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Noticias desde el trabajo inmaterial VI

El salto mortal. La animalidad rousseauniana frente al capitalismo

Fuentes: Rebelión

El amor de un ser intrauterino, del recién nacido y de un niño muy pequeño, es un amor pleno, completo, absoluto, por eso la reciprocidad que demanda es imposible de alcanzar por los adultos excepto en esa relación de dos seres en uno que se da entre la madre y el nasciturus por su albergar […]

El amor de un ser intrauterino, del recién nacido y de un niño muy pequeño, es un amor pleno, completo, absoluto, por eso la reciprocidad que demanda es imposible de alcanzar por los adultos excepto en esa relación de dos seres en uno que se da entre la madre y el nasciturus por su albergar y cobijar y en el amamantamiento; quizás los dos casos en los que nuestro ser-dual originario se manifiesta más visiblemente. A ese amor primitivo se le puede hacer justicia pero no igualarlo, porque igualarlo requeriría la ausencia de miedos, de temores, de distancias, de medidas, depende de la inexistencia de la evaluación racional de las acciones y problemas; de no atender a una serie de sentimientos, emociones y razonamientos que son fruto del aprendizaje y de los que los adultos no pueden -y en caso de poder quizás no deben- prescindir, sopena de no poder vivir en sociedad. Cuando se viaja en avión con un bebé se advierte al pasajero que lo lleva que en caso de despresurización el adulto ha de ponerse la mascarilla primero a sí mismo y luego al bebé, el adulto tiene que mirar por su bien primero porque es condición para el cuidado del infante. El filósofo Peter Sloterdijk lo ha expresado magníficamente en esa apología de la natalidad y de la maternidad que, reencantando el mundo, constituye el primer libro de su ya famosa trilogía de las esferas: con el embarazo las madres «sienten que se han hecho responsables de sus estados de ánimo y de sus éxitos vitales, y saben que ellas mismas no son una condición marginal indiferente para el buen resultado de la vida venidera. Sienten especialmente, aunque sea de manera implícita y discreta, la obligación de ser felices por amor al hijo» (Peter Sloterdijk Esferas I, p.454. Siruela. Madrid 2003).

Busquemos una imagen que nos pueda ayudar a la comprensión. El mismo fenómeno desde el punto de vista paterno. Un niño de 11 meses acaba de aprender a ponerse de pié y a dar sus primeros pasos, está, con sus padres, a las orillas de un río profundo y se acerca gateando hasta el borde del agua. En el agua se encuentra su padre que le devuelve la increíble sonrisa. El bebé se pone de pié en el bordillo y mira a su padre, sólo un paso le separa de su amado padre, es un paso mortal, pues no sabe nadar. Su padre le dice «ven hijo mío, ven con papá». No media tiempo entre el requerimiento y la respuesta, no media deliberación, no hay medida, es un instante, el bebé da un paso al vacío y cae en el agua. Su confianza en su padre es absoluta, plena, completa, la diligencia del padre que lo atrapa de bajo los hombros cuando sus piececitos se han hundido en el agua hasta la cintura, sólo puede actuar, poniendo todos sus sentidos y toda su agilidad en responder a la confianza que se le ha otorgado. Hay una diferencia abismal, el padre es consciente del peligro y la factibilidad de la acción propuesta, ha realizado un cálculo y razonado previsoramente el proceso de autolanzamiento que iba a acometer el bebé, anticipando en su mente su posterior captura. Acepta la misión, pues, la más mínima duda sobre la capacidad de proteger con todo su ser al pequeño le llevaría a abortar el desafío. Milenios de evolución han preparado sus músculos y su nervios para semejante captura, sus sentidos se agudizan, sus músculos se tensan, el más enclencle de los hombres adquiere la agilidad de un atleta profesional. Decir, simplemente, que el bebé es inconsciente de los peligros significa no comprender el problema y no captar lo infinito y desmedido de su acción. El suyo es un salto mortal.

Procurar la felicidad afectiva y sensitiva del Recién Nacido y del niño pequeño es la primera misión pedagógica de sus padres, de los adultos que los rodean y de la sociedad que los cobija como nuevos miembros. Hay una responsabilidad colectiva para con las generaciones futuras que compete a todo el mundo. Por eso hay que estar con Jean Jacques Rousseau cuando en el libro segundo de su Emilio nos instruyó acerca de la primera pedagogía, previniéndonos contra una perniciosa instrucción aplicada a los bebés o a los niños pequeños: «¿Qué habría que pensar, pues, de esa bárbara educación que sacrifica el presente a un futuro enigmático, que carga con cadenas de toda especie a un niño, y lo hace desdichado preparándole para un porvenir de no se qué pretendida felicidad, de la que tal vez no gozará nunca? Aunque yo supusiera esta educación razonable en su objeto, ¿cómo ver sin indignación a unos pobres desventurados sometidos a un yugo insoportable y condenados a trabajos continuos como galeotes, sin estar seguros de que les serán siempre útiles tantos sufrimientos? La edad de la alegría se pasa entre llantos, castigos, amenazas y esclavitud. Por su bien, se atormenta al desdichado y no se dan cuenta de que es a la muerte a quien llaman y que le llegará en medio de este triste aparato. ¿Quién sabe cuántos niños perecen víctimas de la extravagante sabiduría de un padre o de un maestro? (…). Hombres, sed humanos; (…). Amad la infancia; favoreced sus juegos, sus deleites y su amable instinto. ¿Quién de vosotros no ha añorado alguna vez esa edad en la que la risa no falta de los labios y en la que el alma siempre está en paz? ¿Por qué queréis quitar a esos pequeños inocentes el disfrute de esos breves momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que no pueden abusar? ¿Por qué queréis colmar de amargura y dolores esos primeros años tan fugaces, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros? (…). ¡Cuántas voces se van a levantar en mi contra! (…). Este es, me contestaréis, el tiempo de corregir las malas inclinaciones del hombre; que es durante la infancia cuando las penas son menos sensibles, y que hay que multiplicarlas con el fin de eludirlas en la edad de la razón. Pero ¿quién os ha dicho que todo este arreglo está a vuestra disposición, y que todas esas hermosas instrucciones con que agobiáis el débil entendimiento de un niño no le hayan de ser un día más perniciosas que útiles? ¿Quién os asegura que le evitáis algo con las penas que ahora le prodigáis? (…) ¿Y como me probaréis que estas malas inclinaciones de las que pretendéis curarle no le vienen más de vuestros deseos mal entendidos que de la naturaleza?».

Sabias palabras las del pensador francés, el cual, humano demasiado humano, abandonó a sus propios hijos en un orfanato. Por contra, lo que ocurre en la actualidad en los países de nuestras características, es que se otorga una educación de bebés, a los adolescentes, supuestamente para evitarles traumas, mientras que se disciplina como en un cuartel a los niños pequeños; diminutos seres puramente afectivos que han de amoldarse a los infames horarios laborales de sus padres, dormir y comer no cuando tienen sueño o hambre y sed, sino cuando se les obliga y fuerza. Los padres, víctimas de la explotación capitalista, llegan cansados a sus casas y han de pagar para que otros se ocupen de sus hijos, ocuparse de ellos con enojo o dejarlos en abandono. ¿Por qué culpamos a los pequeños de nuestro cansancio y no a nuestro patrón laboral? ¿No será porque es más fácil responsabilizar a quien nada puede y todo se le debe, que a quien nos domina y nos oprime? Enorme cobardía es que un bebé llore y se le recrimine a un ser totalmente dependiente de los que le rodean el único acto con el que es capaz de comunicar sus problemas y necesidades, que a la sazón, son de un número muy reducido, como necesidad de comida, de cambio de pañal, gases, dolor, calor o frío, junto a la petición de mimo. Sobre este último punto hay que reflexionar y reparar rousseauniananmente que el deseo de recibir afecto por los padres no es un capricho, sino una necesidad, tan importante como el comer. En realidad el niño, hasta prácticamente bien cumplido el año, será siempre veraz en sus manifestaciones, pues no conocerá hasta muy tarde las sutilezas del capricho y todo lo que de esa manera deduzcamos, a partir de sus actos, será una mala interpretación por nuestra parte y una injusticia para con él.

Comparándola entonces con la de Rousseau, habría que rechazar la Pedagogía infanticida del supuestamente rigorista y disciplinado Immanuel Kant, al menos en tanto que nos indica sin que el sentido común de un padre lo apruebe, lo contrario que el francés, por ejemplo, al decirnos en su obra mentada, en el capítulo dedicado a La educación física, que: «Se puede decir con verdad, que los niños de la gente vulgar están peor educados que los de los señores, porque la gente ordinaria juega con sus hijos como los monos: los cantan, los zarandean, los besan, bailan con ellos; piensan hacerles un gran bien corriendo hacia ellos cuando lloran, forzándoles a jugar, etc.; pero así gritan más a menudo. Cuando, por el contrario, no se atiende a sus gritos, acaban por callarse, pues ninguna criatura se toma un trabajo inútilmente. Si se les acostumbra a ver realizados todos sus caprichos, después será demasiado tarde para quebrar su voluntad». Esto pudiera aprobarse más tardíamente, hacia los dos años del niño, pues hacerlo antes es una necesidad del mercado y no una necesidad de la criatura, a la que se atormenta sin sentido. Puede ser aceptando el comienzo del condicionamiento conductista entre los dos y los tres años, siempre que se mantenga preferentemente en los refuerzos y casi nunca en los castigos. Hacerlo antes no es sino un crimen y una barbaridad. Y en este sentido, en el de oposición a la disciplina kantiana para con el niño menor de dos años es que podemos ver con espanto como se emplean las indicaciones de un libro, sí, ciertamente muy efectivo, un libro de dura psicología conductista que se titula: Duérmete niño, de un tal Dr. Estivill; un escrito en el que el bienestar de los hijos se sacrifica al las necesidades del mercado por unos padres agobiados y agotados por la sociedad. El intento europeo de aumentar la jornada laboral de 48 a 65 horas, ante lo que sólo se sabe solicitar guarderías, retrotraerá a Europa a condiciones capitalistas del siglo XIX.

Se hace que los niños pequeños, desde recién nacidos, se adapten al horario laboral arbitrario que tengan sus progenitores o a sus caprichos consumistas, padres que se quejan de no poder dormir, en lugar de dejar que el niño marque sus ritmos de comida y sueño de acuerdo con sus necesidades y en correspondencia con los ciclos de la naturaleza a los que se amoldan todos los cachorros de un mamífero. Resulta oprobioso para la especie humana ver como las gorilas y las leonas cuidan de sus crías, con que amor, que afecto, que paciencia, como tienen siempre limpios y protegidos a sus cachorros, como los amamantan hasta que les salen los dientes y entonces pueden comer ya por sí mismos las viandas que les traen los miembros de su manada. De todo eso nos ha librado el Progreso (*), un biberón con unos polvos y agua sustituye a los pechos maternos, una disciplina de adaptación al mercado sustituye el orden del universo y se piensa que con ello que se está siendo un ser humano y no un animal, avanzando en la civilización y alejándonos de la barbarie. Habrá entonces que corregir nuevamente a Rousseau, ¡Hombres! ¡sed animales! ¡Dad ese salto mortal!

NOTAS:

(*) http://www.lacavernadeplaton.com/articulosbis/progreso0708.htm