Hace 19 años se realizó una de las masacres más horrorosas de la guerra civil salvadoreña. En ésta fueron sumariamente asesinados 6 jesuitas y dos de sus colaboradoras, entre ellas, una adolescente de 15 años de edad. En esta reflexión, no vamos a rememorar ni el sadismo de la fuerza armada salvadoreña ni la inoperancia […]
Hace 19 años se realizó una de las masacres más horrorosas de la guerra civil salvadoreña. En ésta fueron sumariamente asesinados 6 jesuitas y dos de sus colaboradoras, entre ellas, una adolescente de 15 años de edad.
En esta reflexión, no vamos a rememorar ni el sadismo de la fuerza armada salvadoreña ni la inoperancia del sistema de justicia de El Salvador dado que el legado histórico de los mártires, va mucho más lejos que el espacio geográfico de un país y de sus fallas. Nuestro propósito es entonces situarnos en otro lugar: desde el cual, los asesinados nos interpelan para que forjemos una evaluación más apropiada de los tiempos presentes.
Comprender la relación entre el ser humano y su sociedad nos parece central para evaluar el legado histórico de los padres jesuitas asesinados, ya que en dicha relación se vive, se experimenta, como en el caso salvadoreño, un drama existencial con todas sus repercusiones. Notemos que El Salvador es para nosotros, dado que nuestro tema es el del compromiso con la verdad, un caso de referencia casual. El cual refleja un mundo de opresión, destructor de todo sentimiento humano, de toda esperanza. En efecto, es en éste mundo donde jóvenes sin ningún futuro, aprenden rápidamente que, para sobrevivir, hay que estar dispuestos a matar o a morir. Es ese mundo también, el de los enfermos que deambulan por la calles sin saber a dónde ir; o el de los desesperados que dada su situación económica, están dispuestos a emigrar sin importarles ni dónde ni cómo. Un mundo al fin de hombres, mujeres y niños, que un día Frantz Fanon llamó: Los condenados de la tierra.
Es ese mundo, el salvadoreño, el que sirvió de referencia a los padres jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA). Ahí, en donde ellos elaboraban, nunca lo ocultaron, otro proyecto de país. Para ello, idearon la Universidad para el Cambio Social que tenía un compromiso preciso: su opción preferencial por los pobres. Ciencia e investigación servirían entonces a esta causa y ambas demostrarían su eficacia, en la medida en que dichos instrumentos de análisis les proporcionarían un pensamiento crítico que debería hacer de ellos (los pobres), los hacedores de su propia historia. La transformación vendría entonces desde abajo, ahí donde hombres y mujeres dinamizados por la luz de la razón serían los responsables de su propio destino. En esto consistió, pensamos nosotros, la Gran Utopía de la dirección jesuita de la UCA.
La reacción de las élites dominantes salvadoreñas no se hizo esperar. En plena guerra fría, hombres de ciencia, profundamente humanistas, fueron señalados inmediatamente como comunistas y, peor aún, en plena guerra civil sangrienta, fueron acusados de ser los ideólogos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Se desata entonces contra ellos y contra su proyecto, a través de la prensa nacional, las bombas terroristas y las amenazas de todo tipo, toda la furia reaccionaria. En aquella época, había un slogan de la derecha salvadoreña que decía: «Haga patria, mate un cura».
El caso es que, en medio de todo un torbellino de violencias, es decir, de desaparecidos, de cuerpos decapitados, y de la guerra psicológica contra la población civil, la UCA seguía su rumbo: desmitificando la realidad opresora para volverla transparente, comprensible. Abriendo así, caminos de esperanzas. Y es aquí, en ese compromiso con la búsqueda de la verdad, que nosotros encontramos el legado histórico de los jesuitas masacrados en El Salvador. Y es desde ahí, creemos nosotros, que ellos siguen interpelándonos para hacer, desde sus martirios, la lectura de los tiempos presentes.
Todo les anunciaba su fin próximo: Monseñor Romero fue asesinado en su propio templo, en el momento de la consagración. Otros padres caían asesinados en sus casas de retiro junto a otros cristianos. Otros sacerdotes eran expulsados del país o emboscados para darles muerte. En fin, el brazo asesino no tenía reposo en la búsqueda de víctimas inocentes. No obstante esa realidad, los jesuitas continuaban fieles a ellos mismos, a su compromiso con los pobres. Compromiso que según nosotros, podría ser visto como sinónimo de compromiso con la Verdad que ellos habían asumido y convertido en norma ética profundamente interiorizada.
Es desde ahí, desde esa mirada ética, que ellos pensaban la sociedad que los rodeaba. La que de esta forma, se reflejaba de manera clara en sus estudios y discursos, logrando así calar intensamente en el imaginario de todos los estratos de la sociedad salvadoreña. Sus análisis dejaban al descubierto la hipocresía, la irracionalidad del poder dominante. Era lo que les daba fuerza moral, despertando así, el entusiasmo, el reconocimiento del pueblo.
Los jesuitas representaban entonces, para toda una generación de estudiantes, el modelo de un nuevo tipo de intelectual: el que actúa no como el astuto intelectual oportunista, siempre atento a la búsqueda del puesto, a figurar entre los «poderosos», sino el que actúa de acuerdo al bien común. Es este compromiso ético con la verdad el que ellos asumieron hasta las últimas consecuencias y dieron así, el testimonio de amor más grande por la humanidad. Es en este sentido, que los jesuitas asesinados transcienden un espacio geográfico (y la muerte misma) para situarse en la línea de los grandes hombres que con sus sacrificios llenos de generosidad continúan dialogando con nosotros, preguntándonos, me imagino con la sonrisa del Padre Segundo Montes: «¿Qué hiciste de tu hermano?».