andrés de Francisco es doctor en filosofía y profesor titular en la Facultad de CC. Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en el campo de la metodología y la teoría social, donde ha publicado Sociología y Cambio social (Barcelona, Ariel: 1997) y Capital Social (Madrid: Zona Abierta, 2001). Miembro fundador […]

Andrés de Francisco es doctor en filosofía y profesor titular en la Facultad de CC. Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en el campo de la metodología y la teoría social, donde ha publicado Sociología y Cambio social (Barcelona, Ariel: 1997) y Capital Social (Madrid: Zona Abierta, 2001). Miembro fundador el Grupo de Sociología Analítica (FES) y coautor del manifiesto «Por un Giro Analítico en Sociología» (RIS, vol. 67, 2009), la filosofía y teoría políticas es otro campo de su interés. En este ámbito ha publicado numerosos artículos además de Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2005) y Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano (Madrid: La Catarata, 2007). Su último libro, La mirada republicana , nudo central de esta conversación que se ha desarrollado a lo largo de las dos primeras semanas de abril, ha sido editado también por los Libros de la Catarata (2012).*

Escribes en la introducción del libro que La mirada republicana es más filosófico que Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano. El papel que juega la ética -y la identidad- en el libro que vamos a comentar es mucho más importante, señalas. No estaría mal entonces aclarar un poco este concepto. ¿Qué es la ética en tu opinión?

La ética constituye lo que uno es, y tiene que ver con la acción. Somos lo que hacemos, pero podemos hacer las cosas con verdad, con virtud -con prudencia y moderación, por ejemplo-, con libertad y por ellas mismas. En ese caso, porque nuestra acción es ética, y hacemos las cosas bien, podemos alcanzar una buena vida. Siempre, claro está, con un poco de ayuda de la fortuna y con determinadas condiciones materiales y emocionales. De lo contrario, sin ética -actuando con mentira, sin prudencia ni cabeza, sin libertad ni excelencia, servil e instrumentalmente-, terminamos estropeando nuestra vida. Y, punto por punto, lo mismo podría decirse de la ética pública. Una sociedad sin identidad ética no será una sociedad feliz. Los clásicos pensaban que podíamos aprender a vivir bien, siempre en un camino de ida y vuelta entre lo privado y lo público. Por ejemplo, la justicia -y la ley que la expresa- es una virtud central de las instituciones sociales para el republicanismo, pero también es una virtud privada. Y de la misma manera que podemos formarnos buenos hábitos, también podemos diseñar bien las instituciones para que apunten hacia el bien público y la justicia política.

La mirada republicana que propones, señalas también, es en realidad una mirada desde la izquierda, también a la propia tradición republicana, que, afirmas, es compleja y diversa. Luego hablamos de esta diversidad y complejidad, pero te pregunto sobre el otro vértice. ¿Qué es la izquierda para ti?

Para mí la izquierda es un proyecto y un movimiento, un sistema de ideas y un sistema de fuerzas sociales, es utopía y acción, teoría y praxis. Por supuesto, en permanente relación dialéctica, pensando en y desde el interior de la propia praxis. Ya sé que esto puede parecer un tópico, pero desgraciadamente no siempre se ha verificado. En la izquierda, en efecto, ha habido muchas veces acción sin pensamiento y pensamiento sin acción. En cualquier caso, ambos polos -el de la agencia y el de la conciencia- señalan un único norte: la emancipación social. A mi entender el proyecto de emancipación social que propone la izquierda tiene como eje la libertad democrática. Por ello, la emancipación del mundo del trabajo es necesariamente su primera concreción práctica. Cuando menos, esto implica tanto una cultura política que pivota sobre el gran valor de la aequa libertas como una cultura emocional con dos cuerdas bien tensadas: la indignación y la compasión. Una sociedad no podrá ser democrática si no se indigna ante el privilegio, esté donde esté, pero tampoco si no compadece al que la fortuna deja tirado. Si se piensa, por debajo de todo ello hay un valor no relativo sino absoluto: la dignidad humana.

«Emancipación del mundo del trabajo» dices. ¿Puedes aproximarnos a este concepto?

El hombre produce su existencia; no le queda otra. Por eso el trabajo es una categoría antropológicamente central, un factor de hominización. Y trabajar significa objetivar finalísticamente capacidades transformadoras y meta-transformadoras: porque transformamos materia para fabricar herramientas con las que seguir transformando materia. Sin embargo, el objetivo último de ese proceso -y esto es decisivo- no es el trabajo sino la vida, no es la producción de objetos sino la reproducción de la vida, la satisfacción de las necesidades humanas. El proceso de trabajo es un proceso cognitivamente complicadísimo (sólo al alcance de un cerebro muy desarrollado) y de una enorme riqueza creativa que, andando el tiempo, da en la técnica moderna y en la misma ciencia como fuerza productiva. En la civilización industrial, de hecho, el proceso de producción de la existencia a través del trabajo incorpora una cantidad gigantesca de saber científico-técnico, de cultura material históricamente acumulada. En sí mismo, por su creatividad, su racionalidad, su complejidad, el trabajo no sólo es un proceso específicamente humano sino que puede realizar la propia esencia humana, su riqueza intrínseca, permitiendo la expresión multifacética de sus polivalentes capacidades.

Pero el hombre no trabaja solo. Antes al contrario, organiza socialmente la producción. Y aquí viene el problema. Durante la mayor parte de la historia de nuestra especie, la organización social de la producción ha sido eminentemente cooperativa: división sexual del trabajo y, sobre esa base, caza y recolección cooperativas. La horda primitiva, pequeña y nómada, sin excedente que acumular, va y viene, y se reproduce sin conocer la opresión ni la explotación. Con la propiedad, la riqueza excedentaria y la desigualdad, se hace posible que unos -los que no tienen medios de vida- trabajen para otros. Surgen las clases. Y surge el Estado como garante de los derechos de propiedad. A partir de ahí, el trabajo se convierte en una actividad alienada -ni libre ni autorrealizante, sino sometida y castrante- y la fuerza de trabajo en un bien de uso susceptible de ser explotado. Mediante la lucha de clases, que ha solido decantarse del lado de la riqueza y la propiedad, este esquema de dominación se reproduce y se amplia, dando de sí un escenario en el que unos pocos tienen más de lo que se merecen y el resto -los muchos- tienen menos de lo que necesitan, entre otros bienes, el de su libertad real.

Por eso digo que la emancipación de la sociedad pasa necesariamente por la emancipación del mundo del trabajo. Y como ese mundo constituye la base social de la democracia radical antigua, uno las dos cosas: democracia y emancipación de la clase obrera. Marx daba tanta importancia a este concepto de emancipación que no se conformaba con que el trabajo fuera una actividad instrumental (bien que autorrealizante y libre), sino la primera necesidad vital. Yo no iría tan lejos, aunque la idea es maravillosa.

¿Y cómo deberíamos entender ese valor no relativo que llamas dignidad humana? Por lo demás, ¿qué quieres apuntar cuando afirmas que un valor es absoluto? ¿Deberíamos hablar de lo mismo exactamente todos los seres humanos cuando hablamos de dignidad humana? ¿No juega un peso en este ámbito la cultura, nuestras tradiciones, nuestra época histórica, nuestros sueños, nuestras mismas limitaciones,…?

Tal vez tengas razón, aunque me cuesta trabajo pensar en un concepto de dignidad que no pase por el de libertad de la opresión. No veo cómo se puede ser digno estando sometido, en una condición servil, sin poder decidir por uno mismo, siendo alieni iuris. O sin autodominio, que es la clave de la libertad interior. Mucho menos lo veo si el servilismo es voluntario e instrumental, que también hay esa clase de indignidad.

Hablas también de una izquierda con veleidades totalitarias y pseudo-igualitaristas que se ha permitido «el lujo» de olvidar el valor central de la libertad y el pluralismo. ¿A qué izquierda te refieres? ¿Por qué esa izquierda ha olvidado algo tan esencial?

Mira, yo leo a Marx y veo claramente que toda su lucha -teórica y práctica- se orientaba a vencer la dominación, a alcanzar una sociedad libre de la opresión y libre de la necesidad, que son dos libertades -como sabes- conectadas en la tradición republicana. Y, huelga decirlo, alguien que, como él, defendía la ética de la autorrealización individual, no podía dejar de asumir el principio del pluralismo; porque no vamos a pretender que en la sociedad emancipada todos fuéramos a realizarnos de la misma manera, ¿no?

Y luego leo a Gerald Cohen -al que por otro lado admiro mucho- y me encuentro con que en su utopía socialista lo que cuenta es la igualdad y la comunidad. Valores centrales, desde luego, pero de los que se ha caído la libertad. Una comunidad de iguales, sin embargo, puede ser un sitio horrible sin pluralismo y sin libertades. Sin libertades, cuidado, también modernas, esto es, sin derechos de libertad en el mejor sentido liberal. Esos que sólo solemos apreciar -como la salud- cuando se pierden.

Me refería a una izquierda que, diciéndose marxista, construía lealtades pro-estalinistas y caía presa de las simplificaciones de la guerra fría. Creo que en ese caldo fue donde se cultivó la escisión entre libertad e igualdad, fatal para la izquierda, escisión que cedía a la derecha esos «despreciables» derechos de libertad «negativa» propios del liberalismo burgués. Y, claro, ellos: ¡encantados! Ellos, que desde Benjamin Constant hasta el guerrero frío, Isaiah Berlin, venían reclamando la libertad de los modernos como cosa suya. Mientras, nosotros renunciábamos no sólo a ésa sino también a la otra libertad -la libertad positiva como autogobierno- en una pésima lectura de la idea de la dictadura del proletariado, que no era otra cosa que democracia antigua y Comuna de París. Seguramente no entendimos bien que la mejor forma de garantizar los derechos de libertad -también los «negativos»- y el pluralismo bien entendido era ejerciendo y profundizando en el autogobierno democrático.

Lo que ocurre es que la izquierda ha tendido a cultivar una cultura organizativa interna muy autocrática. También, por supuesto, los partidos socialdemócratas con sus aparatos burocráticos y sus oligarquías dirigentes. Casi siempre los giros autocráticos están justificados en las circunstancias inmediatas de la lucha política, pero terminan generando inercias nefastas que acaban por devorar la soberanía democrática y por reproducir la cultura elitista de la dominación, en el partido y en la sociedad. En realidad, la cosa viene de lejos. Trotski lo vio perfectamente en 1904 con su crítica del «substituismo» leninista. Y Rosenberg recuerda en su Historia del bolchevismo que Marx y Engels tenían fuertes tendencias autocráticas en su forma de entender el liderazgo y la dirección comunista. Y Althusser en ese librito magnífico -Lo que no puede durar en el partido comunista- denuncia cómo el PCF se ha convertido en una autocrática «máquina» de dominación interna. Enorme paradoja de la izquierda transformadora: el proceso de emancipación democrática exige una enorme disciplina y a menudo el uso de un poder despótico (revolucionario), pero ocurre que ese poder, de mero medio suele pasar a fin en sí mismo, bloqueando y paralizando la misma transformación social. Es una historia conocida, a mi entender, penosa y terrible, porque está hecha de codicia, ambición, hipocresía, doble moral, autoengaño, maniqueismo y crueldad. Por eso he querido tomarme tan en serio en mis libros la cuestión del poder y la cultura republicana de control del mismo.

Un intelectual de izquierdas, que sigue siéndolo, que habla bien de un libro de Althusser… ¡Esto sí que es una auténtica novedad! Si quieres añadir más a favor de su obra, te dejo el espacio que estimes conveniente.

Bueno, antes había muchos intelectuales de izquierdas althusserianos. Yo no me fui por esos derroteros, en cualquier caso. Era difícil habiendo leído a Sacristán, aparte de que el Pour lire… me resultó penoso. Pero su librito sobre el PCF me parece muy bueno y -si me permites la pequeña maldad- muy humanista.

Déjame defender causas que no son propias. Escribes: «seguramente no entendimos bien que la mejor forma de garantizar los derechos de libertad -también los «negativos»- y el pluralismo era ejerciendo y profundizando en el autogobierno democrático». No es que no lo entendiéramos, se podría apuntar, sino que no fue posible tenerlo en cuenta. La lucha de clases no se desarrolla en un seminario académico con un ponente a favor, otro en contra y cinco doctores y siete magisters que deciden quien ha esgrimido argumentos más sólidos para tomarse luego, juntos y afables, una ensalada con aguacate y bacalao con pasas.

Sí, es lo que yo decía sobre las circunstancias inmediatas, las circunstancias de la lucha de clases, sus urgencias… Las mismas que le hicieron olvidarse al Trotski de 1921 de sus propias premonitorias advertencias de 1904. A menudo la revolución no sólo se ha tragado a sus mejores hombres, también a sus mejores ideas, ¿no crees? Pero, vamos, tienes razón: los toros se ven muy bien desde la barrera y, a esa distancia, fumando un buen puro, es fácil incurrir en descalificaciones olímpicas. Pero no es mi intención. Tengo demasiado respeto por la lucha de clases y por la sangre derramada, por los que dieron con sus huesos en la cárcel, por los que tuvieron que exilarse, por los perseguidos y asesinados. Y también por la economía moral de la multitud, por su enorme generosidad, su capacidad de sacrificio fraternal, su entrega solidaria, su heroismo. Y hablo de miles y centenares de miles de personas.

Como preguntas respondo: sí, yo también creo con dolor -y con una enorme paradoja no resuelta en la cabeza- eso mismo que tú apuntas. Sigo preguntándote. Sorprende -o puede sorprender- el uso o la aparición de mucha literatura en las reflexiones político-filosóficas de La mirada. ¿Por qué tantas referencias literarias? ¿Los clásicos de la literatura pueden ser buenos aliados de la reflexión político-filosófico? José Agustín Goytisolo recordaba en un magnífico poema que Platón no ubicó en su República a los poetas.

Peor para la República de Platón. Bueno, Salvador, recuerda también que Rousseau se rebeló contra el teatro y los espectáculos: ¡tanto peor para Ginebra! Pese a que Rousseau era muy platónico, las razones de ambos eran muy distintas en este caso. Platón quería expulsar a los poetas porque consideraba que la tragedia era perniciosa para la ética de la sabiduría y la virtud que él quería construir. La fortuna y el destino -agentes de la tragedia- resultaban demasiado democráticos en sus caprichos y él quería una república aristocrática que controlara su destino mediante una férrea disciplina de la virtud pública y privada. Rousseau temía por todos los vicios asociados a la vanidad que, según él, estimularían los espectáculos teatrales. Prefería otros patrones de diversión para su ideal de pueblo recio, sencillo y austero. A mí me encanta el teatro -y, como sabes, el cine- y no se me olvida que al pueblo ateniense también lo educaron sus dramaturgos y comediógrafos: Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes. Ahí es nada. Como para renunciar a toda esa paideia…

Pero, en fin, yo estoy muy en la línea de Martha Nussbaum en éste y en otros temas. La literatura es una maravillosa fuente de estímulo para el pensamiento filosófico profundo y, en concreto, la ética antigua -así piensa ella, creo que correctamente- elaboró filosóficamente toda una agenda de problemas éticos planteados por la tragedia. Así que no hay por qué expulsar a los poetas de la república. Por lo demás, en la buena literatura se puede encontrar de todo, desde finísimos análisis sociológicos y de psicología moral o emocional, hasta acusaciones, denuncias y manifestaciones de protesta social pasando por agudas reflexiones filosóficas sobre estética, ética y política. En Guerra y Paz, tienes hasta una interesante filosofía de la historia sobre la que Tolstoi vuelve una y otra vez.

Ya que citas a Marta Nussbaum, ¿qué te interesa especialmente de su obra? ¿No hay demasiado teoricismo en su obra y muy poca praxis social?

La fragilidad del bien y, sobre todo, Upheavals of thought, son libros que a mí me han enseñado a vivir, a entender de manera profunda la propia vulnerabilidad y a saber vivir con ella, a comprender que no tenemos el pleno control sobre nuestra vida, y que hay pasiones fundamentales, como la compasión, que nacen de la asunción de esa vulnerabilidad, y otras, como el amor, que nos hacen vulnerables y pese a ello son pasiones necesarias para tener una vida plena. Por lo demás, hay todo un programa de reforma social, en clave muy cosmopolita, que se deriva de las enseñanzas de Martha Nussbaum. Para mí es una de las grandes cabezas filosóficas contemporáneas.

Lo dejamos aquí por el momento. Te pregunto a continuación por la noción de ideología que, si no te leo mal, me parece vindicas en tu ensayo

De acuerdo, lo dejamos aquí.