Diana tiene la mirada triste y la cara pálida. A los ocho años, es víctima de un cáncer de huesos. A menos de 100 metros de su casa, el mechero de un pozo de petróleo quema gas durante 24 horas al día y el humo contamina el agua que ha estado bebiendo desde que nació. […]
Diana tiene la mirada triste y la cara pálida. A los ocho años, es víctima de un cáncer de huesos. A menos de 100 metros de su casa, el mechero de un pozo de petróleo quema gas durante 24 horas al día y el humo contamina el agua que ha estado bebiendo desde que nació. Diana, que vive con su madre y sus cuatro hermanos, pertenece al grupo de 30.000 afectados por la explotación petrolífera en la Amazonía de Ecuador, en la provincia de Sucumbíos, aunque aún no había nacido cuando su tierra se tiñó de negro.
Nada más llegar a Coca, en la provincia de Orellana, se respira un aire turbio. Es una ciudad levantada en un antiguo campamento de obreros de los pozos, con un crecimiento descontrolado. Hasta sus alrededores llegan ríos de tuberías del Oleoducto de Crudos Pesados. Se entrelazan, crecen y desaparecen a los bordes de la carretera Aucas, succionando el oro negro de las profundidades de la selva.
Petroecuador, Repsol, la canadiense Ivanhoe, Petrobras, los chinos de SINOPEC… «Todos sacan tajada y dejan un rastro visible de miseria y enfermedad», asegura Ermel Chávez, del Frente de Defensa de la Amazonía (fda.org.ec). Chávez, responsable de Incidencia Política y ex presidente del Frente, es quien muestra ríos y campos contaminados, los vertidos descontrolados hoy ocultos bajo la vegetación, los frutos con un inconfundible tufo a combustible. Es lo que llama el ‘Texaco-tour’.
La expectativas de un cambio de política que tenían los indígenas con la llegada de Rafael Correa a la Presidencia, hace seis años, no se han cumplido. «Le trajimos aquí, le enseñamos las consecuencias y se emocionó, pero sigue confiando en el petróleo para el desarrollo. Aboga por la defensa del Parque Nacional de Yasuní, si recibe apoyo por no explotar el bloque ITT, pero lo cierto es que Yasuní está sitiado, preparado para comenzar a operar allí dentro», afirma el activista indígena.
Hace dos semanas, el Gobierno de Ecuador sorprendió a muchos anunciando que a los 42 bloques (áreas) hoy en explotación en la Amazonía (la mayoría en Orellana y Sucumbíos), sumará 13 más en el suroeste del país.
Se ha librado el territorio de los indígenas Sarayaku, que denunciaron al Estado, y ganaron el juicio el pasado verano. Pero menos suerte han tenido los Huaorani, los Shuar, los Achuar y muchos otros pueblos que, al enterarse, fueron a protestar a Quito. Son cuatro millones de hectáreas de selva amazónica en las que ahora viven y por las que ya quieren pujar compañías de todo el mundo, entre las que aparece de nuevo Repsol y un buen número de empresas chinas.
«Queremos nuestra selva limpia», repetían los líderes en la capital frente al argumento oficial de que no se pueden dejar sin explotar estos recursos en un país que precisa de dinero para financiar las obras públicas.
El coste final, sin embargo, ha sido demasiado alto en el pasado y las comunidades amazónicas no están dispuestas a que se repita el caso de Texaco, que durante 20 años contaminó 480.000 hectáreas en Orellana, que dejó 998 piscinas con desechos de petróleo, que vertió las aguas de formación (muy contaminantes) a ríos y arroyos.
«Ahora existe un sistema por el cual reinyectan esa agua contaminada al interior de la tierra, donde estaba con el petróleo, pero Texaco, la actual Chevron, durante 26 años la echó a los cauces. Algunas piscinas de desechos, que estaban sin recubrir, las taparon con tierra para ocultarlas. Declararon unas 300 y había casi mil», denuncia Juan Espejo, vicepresidente del Frente de Defensa Amazónico.
El rastro de la catástrofe, décadas después, aún puede verse, olerse, sentirse en los ojos. A escasos metros del pozo Aguarico nº 4, entre la floresta, una de estas piscinas, recubiertas hoy de verde, aún supura combustible hacia el arroyo. Unos 300 metros más abajo, unos niños se bañan desnudos, unas mujeres lavan la ropa, un campesino cultiva hortalizas.
La batalla por conseguir una indemnización y la limpieza por biorremediación aún no ha visto su fin. Tras 19 años de peleas judiciales, amenazas, incluso intentos de secuestro, un juez ecuatoriano, en febrero del año pasado condenó a la petrolera a pagar 19.000 millones de dólares. Se destinarían a la recuperación del entorno, tanto ecológico como social y étnico. La sentencia se ratificó en enero de este año. «Pero no ha pagado, ni siquiera reconocen el daño, así que ahora Texaco/Chevron es prófuga de la Justicia ecuatoriana y la vamos a perseguir donde esté», asegura Chávez.
De momento, puesto que en Ecuador no tienen casi bienes, han puesto demandas en Canadá, Brasil y Argentina. En ese último país, un juez ya ha embargado los bienes. El siguiente objetivo es Colombia.
La compañía ha intentado todo tipo de presiones. «Incluso ofrecieron a la ministra de Medio Ambiente 800 millones para el proyecto Yasuní-ITT a cambio de olvidar el juicio. A los dirigentes indígenas nos han denunciado como extorsionadores en Estados Unidos, pero no vamos a cejar hasta que cumplan la sentencia. Aquí aún tenemos los índices de cáncer y aborto más alto del país», continúa el líder indígena.
Alrededor, por las venas de hierro fluyen 200.00 barriles diarios camino de alguna de las 22 estaciones de bombeo que impulsan el petróleo hacia la costa de Esmeraldas, en el Pacífico. Los pequeños derrames se suceden cada día. Además, camiones cisterna, para el consumo nacional, desfilan uno detrás de otro junto a las chozas de madera.
A las afueras de Shushufindi, en la parroquia San Carlos, vive Estuardo López. Es campesino, cultivador de cacao y bananos; durante mucho tiempo su única agua para beber y regar provenía de un manantial al que se filtró petróleo desde un pozo de Petroecuador instalado a 50 metros de la vivienda. «Mi madre está muy malita, en el hospital, con problemas en los riñones, y mi hermano tiene cirrosis; también mi hermana enfermó», enumera su hija Miriam.
Cooperación española
Estuardo y Miriam cuentan ahora con un depósito de mil litros con filtros para el agua, financiados ambos por la ONG Manos Unidas, a través del Frente. «Ya hemos colocado más de 50 depósitos gracias a esta ayuda», explica Juan Espejo. «Por primera vez en muchos tiempo disponemos de agua limpia», corrobora Estuardo. En total, Manos Unidas ha invertido unos 77.000 euros en un proyecto que podría no tener fin, dado el elevado número de afectados.
El colofón lo pone Ermel Chávez, para aquellos que aún confían que el progreso salga a borbotones de los pozos. «Treinta años después, en Orellana y Sucumbíos somos igual de pobres porque el dinero se lo llevan otros, pero nuestro hogar ahora está tancontaminado que nos mata. No hay tecnología petrolera que no dañe el medio ambiente y las personas». Basta mirar alrededor para comprobar que la certeza de sus afirmaciones.
Rosa M. Tristán es periodista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/invitados/el-rastro-funebre-del-petroleo-amazonico/1434