Cuando el oncólogo de la Universidad de Winsconsin Van Renselaer Potter acuñó el término BIOÉTICA, a comienzos de los años 70 del pasado siglo, no podía sospechar que dicho término sería objeto de diversas connotaciones, y que ello habría de inducirlo a profundizar mucho más sobre su alcance. Su libro original de 1971, titulado «Bioética, […]
Cuando el oncólogo de la Universidad de Winsconsin Van Renselaer Potter acuñó el término BIOÉTICA, a comienzos de los años 70 del pasado siglo, no podía sospechar que dicho término sería objeto de diversas connotaciones, y que ello habría de inducirlo a profundizar mucho más sobre su alcance. Su libro original de 1971, titulado «Bioética, un puente hacia el futuro», asociaba este término a la búsqueda del equilibrio respetuoso y consciente del hombre con su medio natural. Sin saberlo, se convertía con ello en un temprano precursor del enfoque ético de la sostenibilidad ambiental, como premisa para el desarrollo material y espiritual de las sociedad humana. En el citado libro advertía con singular lucidez que «una ciencia de la sobrevivencia debe ser más que sólo ciencia», por lo que proponía «el término Bioética para enfatizar los dos ingredientes más importantes para alcanzar la nueva sabiduría que se necesita tan desesperadamente: conocimiento biológico y valores humanos».
Al día de hoy, casi cuatro décadas después de esa obra, la ética científica reclama con toda urgencia la reconsideración de los elementos que se han venido proclamando como indicadores del progreso humano, distorsionados hacia patrones de consumo superfluo absolutamente insostenibles. Está claro que se trata no sólo de cuestionar con el debido fundamento esos torcidos patrones de desarrollo devenidos en referentes culturales, sino de trazar caminos alternativos en concordancia con las necesidades humanas básicas y encaminados también a engrandecer la condición humana de un modo tal que no se comprometa la viabilidad de la vida en el planeta ni la plenitud existencial de las futuras generaciones.
Sin embargo, durante este período el campo de la bioética se vio circunscrito, en muchos escenarios, al examen y debate de dilemas de carácter predominantemente biomédico, en consonancia con otra aparente raíz histórica del término que se remonta a 1961 en la Universidad de Washington- Seattle y que fue reflejada al siguiente año en un reportaje de la revista Life. En aquel contexto, el apelativo bioético se utilizó para denotar la misión de un comité asesor con mayoría de no-facultativos, a quienes se confió la tarea de decidir quienes habrían de tener acceso (y quiénes no) a los limitados recursos de hemodiálisis disponibles en aquel momento. Por entonces, hacía unos pocos meses de su habilitación como procedimiento médico, gracias a la invención de la conexión y la cánula arterio-venosa por el doctor Belding Scribner, por lo que la misión asesora del citado comité se podía resumir en dos palabras: quiénes podrían intentar vivir y quiénes debían irremisiblemente morir.
Para toda una corriente de opinión, el ámbito de la bioética debió circunscribirse a los dilemas biomédicos, lo que llevó incluso a centrarse por momentos en los eventuales conflictos entre facultativo y paciente y sus eventuales consecuencias jurídicas. El propio Potter, en 1996, consideró necesario puntualizar el alcance que el ámbito de la bioética tenía para él. Escribió entonces: «Cuando utilicé el término «bioética» (…) claramente quería que incluyera no simplemente a la ética médica, sino también la ética ambiental y la agrícola. En realidad, la palabra habla por sí sola». A diferencia de su enfoque restringido a la esfera médica, la Bioética de Potter nos incumbe a todos.
En un circunstanciado artículo publicado a mediados de los años 90, el fundador de la bioética examinó en detalle lo que denominó como necesaria conversión del desarrollo sostenible en una supervivencia global, en tanto examinaba de manera crítica las que identificó como cinco diferentes categorías de supervivencia: la «mera» supervivencia, la supervivencia «miserable», la supervivencia «idealista´, la supervivencia «irresponsable» y la supervivencia «aceptable».
A los efectos del presente comentario, mencionaré de modo muy resumido que como «supervivencia irresponsable» el autor tipifica la cultura dominante en los países desarrollados, basada en un conspicuo consumo acoplado con «la explotación y progresivos degradación y agotamiento del fondo de recursos naturales». A manera de ilustración de las contradicciones de tal modelo, denuncia que éste «provee empleo con elevada remuneración a unos pocos en tanto millones permanecen por debajo de los niveles de pobreza». El propio autor afirma, y coincidimos con él, que «la cultura dominante es irresponsable e inaceptable. La misma no puede sobrevivir a largo plazo». En ese mismo artículo Potter señala que, al proponer el concepto de «supervivencia aceptable», dos cuestiones emergen de inmediato: ¿supervivencia aceptable para quién y aceptable por quiénes?, y aún otra: ¿qué pasa entonces con otro término frecuentemente utilizado, el de desarrollo sostenible?
La respuesta que brinda Potter a las interrogantes anteriores nos conduce al centro de nuestra actual reflexión. Para el ilustrado oncólogo y eticista, «el antropocentrismo tradicional ha devenido en una superpoblación humana y la progresiva extinción de otras especies. La supervivencia aceptable es un antropocentrismo ilustrado: el mismo reclama un control de la fertilidad humana y aprecia a la especie humana en el contexto de la biosfera total. Si la especie humana ha de sobrevivir, ella ha de preservar el ambiente natural en una dimensión suficiente para permitir la diversidad de las especies».
Sucede que el desarrollo del sistema capitalista mundial en los últimos siglos propició una ciencia y ésta a su vez ha generado una tecnología que, de continuarse aplicando de manera irresponsable, comprometen hoy los límites mismos para la supervivencia de nuestra especie. El deterioro ambiental y el agotamiento de los recursos naturales no renovables son consecuencias de la capacidad adquirida por los humanos para trascender su entorno inmediato y transgredir el orden natural.
En otra de sus obras finiseculares, el ya citado Potter puntualizó su «bioética profunda» como inspirada en el realismo, referido éste tanto a la naturaleza del animal humano como a la del mundo en que vivimos y del cual dependemos. Al realizarlo, nos legó un llamado a la búsqueda de una sabiduría encaminada a discernir cómo utilizar el conocimiento para el bien social, reclamando la combinación de las ciencias ecológicas con un sentido de responsabilidad moral por un mundo en que se pueda vivir. Con ese fin evocó la más temprana propuesta de Aldo Leopold de una «ética de la tierra», que pudiera cambiar el rol de conquistador desempeñado hasta ahora por el Homo sapiens para sustituirlo por el de sencillo miembro y ciudadano de la comunidad planetaria. Para ello aboga por una «evolución cultural consciente» que pueda producir los masivos cambios en la conducta social que se requieren para guiar hacia al futuro a nuestra especie. Esta dimensión del problema cuenta hoy, cada vez más, con sobrados fundamentos racionales, aportados por la ciencia. Las Academias de Ciencias de todo el mundo han coincidido sobre la necesaria «transición a la sostenibilidad» y así lo proclamaron en un manifiesto hecho público a comienzos del presente siglo. Ese y otros llamados no han logrado, sin embargo, penetrar de manera generalizada en la conciencia humana, especialmente entre aquellos que «disfrutan» del modelo consumista.
Tanto la ciencia como el arte ofrecen representaciones del mundo y comparten de hecho, tanto el objeto de su observación como la pretensión de ofrecer modelos derivados de la misma. Hay sin embargo una divergencia ineludible en sus objetivos: a diferencia de las ciencias, proveedoras de datos e interpretaciones para el conocimiento presuntamente certero y de aceptación general sobre objetos y procesos objetivos del mundo, el propósito de las artes es producir una emoción estética a través de una interpretación de la realidad que constituya una forma de apropiación íntima de dicha realidad. En todo caso, no debe pasarse por alto la advertencia de Aldous Huxley: «la condición previa para cualquier relación fructífera entre literatura y ciencia es el conocimiento». De mi parte me atrevo a extender al conjunto de las bellas artes la alusión a la literatura y, por otro lado, admito con toda humildad que la sabiduría no se circunscribe en modo alguno a los datos científicos.
Pertrechados por el conocimiento científico con respecto a los límites racionales de la actividad humana, que los científicos tenemos el deber insoslayable de esclarecer y difundir, los artistas tienen ante la posibilidad, en la medida que incorporen las señales de ese conocimiento a su propia sensibilidad, de compartir y transmitir aquellas experiencias emocionales que despierten o refuercen la responsabilidad moral colectiva con respecto al habitat planetario, así como la posibilidad de disfrute y realización que forzosamente deriva de una mayor calidad de la relación del hombre con el universo.
Presiento desde hace tiempo que esa habrá de ser la esencial aportación de las artes, en conjunción con las ciencias, a la supervivencia aceptable a las que nos llamó Potter .