Hace cuarenta octubres nacía El Viejo Topo. Este aniversario brinda una ocasión propicia para esbozar algunas reflexiones sobre los avatares pasados y presentes de la lucha cultural en España. Pues esta revista nació para empeñarse en la batalla de las ideas y de los modos de vida… y sigue en ello. Recordemos algo de aquellos […]
Hace cuarenta octubres nacía El Viejo Topo. Este aniversario brinda una ocasión propicia para esbozar algunas reflexiones sobre los avatares pasados y presentes de la lucha cultural en España. Pues esta revista nació para empeñarse en la batalla de las ideas y de los modos de vida… y sigue en ello.
Recordemos algo de aquellos tiempos. 1976 fue el año en el que en España ya se pudo percibir que la reforma política se imponía a la ruptura democrática en la nueva etapa abierta tras la muerte del dictador, la de la transición. La Ley para la Reforma Política, aprobada por las Cortes franquistas, fue respaldada por el 94,1 % de los votos en el referéndum del 15 de diciembre. La oposición democrática propugnó la abstención activa, pero la participación llegó al 77% del censo. Era una señal de la correlación de fuerzas políticas que se avecinaba y sobre todo del ambiente sociocultural entonces dominante.
En junio de 1977, las primeras elecciones democráticas confirmaban el éxito de la operación «transición sin ruptura democrática». Entre la vencedora UCD de Adolfo Suárez y el resucitado PSOE sumaron 283 de los 350 diputados. El bipartidismo iniciaba así su andadura con más del 80% de los escaños. El PCE, principal partido de la oposición antifranquista, obtenía el 9,33% de los votos, un resultado de amarga digestión y distante de las expectativas creadas. (Entonces como ahora, sí. Y no estaría de más reflexionar en serio sobre ello y relacionarlo con las dificultades de penetración social de propuestas culturales alternativas a los valores dominantes, con la escasa densidad y difusión de una lucha de ideas capaz de trascender la transmisión de los argumentarios políticos tácticos y electorales).
Tal era el contexto en el que El Viejo Topo emprendía su labor de zapa político-cultural. Una labor de afinar las armas de la crítica y hacerlo tendiendo puentes entre las contraculturas presentes en los movimientos sociales del momento, abriendo diálogos entre tradiciones emancipatorias añejas como los marxismos y anarquismos tonificados por la efervescencia de la coyuntura y otras culturas más novedosas como el feminismo, el ecologismo y la desobediencia civil. Todo esto presentado con franqueza y mediante un diseño estético atractivo, rompedor de los cánones habituales en publicaciones de la izquierda recién salida de la clandestinidad.
Cabe decir que El Viejo Topo no emprendió este viaje en solitario. Fueron años de eclosión de numerosas revistas y plataformas sociales y culturales, de ilusiones y entusiasmos militantes, en un contexto mundial en el que el imperio norteamericano sufrió una sonora derrota en Vietnam, Centroamérica hervía… Pero en 1982 la mayoría de las publicaciones afines ya había desaparecido, con honrosas excepciones, como la revista mientras tanto. Las expectativas de cambio político-social profundo se habían desvanecido, se cocían desencantos y adaptaciones con distinto grado de cinismo a lo que podríamos llamar la lógica del sistema. El texto de Paco Fernández Buey publicado en el dossier de este número evoca en detalle y a mi modo de ver con acierto cómo éramos entonces y en qué contexto nos movíamos.
En la actualidad nos encontramos inmersos en una profunda crisis estructural, sistémica, cuyos rasgos de crisis de civilización ya apuntados hace cuarenta años no han cesado de agravarse. Los datos sobre la degradación ecológica del planeta son públicos y abrumadores. No falta conocimiento, ni recomendaciones científicas. Pero poderosos intereses y amplios sectores sociales subestiman su importancia y no se muestran aún dispuestos a aceptar los ineludibles cambios necesarios en los modos de producir, consumir y vivir.
Algo semejante ocurre con la catástrofe social: aumentan los desplazamientos forzosos de millones de personas expulsadas de su hábitat por los conflictos militares, el hambre y los desastres naturales, crecen las desigualdades y la exclusión, se extiende y agrava el paro, el empobrecimiento y la explotación de millones de trabajadores en todo el mundo. Y las respuestas de indignación colectiva, resistencia y rebeldía, si bien cuando se dan procuran ser minimizadas u ocultadas por los medios de desinformación, no parecen crecer y propagarse en consonancia con la gravedad de estos hechos.
La explicación de esta analgesia social, como si el aumento de los desastres e injusticias provocara una reacción anestésica en amplios sectores sociales resignados a considerarlas algo natural que no les afecta y les induce a la indiferencia en lugar de al dolor, tiene que ver con la penetración de los valores dominantes en las mentes y corazones de quienes así se comportan. Y ese es precisamente el terreno de la lucha cultural: el de encontrar los modos de conectar para rescatar del miedo, la parálisis o la indiferencia a millones de mentes sometidas a los valores individualistas que dan sentido a las actitudes de competencia, desconfianza y apatía social que vertebran su vida cotidiana. Pues los valores capitalistas habitan en el interior de nuestras cabezas y penetran a través de nuestro modo de vivir la cotidianidad, del sentido común dominante y asumido. El campo de batalla de los comportamientos se convierte así en un asunto primordial para ir configurando el nuevo sentido común que rompa con dichos valores.
Lograr el cambio social pasa por identificar y asumir en la práctica diaria estos valores comunitarios, alternativos, solidarios y fundados en la sostenibilidad de las opciones materiales de producción, vida y consumo. Esta cultura nace y se desarrolla en la lucha social y en la experiencia cotidiana de los de abajo, no es asunto de letratenientes. La alternativa de civilización ha de tomar cuerpo viviendo, pensando y actuando de modo distinto al impuesto por la cultura dominadora. La construcción de un nuevo sentido común se forja en los centros de trabajo y de estudio, en las calles y plazas, con los vecinos y amigos, en el entorno familiar, en los encuentros lúdicos en los que se comparte un ocio sano… Así nace un nuevo tipo de cotidianidad convivida por mayorías y capaz de traducirse en cambios institucionales y políticos.
Los saberes de la emancipación se fraguan en el quehacer diario y en las luchas sociales. Y la transformación de quienes proponen un mundo nuevo es sustancial. Se trata de predicar con el ejemplo, mediante el cultivo de la fraternidad frente a la cultura política dominante que reproduce cíclicamente en las organizaciones disputas de aparatos y liderazgos e incapacidad de asumir su diversidad como riqueza y fortaleza de un proyecto común, en lugar de vivirla como amenaza a intereses tribales.
El trabajo en las instituciones adquiere sentido visto al servicio de conseguir logros concretos para mejorar la vida de los ciudadanos y a la vez como espejo de pautas que ayuden a fraguar una nueva hegemonía basada en valores que propician la transformación social y cultural necesaria.
Hoy ante la amenaza de restauración bipartidista para preservar el viejo orden conviene insistir en la pertinencia de abrir un proceso constituyente impulsado por la voluntad de una amplia mayoría cohesionada en torno a un bloque social y cultural alternativo que se va forjando desde abajo para convertirse en sujeto y garantía de un cambio político sólido.
¿Hasta dónde llegarán las fuerzas que pueda aportar este Viejo Topo? Hasta donde alcancen sus limitados recursos y el talento humano dispuesto a alimentarlo a partir de las luchas, las experiencias, los lectores… Llegaremos hasta donde podamos, pero no nos desnaturalizaremos, seguiremos cavando.
Fuente: http://www.elviejotopo.com/articulo/el-sermon/
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