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El ser y el tiempo de Heidegger

Fuentes: La Jornada Semanal

El 26 de mayo de 2006 se cumplieron treinta años de la muerte de Martin Heidegger, y este año se cumplen ochenta años de la publicación de su obra principal Ser y tiempo. Estos dos acontecimientos dan pie a rememorar al filósofo alemán.

D esde la perspectiva de los albores del nuevo milenio, gran parte de los impulsos pensantes que desglosó el siglo pasado tuvieron su origen en la provincia del sur de Alemania bajo un nombre que no ha sido indiferente ni a filósofos, ni a científicos, ni a poetas: Martin Heidegger. Así, parafraseando a Michel Foucault, diremos que quizá algún día el siglo XX se recuerde como heideggeriano.

En las aulas, bibliotecas, pasillos y cafés de las más heterogéneas universidades se lee la obra de Heidegger, ya sea para demostrar que él ha sido o el más grande filósofo del siglo, o el más grande charlatán. Se lee para aprender a pensar o para comprobar de qué manera «deforma» la filosofía. Se lee para descubrir nuevas propuestas en torno a la ya empolvada tradición, o para comparar su violencia interpretativa. Uno encuentra en sus textos una revelación de la esencia misma del lenguaje o un mero manejo de juegos de palabras. Uno descubre en sus escritos la brillantez del genio o la mediocridad de un mago intelectual. Al revisar sus propuestas uno descubre que ahí yace algo realmente importante, o que eso es un mero sinsentido. Quizás sea esta extremada polaridad la que desde hace décadas ha atraído la atención de pensadores, científicos y poetas hacia el filósofo de Friburgo.

Las propuestas heideggerianas parecen tocar más que el mero ámbito intelectual: o uno se deja absorber por ellas por completo con el riesgo de llegar a otro lugar no contemplado, o uno asegura el camino y se defiende contra esta «acientificidad» (como la llamó alguna vez su maestro E. Husserl), moviéndose, únicamente, en el parámetro filosófico establecido. Filosofar con Heidegger parece ser más bien una especie de aventura y no un respetable oficio académico. Quizás ello ya indica el carácter de su filosofía: la neutralidad y sobriedad de la razón no es lo primero, sino que ésta más bien oculta la disposición afectiva de nuestro estar en el mundo. La cotidianidad muestra el carácter ateorético de la existencia, el cual, sin embargo, es despojado por el dominio del conocer teórico. La arriesgada propuesta de Heidegger busca derribar los ídolos de la seguridad teórica e invita a enfrentar una posible ausencia de posición determinada. La filosofía para él no es, pues, una disciplina, sino que tiene carácter de vida, y quizás sus intentos consistan sólo en quererse mantener en ello.

Heidegger es una especie de disturbio en la construida continuidad de la tradición. Pero precisamente esta irrupción que ha desequilibrado las fuerzas que compartían el saber, muestra en lo más profundo nuestro estar en el mundo. Así como el conocimiento teórico estabiliza nuestro acceso a las cosas, en esa misma medida impide otra posibilidad de pensar. Y el ser humano, entendido desde esa interpretación, se halla encerrado en ciertos límites, más allá de los cuales todo es mero sinsentido. De esa forma, nuestro modo de preguntar y ver el mundo está ya delineado. Y una propuesta que salga de este marco aprehensivo no parece digna de ser tomada en cuenta. Sin embargo, el mérito inicial de la propuesta heideggeriana ha consistido precisamente en haber tomado en cuenta lo que desde el marco establecido parecía una banalidad.

El riesgo de todo verdadero creador no se halla sólo en la incomprensión de sus propuestas, sino de manera más intensa en la confusión que crean las mismas. Pero, precisamente, esa confusión en torno a la creación heideggeriana ha sido una de las más fructíferas que ha visto el pensar del siglo XX y los albores del xxi. Sin Heidegger no sería pensable el existencialismo de J. P. Sartre, ni la desconstrucción derridiana. El postmodernismo de R. Rorty; el pensamiento débil de G. Vattimo, el postestructuralismo de M. Foucault y el pensamiento de la otredad de E. Levinas serían imposibles sin las bases que proporcionó Heidegger. Asimismo, la hermenéutica contemporánea de corte gadameriano o ricoeriano serían difícilmente concebibles sin esta propuesta. Y qué decir de la llamada rehabilitación de la filosofía práctica, tal como la plantean H. Arendt, M. Riedel o F. Volpi: todos ellos toman como punto de partida la renovada lectura que el joven Heidegger llevó a cabo de Aristóteles. Asimismo, la crítica social de inspiración marxista planteada por H. Marcuse toma de manera central elementos heideggerianos. Actualmente, trabajos en torno a la llamada filosofía de la técnica, como la desarrollan W. Schirmacher, C. Mitcham, H. L. Dreyfus y el pensar ecológico de H. M. Schönherr hunden sus raíces en la filosofía de Heidegger.

En cierto sentido, la propuesta heideggeriana puede ser vista como universal, tanto respecto al ámbito territorial como al ámbito disciplinar. Pocas filosofías han logrado penetrar en otras tradiciones como lo ha hecho la filosofía de Heidegger. Y con ello no me refiero solamente a regiones europeizadas, como América Latina, sino a regiones estrictamente no occidentales, como Japón. La escuela fenomenológica de Kyoto, fundada por alumnos de Husserl y Heidegger, es la mejor muestra de ello. Pero también el espectro del pensar heideggeriano ha envuelto y dado impulsos a otras disciplinas. No sólo el teólogo más importante de la Iglesia católica en el siglo xx, K. Rahner, se apoya en Heidegger, sino también importantes aportes teológicos por parte de J. B. Lotz, M. Müller, G. Siewerth y B. Welte. La teología evangélica no se queda atrás en la medida en que R. Bultmann enriqueció su trabajo a partir de los diálogos con Heidegger en Marburgo. Los aportes en el ámbito de la psiquiatría por parte de L. Binswanger y M. Boss tienen su punto de partida en la crítica heideggeriana a la clínica basada en la subjetividad. Asimismo, la renovación psicoanalítica llevada a cabo por J. Lacan ha sido posible mediante los impulsos provenientes de la radical crítica heideggeriana. Los diálogos científicos entre Heidegger y físicos como C. F. von Weizäcker y W. Heisenberg condujeron a preguntas sobre preguntas, lo que para Heidegger significaba ya «llevar la ciencia al pensar».

Pero no sólo la ciencia se benefició de tal propuesta, sino que el arte descubrió algo excepcional en la filosofía heideggeriana. De ese modo es comprensible que poetas y literatos como R. Char, P. Celan, E. Jünger, E. Staiger, y escultores como E. Chillida, buscaran acercarse a Martin Heidegger. Éste no sólo pensó filosóficamente el origen de la obra de arte, sino que penetró en la esencia de la poesía, guiado en primer lugar por el «poeta de poetas», Friedrich Hölderlin, pero acompañado de Trakl, Rilke, George, Hebel, Mörike, Stifter. Asimismo, sus interpretaciones en torno a la pintura, especialmente en torno a Cezánne y Van Gogh, abrieron perspectivas más allá de la tradición estética de la metafísica.

El hombre de baja estatura proveniente de Meßkirch, un recodo conservador del sur de Alemania, logró elevarse a las alturas mediante lo revolucionario de su pensar. Esto llegó a tal grado, que por las aulas en donde enseñaba inició un desfile de personalidades que posteriormente configurarían la constelación filosófica de gran parte del siglo XX: M. Horkheimer, quien asistió a un curso de Heidegger en 1921, H. Jonas, L. Strauss, H. G. Gadamer, éste último a partir de 1923; H. Arendt, a partir de 1925; K. Löwith, J. Ritter, O. Becker, W. Bröcker, W. Kamlah, G. Krüger, W. Schulz, E. Fink, X. Zubiri, E. Levinas, H. Marcuse, J. Patocka, quien asistió a un curso en 1932; W. Weischedel, K. Rahner, J. B. Lotz, M. Müller, G. Siewerth, entre otros. Más allá de esta relación directa con los alumnos, los impulsos heideggerianos llegarán, receptiva o críticamente, a otros pensadores, como J. Ortega y Gasset, O. F. Bollnow, K. H. Volkmann-Schluck, L. Landgrebe, H. Lipps, A. Camus, G. Marcel, M. Merleau-Ponty.

El joven docente de Friburgo impresionaba no sólo por la fuerza y el carácter sui generis de sus lecciones, sino por lo penetrante de sus escritos. De esa forma no era impulsado únicamente por aquellos que ya habían grabado su nombre en la rica tradición filosófica alemana, como Heinrich Rickert, Edmund Husserl y Paul Natorp, sino también era apreciado por otros que se hallaban en vías de consolidación, como su amigo Karl Jaspers. Un alumno de Heidegger de los años veinte, Leo Strauss, resume sus impresiones sobre las lecciones de su maestro: «Nunca había visto yo tanta seriedad, profundidad y concentración en la interpretación de textos filosóficos. Escuché las interpretaciones de Heidegger de ciertos pasajes de Aristóteles, y tiempo después escuché a Werner Jaeger interpretar los mismos pasajes en Berlín. La caridad me obliga a limitar mi comparación señalando que no había comparación.» Hans Jonas, por su parte, también recuerda su experiencia con Heidegger: «Ahí estaba un hombre que pensaba frente a los alumnos, quien no leía lo pensado, como sucedía con Husserl, sino que ejecutaba el acto del pensar mismo en presencia de sus estudiantes.» Estas impresiones serán resumidas por Hannah Arendt al señalar que la fama del joven docente se esparcía como pólvora en Alemania como el «rumor de un rey oculto».

Heidegger se consagrará como filósofo en 1927 con un libro que ha llegado a ser un clásico de la filosofía occidental: Ser y tiempo. El replanteamiento de la pregunta por el sentido del ser con el que inicia el texto, no es para él un asunto de la ontología académica, sino algo que atañe fundamentalmente a la posición del ser humano respecto a sí mismo. Con Ser y tiempo, Heidegger expresa sistemáticamente aquello que once años atrás había escrito a su amada Elfride: «Tengo que vivir de una filosofía viva.» Y esto es así, precisamente porque la intención del tratado solamente puede ponerse en marcha a partir de una tematización del acceso. La trillada pregunta por el ser cobra pues nuevas luces al desencubrir el carácter ontológico del que pregunta: no animal racional, sino Dasein. De esta manera, el ser no es un tema filosófico ajeno a mí, sino aquello que, aunque siempre esté en juego, no puede ser siquiera cuestionado con la aprehensión de la esencia del ser humano como animal racional. Ahí la pregunta por el ser siempre devino la pregunta por la entidad del ente. Con Dasein, Heidegger no busca determinar una nueva estructura subjetiva, sino precisamente romper con la centralidad que le otorgó la tradición metafísica y mostrar el carácter excéntrico en que vivimos. Este carácter se expresa literalmente en el término «existencia», es decir, modo de ser de un ente que sólo puede estar determinado por ser mero lugar de la apertura del ser. Así pues, la existencia se entiende a partir de los modos de apertura de ser que implica: comprensión y disposición afectiva. Mientras que la comprensión abre posibilidades, la disposición afectiva muestra el cómo de esa apertura. Por ello la filosofía de Heidegger no puede ser ni mero existencialismo, cuyo apego a la existencia contendría todavía rasgos de un subjetivismo oculto, ni mera hermenéutica, apoyada solamente en la idea de la comprensión. Se acertaría mejor a la joven propuesta heideggeriana si se hablara de una hermenéutica disposicional, o como él la bautizó en una de sus primeras lecciones en Friburgo: una hermeneútica de la facticidad.

Será precisamente la disposición afectiva lo que desempeñará un papel central en el posterior trabajo filosófico de Heidegger en la medida en que ésta muestra con claridad el carácter vulnerable del Dasein, y de esta forma lleva a cabo un rompimiento radical con cualquier resabio subjetivo, a la vez que destaca la relación de ser que determina a este ente. A finales de la década de los veinte, Heidegger inicia una reinterpretación de su primera propuesta, nombrada por él mismo «ontología fundamental», que desembocará en lo que llamó pensar ontohistórico, o pensar del Ereignis (acontecimiento apropiador). Este segundo gran momento de su magna obra radicaliza los análisis desplegados en la ontología fundamental y los conduce a sus inevitables consecuencias: la imposibilidad de aprehensión con elementos de la tradición. Así como su maestro Edmund Husserl fue abandonado por gran parte de sus alumnos al plantear una propuesta trascendental que rompía en cierto sentido con sus primeras investigaciones, así el «segundo Heidegger» será difundido por sus alumnos (Löwith, Bröcker) como un místico, mítico o poeta que ha abandonado la filosofía. Gran parte de esa fama se debe, por un lado, a los escritos dispersamente publicados por Heidegger desde la década de los treinta, pero también indiscutiblemente a la larga tradición metafísica con la que ha convivido Occidente y ante la cual la propuesta heideggeriana no era familiar. Por lo pronto, el primer problema ha sido remediado en cierta forma al publicarse, en 1989, un tratado que propone una articulación en torno al pensar ontohistórico y que, de acuerdo con el mejor conocedor de la obra de Heidegger, F.W. von Herrmann, puede ser considerada su segunda obra más importante: Aportes a la filosofía. Acerca del evento.

Ahora bien, tanto las imprecisiones de Ser y tiempo como las dificultades de los Aportes, quizás puedan ser remediadas a partir de la publicación de su Obra integral (Gesamtausgabe), cuya publicación inició un año antes de la muerte de Heidegger. Desde esa fecha hasta el momento, se han publicado alrededor de setenta volúmenes, y en total serán 102. Si a esto se suma la correspondencia ya aparecida (con K. Jaspers, H. Arendt, E. Blochman, H. Rickert, E. Heidegger, etcétera), y la que está en vías de publicación (R. Bultmann, F. Heidegger, etcétera), la obra de M. Heidegger todavía tiene mucho que ofrecer.

Sin lugar a dudas, Heidegger seguirá dando de qué hablar, no sólo su pensar, sino su vida misma es provocadora: su rectorado bajo el auspicio del nacionalsocialismo, sus múltiples amantes, su rechazo reiterado a la cátedra de Berlín y su apego a la provincia friburguense; su incomodidad en la academia y su bienestar con los campesinos de Todtnauberg. Sin embargo, más allá de la unilateralidad de algunas críticas, quizás siga siendo válido lo que algún día Octavio Paz señaló al referirse a la relación entre vida y obra en cuanto órdenes diferentes: «La paradoja de las relaciones entre vida y obra consiste en que son realidades complementarias sólo en un sentido: podemos leer los poemas de Baudelaire sin conocer ningún detalle de su biografía; no podemos estudiar su vida si ignoramos que fue el autor de Les Fleurs de Mal