Brasil está en desgracia. Su presidente Jair Bolsonaro se ha atrincherado en el negacionismo y desafía al virus a pecho descubierto, provocando aglomeraciones en las que reparte besos y abrazos, mientras repite que el coronavirus es un catarro y como mucho una gripe.
Entre tanto, su país es ya el segundo, tras Estados Unidos con más contagios y fallecidos (400.000 y 26.000 respectivamente a 29 de abril). Así, mientras el presidente da la espalda a la población que entierra sus muertos como puede, los habitantes de las favelas, los más pobres de Brasil junto con los indios del Amazonas dan un ejemplo de cordura autogestionando la emergencia sanitaria en sus territorios.
Desde el primer momento Bolsonaro asumió como suya la posición contraria al confinamiento de Donald Trump, pero mientras este último tuvo que hacer rectificaciones cuando comprobó que la Casa Blanca estaba acosada por el virus, el presidente de Brasil se ha ido radicalizando en su negacionismo insultando y amenazando incluso a gobernadores de estados federales que sí han tomado medidas de seguridad sanitaria. Es verdad que su posición le ha llevado a una soledad desde la que ha tenido que aguantar la dimisión sucesiva de dos ministros de Salud, Nelson Teich y Henrique Mandetta, que llegaron a la conclusión que su presidente toma posiciones irresponsables. Sus diferencias se concretaron en relación a la cuarentena y al uso terapéutico de la cloroquina.
En realidad muchos de los apoyos que obtuvo para llegar a la presidencia se han esfumado. Recientes encuestas dan un 7% de apoyo a la gestión que hace Bolsonaro del coronavirus, mientras el 93% se muestra en contra. Ya es significativo que el poderoso O Globo es ahora uno de los agentes más críticos. También entre altos jefes militares se extienden las críticas al presidente. Pero tal vez la dimisión más significativa es la del ministro de Justicia, el juez Sergio Moro que metió en la cárcel a Luiz Inázio Lula da Silva en un caso claro de manifiesta prevaricación, lo que fue premiado por Bolsonaro con un ministerio. La razón de este premio es tan simple como que la inhabilitación de Lula, favorito en las encuestas, dejó la pista libre de ganador a Bolsonaro.
Todo esto explica que en la actualidad, tanto en tribunales como en el parlamento se hayan solicitado medidas de inhabilitación del actual presidente, lo que se sustanciará en próximos meses.
¿Cómo puede explicarse la llegada a la presidencia de quien algunas analistas no dudan en llamar sicópata? Lo cierto es que está comprobado que el “milagro” de su abrupto ascenso se debe en parte al despliegue de miles de pastores neopentecostales llevando a cabo una cruzada por el ex militar durante la campaña electoral.
Esta fuerza evangélica interviene cada vez más en el terreno político, atacando en tres frentes simultáneos: en el Congreso, donde “la bancada de la Biblia” controla la quinta parte de la Cámara de Diputados; en la prensa masiva con su multimedio Record, el segundo del país que recorta el espacio de la Rede O Globo; y en las barriadas populares, donde tiene una penetración territorial que no logra ningún otro partido. Frei Betto lo denuncia: las iglesias evangélicas están tomando en Brasil los poderes legislativos, ejecutivo y judicial.
Otras patas de apoyo son los militares, 70 de los cuales alcanzaron el parlamento en las listas electorales y su gurú económico Paulo Guedes, un Chicago boy que asegura un rumbo ultraliberal. Probablemente, a estas alturas y según encuestas, Bolsonaro se está equivocando y los apoyos religiosos se están reduciendo en la misma medida en que el virus va sembrando de muerte a la totalidad del país.
Es curioso que Bolsonaro ganara las elecciones con un discurso antisistema, cuando él mismo llevaba 28 años de diputado. Pero más inquietante es el hecho de que las ganara afirmando su apoyo al golpe de Estado de 1964 que dio lugar a una dictadura militar sangrienta. Él mismo afirmó en plena campaña electoral que la dictadura se equivocó al no haber matado más.
En este punto, la pregunta puñetera es ¿dónde está el PT de Lula? Todo parece indicar que el PT, contrario al proceso de destitución (impeachment) de Dilma Rousseff en mayo de 2016, no ve claro que ahora se ponga a la cabeza de un impeachment contra Bolsonaro, por coherencia. Pareciera que está esperando a que el presidente caiga como fruta madura por efecto de las presiones de otros actores políticos, económicos, sociales y hasta militares. No obstante, su reciente ofensiva regional abundando en la idea de que Brasil constituye una amenaza para la extensión del virus a todos los rincones de América Latina, pudiera estar preparando un cambio de posición del PT en pro de ser parte activa de un impeachment contra Bolsonaro por responsabilidad continental en la transmisión del virus.
En todo caso al PT de Lula le queda una reflexión por hacer. Redujo en mucho la pobreza durante sus gobiernos pero no logró hacer transformaciones estructurales, y falló seguramente en las asignaturas de ética y de organización de los trabajadores. Eso y la corrupción hizo que aumentaran las críticas contra su gestión, allanando el camino a Bolsonaro. Pero al PT no le bastará con volver al gobierno. No puede pensar solamente en ganar unas elecciones. Necesita recuperar la división de poderes, la independencia de los jueces, seguir ganando terreno a la pobreza, revertir la economía ultraliberal y los comportamientos neofascistas de sectores del Estado, devolver a los militares a los cuarteles y sanear unas policías corrompidas por los narcos. Difícil tarea para un Lula que necesitará algo así como un Frente Amplio Democrático y una alianza especial con Ciro Gómez, líder del PDT (Partido Democrático Laborista).