Estamos enfrentando drásticos cambios en el mundo rural. Las viejas perspectivas no son siempre adecuadas, ya que están ocurriendo profundas modificaciones en la producción agrícola, el papel del Estado, la coyuntura internacional y el papel de los actores sociales. No son cambios de grado, sino que en realidad está ocurriendo una transformación sustancial que afecta […]
Estamos enfrentando drásticos cambios en el mundo rural. Las viejas perspectivas no son siempre adecuadas, ya que están ocurriendo profundas modificaciones en la producción agrícola, el papel del Estado, la coyuntura internacional y el papel de los actores sociales. No son cambios de grado, sino que en realidad está ocurriendo una transformación sustancial que afecta negativamente en especial a los pequeños agricultores y campesinos.
Las reformas de mercado que tuvieron lugar en las décadas de 1980 y 1990 liberalizaron el comercio agrícola en casi todos los países, y desmontaron muchas medidas de protección y apoyo estatal a los pequeños productores y a los mercados nacionales de alimentos. Las agencias gubernamentales de extensión rural fueron reducidas, mientras se aplicaban paquetes tecnológicos promovidos desde el sector privado. La producción apuntó cada vez más hacia las exportaciones y las agroindustrias cobraron un papel protagónico.
Simultáneamente no sólo tuvo lugar una crisis de los estudios sobre el desarrollo, sino que los enfoques en cuestiones rurales dejaron de ser un tema relevante o eran tildados de anticuados. Esta situación es tan dramática, que pocos meses atrás, la ministra de agricultura de Chile afirmaba que poco sabía sobre los temas rurales, pero eso no era importante en tanto lo que el campo necesitaba era un gerente. Tiempo atrás esas declaraciones hubieran resultado escandalosas, pero hoy no despiertan una mayor desaprobación pública.
La coyuntura internacional también cambió. Comencemos por señalar que nos encontramos en lo que se describe como un super-ciclo de las materias primas (commodities), donde se espera por lo menos una década de altos precios de los agroalimentos. Esto se debe a factores como la demanda desde China y otros países de Asia o a la especulación generada por fondos de inversión de los países industrializados.
Simultáneamente avanza un cambio más radical en las relaciones entre la propiedad de la tierra y su manejo en varios países, especialmente en el Cono Sur. Se diseminan convenios de arrendamiento o de gestión, por el cual un agricultor empobrecido o endeudado cede el control de su tierra. Llegan administradores rurales que aplican paquetes tecnológicos volcados hacia los rubros de mayor rentabilidad, controlan decenas o centenas de predios y cubren diferentes regiones agroecológicas. Exprimen los recursos naturales del suelo en tanto esos convenios duran unos pocos años, y una vez que los rendimientos caen simplemente se trasladan a otros predios. Esto representa otro cambio radical, donde la propiedad de la tierra como factor determinante es superada por un control sobre los procesos productivos. El capital hace que se impongan nuevos estilos de producción y comercialización.
A pesar del aumento de algunos productos agropecuarios, el encarecimiento de insumos como fertilizantes y combustibles hace que los márgenes de rentabilidad se reduzcan. Este fenómeno también golpea particularmente a los agricultores más pequeños, y bastan acotadas fluctuaciones de mercado o pérdidas de cultivos por pestes, sequías o inundaciones, para que vuelvan a caer en el endeudamiento. En esa situación deben vender sus tierras o ceden el control de su gestión a estos nuevos «administradores» rurales.
Los que sobreviven quedan atrapados en una lucha por el excedente que se origina en el campo. Los debates de unos diez años atrás enfocados en el acceso a los mercados de exportación y el deterioro de los términos de intercambio han sido reemplazados por tensiones y conflictos en cómo aprovechar esta bonanza comercial. Esas tensiones atrapan a todos: los agricultores, las grandes empresas, y los propios gobiernos.
Estos cambios son de tal envergadura que los actores rurales se organizan de nuevas maneras, impensables bajo las viejas categorías. El conflicto que mantienen en Argentina los productores agropecuarios y el gobierno de Cristina Kirchner ejemplifica las nuevas dinámicas. Allí protestan codo a codo los pequeños agricultores junto a grandes hacendados y empresarios. Se ha dicho que esa reacción expresa la voz de la oligarquía o del patriciado rural, pero esas definiciones no reflejan adecuadamente esa nueva vinclación. «No nos une el amor, sino el espanto ante el gobierno», repite uno de los dirigentes de los agricultores familiares como explicación de la vinculación de su organización con los grandes hacendados conservadores. Están en marcha nuevas alianzas en el medio rural que tiempo atrás eran impensables, donde por un lado se usan mecanismos de protesta de los movimientos populares, pero por otro lado no se aborda la esencia del estilo de desarrollo rural, sino que la lucha radica en la apropiación de la riqueza que genera el campo.
Entretanto entre los gobiernos existen muchas dificultades para generar una nueva estrategia de desarrollo rural. Esto se debe a que la agricultura actual es funcional a la presente dinámica del Estado. Por ejemplo, en Argentina si bien ahora se cuestiona la «sojización» del campo, durante la gestión de Néstor Kirchner tuvo lugar el mayor aumento de la producción sojera: creció de un poco más de 31 millones de toneladas, en 2003/04, a más de 47 millones ton en 2006/07 (un incremento de casi el 50%). Se promovió ese monocultivo, ya que el aumento en esas exportaciones permitía recaudar más impuestos para financiar el gasto gubernamental.
Las medidas de apoyo que se anuncian también tienen muchas limitaciones. Recientemente se implantaron en Argentina compensaciones a los agricultores. Pero su examen demuestra no solo que el valor total de ese fondo es modesto, sino que además aproximadamente un 70% se destinó a la agroindustria (concentrado en unas pocas empresas), y apenas un 30% alcanzó a los agricultores. Entretanto, en Ecuador, el presidente Rafael Correa presentó un paquete de asistencia para la agricultura y los alimentos por un total de US$ 415 millones, pero lastimosamente casi el 70% está destinado a subsidiar agroquímicos (US$ 287 millones). Estos son ejemplos de las dificultades de los gobiernos progresistas en generar otro estilo de desarrollo agropecuario, ya que de una y otra manera vuelven a caer en apoyar a las agroindustrias. Tampoco deben olvidarse los programas de apoyo a los agrocombustibles, que empeoran la situación en el mismo sentido, al acentuar la dependencia del comercio exterior y ocupar tierras que podrían dedicarse a proveer alimentos.
La integración regional podría brindar algunas alternativas para recuperar autonomía frente a las presiones económicas internacionales. Pero en ese frente tampoco hay novedades auspicios ya que ese tema sigue siendo marginal en el seno de la integración regional. Por ejemplo, el MERCOSUR que como bloque es uno de los más grandes agroexportadores del mundo, carece de una política agropecuaria común y tampoco coordina su oferta comercial internacional, y de hecho los países compiten entre ellos.
Afectados por todos estos factores, una vez más los pequeños productores y los campesinos quedan marginados y olvidados. Muchos apoyos financieros en realidad terminan en el sector agroindustrial, mientras que las medidas sociales compensatorias apenas logran paliar los efectos negativos de estos procesos. Si continúan estas tendencias se corre el riesgo de la desaparición de buena parte de la agricultura familiar, mientras que la agricultura campesina quedará atrapada en la pobreza y la subsistencia, dependiente de las oportunidades de algunos mercados locales o de la caridad social. Debemos reconocer que esta problemática es todavía más grave que en el pasado, y no enfrentamos problemas coyunturales o de grado, sino que se están desarrollando cambios que son sustanciales y radicales. Por ello las medidas parciales y aisladas son insuficientes. Es necesario volver a discutir sobre el desarrollo en general, y sobre el desarrollo rural en particular, para generar cambios y alternativas muchos más profundos y abarcadores, bajo nuevas miradas, y que además deberán ser radicales.
Eduardo Gudynas es investigador en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), en Montevideo (Uruguay).