Los títulos nobiliarios son una dignidad otorgada por los Reyes a una persona, ya sea ciudadano del país o extranjero, como reconocimiento por una trayectoria meritoria en cualquiera de los ámbitos de la vida. ¿Queda claro? Eso es al parecer lo que se ha intentado hacer con dos personas bastante diferentes entre sí. Uno seleccionador […]
Los títulos nobiliarios son una dignidad otorgada por los Reyes a una persona, ya sea ciudadano del país o extranjero, como reconocimiento por una trayectoria meritoria en cualquiera de los ámbitos de la vida. ¿Queda claro?
Eso es al parecer lo que se ha intentado hacer con dos personas bastante diferentes entre sí. Uno seleccionador de fútbol, el salmantino Vicente del Bosque, que jugara en el Real Madrid como defensa, y otro el multipatriota Mario Vargas Llosa, escritor, cronista y también defensa, pero de la extrema derecha, que acaban de ser ascendidos a la categoría de marqués (siguiendo las órdenes del actual monarca español, que se supone estaba en posesión de casi todas sus facultades físicas, cuando decidió los nombramientos), de lo que se deduce que tanto el pelotero como el editorialista, son ilustrísimos señores a partir de ya mismo.
De resultas de tal decisión el ex jugador madridista, al ser entrevistado, debería ser tratado como corresponde y manda el protocolo oficial. Me imagino a Iniesta o a Xavi, durante un entrenamiento de la selección española, preguntando a Del Bosque: «¿Quiere el ilustrísimo señor que me interne por la izquierda?» O a Iñaki Gabilondo, en su mejor retiro, charlando amigablemente con su amigo peruano-británico-español, deshecho en reverencias hacia el nuevo marqués, luciendo ambos sus mejores trajes, camisas y corbatas de seda, sonrisa permanente y dentadura impoluta con reflejo solar incorporado al colmillo derecho. En eso, el hábil periodista pregunta al escritor: «¿Pesa ese título en tu conciencia, querido Mario?» Y Vargas Llosa simula seriedad, casi trascendente, para responder: «Recibir algo tan noble se hace ligero, como un soplo de aire andino», mientras el montador musical hace que suenen las quenas, hábilmente mezcladas con un tema de Elton John y un aria de Wagner cantada por Plácido Domingo. Orgasmo mediático, alta definición y pantalla de plasma.
Continúo con la reflexión. Según se desprende de diversos documentos que obran en mi poder, estoy en condiciones de determinar que la concesión de títulos nobiliarios está basada en la simple voluntad del monarca. Esa facultad tiene su origen en tres derechos: el Ius Gónadis, el Ius Voluntatis Mea y el Ius per Coionis ad Honorum; este último es precisamente el que Juan Carlos ha utilizado con mayor frecuencia, ya que le permite premiar méritos con nombramientos nobiliarios o caballerescos, con carácter de inseparables, imprescriptibles e inalienables. O sea, de talante democrático.
El reconocimiento de un título implica reconocer la dignidad respectiva; y aunque algunos no poseen esa virtud, es común la aceptación de tal voluntad en los regímenes nobiliarios, lo que significa que la mayor parte de los mismos, son respetados por la nobleza de todos aquellos países que se rigen por un sistema económico capitalista.
Entre los títulos de mayor renombre internacional, podemos encontrar los de Emperador, Príncipe, Gran Duque, etc.; y entre los reconocidos a nivel nacional, por orden de importancia, figuran los de Duque, Marqués, Conde, Vizconde, Barón, a los que el pueblo español añade otros, como Sinvergüenza, Ladrón, Estafador, Violador, Asesino, Delincuente o Vago, en la mayor parte de los casos. En otras naciones, además de los señalados, existen los de Señor, Caballero o Archiduque, este último muy habitual en la casa de los Austrias.
Personalmente, estoy en total desacuerdo con tales nombramientos, señalando la imprudencia real ante tal decisión, basándome en la trayectoria y peculiares características físicas y espirituales de ambos galardonados. Me explico.
Habiéndose dado a lo largo de la historia el caso de que un monarca, en el ejercicio de su real voluntad, pudiera añadir a esa lista otra serie de títulos más originales, pero sobre todo más en boga, más acordes con los tiempos que corren, sugiero a Don Juan Carlos que en una de esas raras tardes en las que la sobriedad reina en su despacho, trate de rectificar sobre el asunto en cuestión, deteniéndose en la belleza de honores de idéntico o superior rango, como es, por ejemplo, Califa. Un título que acostumbraban a recibir los príncipes sarracenos y que cuadra con la enorme personalidad de Del Bosque, con su serena mirada, con ese noble mostacho a lo Sadam Hussein, que podría lucir con más encanto si el seleccionador vistiera kanduras blancas y gutras sujetas con agales de oro, como los grandes jeques de los países que en medio oriente controlan el petróleo.
De la misma forma, entiendo que también el de Faraón, como Curro Romero, sería coherente con el porte del Gran Padre de la Roja, una de las conquistas más importantes de la historia reciente española. Al fin y al cabo, la mediterraneidad de ambos títulos, resulta idónea en el primero de los casos, porque evoca luz, calor, sudor, lágrimas, baile, castañuelas, vientres en movimiento, crótalos y amor por los objetos esféricos, sobre todo en su estado más sólido.
Abandono, aunque no sin pena, la idea de nombrarle Khan, tratamiento que aunque de origen turco se utilizaba igualmente entre los tártaros. Pienso en un Del Bosque, con su gesto más otomano, encarnando el papel de un jerarca de tal grado en una película sobre Ataturk, por ejemplo, dirigido por Santiago Segura. ¿No resultaría genial, como el de Sha? Tomen una imagen del dictador persa Reza Phalevi (aquel amigo de Franco que repudió a la dulce Soraya por otra más fértil llamada Farah Diba), y comparen su rostro con el de Vicente. Asombroso.
Para Vargas Llosa, como en el caso anterior, el título otorgado por el Borbón no coincide ni con el enorme patriotismo del premiado (Don Mario puede ser españolista, anglófilo o muy peruano, según le convenga), ni con su espíritu siempre anclado en la pureza, consecuencia de un profundo amor por la depuración de las razas, la invasión de países herejes, el exterminio de sociedades pecadoras, la condena de los no creyentes y un especial mimo para dotar a los indígenas de zoológicos y chozas, donde puedan desarrollar sus costumbres ancestrales.
Ante este Premio Nobel me inclino por el título de César, un precioso sobrenombre que llevaron juntamente con el de Augusto los emperadores romanos, el cual fue también distintivo especial de la persona designada para comandar aquel Imperio. Podría incluso prestárselo a su amigo George W. Bush para algún ágape organizado por Aznar y Berlusconi. Opino humildemente que la virilidad de la mirada de Vargas Llosa no precisa de un marquesado, como ha decidido Juan Carlos de Borbón, sino de Tetrarcado, habida cuenta del don de gentes que el escritor muestra, así como por su debilidad hacia la noble figura de los señores dueños de territorios tan grandes como la provincia de Jaén.
Por su mentón, nariz y boca, Vargas Llosa ostentaría sin problemas el título de Delfín, sin que ello presuponga comparación alguna con el cetáceo, dada la admiración que el autor de Conversaciones en la Catedral profesa hacia los reyes de Francia, aunque en ocasiones en las que se ha mostrado más locuaz que de costumbre, confesaba su deseo de haber crecido, como hermano o hijo, junto al Kaiser alemán o al lado del Zar de todas las Rusias. Tanto monta, monta tanto.
Propongo pues al rey de España que rectifique de inmediato. Lo de marqués no ennoblece la labor de ambos galardonados; más bien al contrario, Don Vicente y Don Mario han revelado su malestar y despiste ante el título otorgado, decantándose con más cariño por los que he citado en los párrafos anteriores.
Y advierto al monarca que, de seguir en esa línea, podría acabar causando una revuelta de consecuencias imprevisibles en la alta sociedad española, cuya reacción ante la noticia ha sido recibida, según mis círculos allegados, con tremendo pasmo y recelo. La nobleza patria se ha sentido agredida en lo más íntimo.
Y a ningún republicano le conviene una monarquía en la que duques, marqueses y vizcondes hablen pestes de la Casa Real. Hasta ahí podíamos llegar.
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