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El ruido en el cine y la TV

Fuentes: Rebelión

Sobre la afirmación de que el sonido es ya un componente imprescindible de expresión cinematográfica, no cabe discusión alguna. Inicialmente existía el apuro de aproximar el cine al mundo real. En 1896, poco antes del aparato mudo, Thomas Alva Edison registró el Kinetófono que armonizaba el mecanismo fílmico con el fonográfico. La música entonces era […]

Sobre la afirmación de que el sonido es ya un componente imprescindible de expresión cinematográfica, no cabe discusión alguna. Inicialmente existía el apuro de aproximar el cine al mundo real. En 1896, poco antes del aparato mudo, Thomas Alva Edison registró el Kinetófono que armonizaba el mecanismo fílmico con el fonográfico.

La música entonces era interpretada directamente frente a la pantalla. Individuos a quienes llamaban explicadores, narraban lo que iba sucediendo, por lo que a través de técnicas improvisadas se componían los ruidos de los elementos de la naturaleza y lo que fuere necesario para la comprensión del la película muda. Así le infundían fuerza al realismo que querían representar, lo que hizo que poco a poco el sonido fuera integrándose a esa unidad que es el cine, pero sin que ello le diera licencia para terminar subordinándolo como lo indican las tendencias actuales.

Debemos comenzar admitiendo que a cine no se va con el exclusivo propósito de ver una película. Se va para, además de verla, comprenderla. Cuando los productores, directores y sonidistas entiendan esto, probablemente se darán cuenta de que al final de cada función -y ojalá se hiciera una encuesta seria al respecto- ni siquiera el 10% de los espectadores logró captar, en su totalidad, los parlamentos, el significado implícito en las imágenes, la música, los hilos de la trama y el lenguaje en las caracterizaciones de los actores. Y aunque en las muy rentables empresas del celuloide se elude hablar de ello, ya va siendo hora de que los afectados cinéfilos nos pronunciemos, denunciándolo.

Igual a como ocurre con casi todos los productos comerciales, los ‘fabricantes’ de películas, con tal de privilegiar sus ganancias, lanzan al mercado unos productos en donde lo que menos importa es darle cumplimiento al recurrente eslogan que reza, «cliente satisfecho trae más clientes».

Su preocupación mayor consiste en producir utilidades sin inquietarse por el acabado del producto. De ahí que la abrumadora mayoría de quienes asisten a las salas de cine o se pegan a su televisor, lo que observan en películas y telenovelas son sólo las «buenas intenciones» para el logro de una anunciada entretención, de un informe noticioso objetivo y comprensible, o de un mensaje publicitario nítido o una nota cultural inteligible. Buenas intenciones que resignadamente los consumidores aceptan no pudiendo hacer nada distinto a imaginarse a su manera aquello que no comprendieron.

Es decir, el espectador se ve abocado a concluir lo que confusamente, y a medias, le entregaron los realizadores.

En consecuencia, es urgente identificar e imputar a la principal de todas las insolvencias y desatinos del cine y la televisión de estos tiempos: los sonidistas. Cada día que pasa, con cada nueva producción, este gremio -cuyo trabajo respetamos como quiera que obedece a una exigencia ya incorporada al cine haciendo parte de su propio lenguaje-, va subiéndole los decibeles a su frenético oficio. Irresponsabilidad sería el término más apropiado para calificar esta nueva modalidad de musicalización. Quien quiera que se enfrente hoy en día a una película o a una telenovela, se dará cuenta de lo difícil que es entender una historia que se narra en medio de los más estridentes sonidos.

El abuso en la musicalización y demás sonidos que se han venido imponiendo y que hacen su curso generalizado y en peligroso crecimiento, está deteriorando lo que inicialmente se propuso mejorar. Los operadores de sonido, o sonidistas, o ingenieros de sonido, o ambientadores musicales, parecen haberse puesto de acuerdo para obstruir la apreciación de los concurrentes a cualquier filme o a no importa cuál programa televisivo, incluyendo entrevistas, noticieros y eventos deportivos.

¿Qué se pretende cuando, por ejemplo, en medio del desenlace de una historia en la que el hombre, con voz baja e intimista, decide contarle a su mujer su infidelidad y los detalles que lo condujeron a ello, arremeten con el estrépito de una pieza musical que va en aumento en la misma proporción en que él declina su arrepentida voz? ¿Qué buscan acallando las palabras? ¿Cuál es su función si no la de ambientar, acentuando con moderación y equilibrio los recursos expresivos y narrativos que les entregan para ello?

Y está, además, el hecho de que muchos de los sonidos ambientales son desesperantes. El ruido de un camión que atraviesa veloz la carretera de enfrente nos puede dejar sin saber aquel hombrecito qué le reclamaba a su mujer mientras le daba una soberana golpiza con su paraguas. Y qué decir del pito del barco o los ruidos del tren o la sirena de los autos de la policía: debimos resignarnos a simplemente imaginar lo que pudo haberle dicho ella mientras le descargaba una aplastante cachetada sobre sus prominentes mejillas. El helicóptero nos arruinó la trama: no supimos cuánto lo amaba o porqué el enredo de aquella aparente extorsión.

…en fin, en el cine y la TV, el ruido está matando al sonido. Más temprano que tarde, los responsables tendrán que remediarlo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.