Poco a poco, buena parte del personal llega al final de las vacaciones y regresa a sus ocupaciones laborales o de estudio. No lo hacen ni las mujeres dedicadas al trabajo doméstico (las «amas de casa», que se les suele llamar, olvidando que la mayor parte de las veces las casas no tiene ama, sino […]
Poco a poco, buena parte del personal llega al final de las vacaciones y regresa a sus ocupaciones laborales o de estudio. No lo hacen ni las mujeres dedicadas al trabajo doméstico (las «amas de casa», que se les suele llamar, olvidando que la mayor parte de las veces las casas no tiene ama, sino amo, y que muchas de ellas carecen de vacaciones, porque durante el verano les toca seguir trabajando para que el resto de la familia no dé un palo al agua), ni quienes carecen de empleo, ni quienes han llegado a la edad del júbilo (o sea, a la jubilación), ni quienes no han tenido vacaciones en agosto, sea porque las tuvieron antes, porque las van a tener ahora o porque no las tienen nunca.
En fin, que vuelven muchos al trabajo asalariado, y casi todos regresan con una cara que llega hasta el suelo, abatidos, desganados y melancólicos, situación que los psicólogos al uso califican de «síndrome posvacacional». Dicen que no hay que darle mayor importancia «salvo en casos extremos», que los jefes deben ser comprensivos con ese estado de ánimo de sus empleados y que, además, no tarda en superarse.
Mi tesis es que el llamado «síndrome posvacacional» no es ningún síndrome, sino una reacción sana y lógica de ciertas personas que durante unas cuantas semanas se han ido situando en condiciones de juzgar con alguna distancia el absurdo alienante que encierra el grueso de la actividad profesional que desarrollan a lo largo de casi todo el año.
No todo el mundo odia su trabajo. Algunos tenemos la fortuna de dedicarnos -básicamente, se entiende- a una actividad con la que disfrutamos. Por eso no paramos de trabajar durante las vacaciones, aunque bajemos el pistón. Gozamos haciéndolo, e incluso nos frustraría no hacerlo. Somos adictos, en cierto modo.
Los hay que aman también su profesión, pero odian el modo en el que tienen que ejercerla. He conocido a muchísima gente así en el gremio periodístico. Les gusta escribir, pero no lo que les mandan que escriban. Disfrutarían contando noticias, pero les repugna manipularlas. Les haría felices escribir reportajes sobre cómo está el mundo, pero nadie les pide eso. Más bien lo contrario.
En esa misma categoría se sitúan muchísimos profesionales de las más diversas ramas. Todos amantes de su profesión u oficio; todos cabreados con la manera en la que deben llevarlo cada día a la práctica para que les paguen a fin de mes.
Hay que contar también con el efecto deprimente acumulado que acarrea tener que perder una parte importantísima del día yendo y viniendo de casa al centro de trabajo y del centro de trabajo a casa. Y con los devastadores efectos psicosomáticos de las comidas a salto de mata en cualquier sitio.
Concluyo: se llama «síndrome posvacacional» al tiempo que tarda una persona medianamente lúcida en resignarse a su destino mediocre y dejarse vencer por los efectos anestésicos de la rutina.
Leí hace años que los prisioneros de los campos de exterminio nazi organizaban partidos de fútbol, unos contra otros, para entretenerse mientras les llegaba la hora de acudir a la cámara de gas. Comprendí que los humanos somos capaces de amoldarnos a todo.
Que la mayoría supere el llamado «síndrome posvacacional» es otra buena prueba de ello.