Todo aquel sedimento semántico, que se expande en una comunidad, debe ser analizado tanto por sus efectos como por sus orígenes. Ninguna «comunidad de sentido» es ajena a la historia ni a las tensiones económicas y de clase que le dan origen. Cierto «sentido común» acepta, sin chistar, que nada de los que nos ocurre, […]
Todo aquel sedimento semántico, que se expande en una comunidad, debe ser analizado tanto por sus efectos como por sus orígenes. Ninguna «comunidad de sentido» es ajena a la historia ni a las tensiones económicas y de clase que le dan origen. Cierto «sentido común» acepta, sin chistar, que nada de los que nos ocurre, bajo el capitalismo, sería posible si lográsemos la unidad de los oprimidos y, sin embargo, no parece tener tanto «consenso» como el que imponen las operaciones mediáticas de odio contra Cuba, Bolivia, Venezuela… y contra todo cuanto suene a emancipación social. Nadie objeta, desde el «sentido común», que una «buena vida» es posible (por ejemplo: alimentación inteligente, salud socializada, vivienda sin miedos, trabajo digno y felicidad colectiva) y sin embargo no hemos logrado afianzarlo como determinación política sin retorno. Paradójicamente suele dominar la idea de que los derechos sociales pueden ser subordinados por el «derecho» de unos cuantos a vivir oprimiendo a las mayorías. Reina el «sinsentido» de la lógica dominante.
«Sinsentido» no es ausencia de «semántica», es el absurdo convertido en ideología para romper la cordura colectiva con aberraciones económicas y sofismas de clase. Por ejemplo, el derecho inapelable de la clase opresora para secuestrar la plusvalía y la «consuetudo» leguleya del Estado burgués como monopolio de gerentes autorizados para «apalear» legalmente todo malestar o protesta. Condiciones ambas para garantizar al establishment su predominio material y su dominio cultural donde las mayorías vivan en miseria y postergación mientras una élite goza en la abundancia y el privilegio. La sinrazón al poder.
Siglos y más siglos en el despojo crearon (para los subordinados) miríadas de «sentido común». La moral del opresor invadiendo la conciencia de los oprimidos hasta que acepten, y con orgullo, su condición de parias. Abundan los argumentos teológicos, demográficos, místicos o metafísicos. Se hizo eso «sentido común» y no pocas comunidades de sentido hegemónico se esmeran en perfeccionar las tesis (y las síntesis) de su condición subordinada. El «sinsentido» común. Y, además, se especializa el sentido subordinador basado en la división social del trabajo y en la condición de género, edad y talentos. El debate capital-trabajo convertido en himno trágico, en «cosa del destino», en asunto de suerte. «El que nace para maceta del corredor no pasa», dicen algunos. Y armaron otra «comunidad de sentido»… especializado en la resignación. Un «valle de lágrimas».
Esa es la panacea semántica de las máquinas de guerra ideológica llamadas «medios de comunicación». En ellas se regodea la creatividad del opresor para penetrar, cada día más a fondo y de manera más durable, con sus dispositivos de control intelectual en todos los «segmentos» de población. Especialmente los oprimidos pero no solamente. Cada ser humano recibe según su edad, su género y su posición geopolítica, avalanchas ideológicas planificadas para conformar un ser humano adaptable y manso. Una persona coherente (con las premisas del establishment) y especialmente productiva, consumista, individualista y dócil. Por destacar lo más obvio. Cataratas de «sentido común» dominante sobre pueblos enteros a mañana, tarde y noche. Feligresías del «orden» amaestradas para agradecer un lugar en el mapa del modo de producción reinante.
También es parte de otro «sentido común» denunciar los resortes enajenantes oligarcas, sus intereses de clase y sus consecuencias. Se ha convertido en moda «progre» o en agenda de territorios académicos o políticos muy diversos. Casi nadie ignora las canalladas pergeñadas por la ideología dominante para someter las consciencias de los pueblos y ya es «lugar común» el despliegue de las manipulaciones psicológicas por todos los medios. Y sin embargo, saber no es sinónimo de movilizarse o luchar contra las causas y los efectos de la industria del «sentido común». Que es otro «sinsentido».
Entonces tenemos sociedades infestadas con fabricantes de «sentido común» que plantean la disputa en términos de lo más diverso. Los hay mesiánicos, mercantilistas, religiosos, académicos, artísticos… frecuentemente «sabelotodo» jactanciosos que dicen conocer los intersticios de las conductas humanas y se atreven a despegar su recetarios simbólicos para dominar -o contrarrestar- los efectos de las plagas más diversas del «sentido común» desperdigado en las cabezas y en los corazones de los pueblos. Piensan que un «sentido común» saca a otro «sentido común».
En la base está el capitalismo y el debate debe ir hasta la base del modelo económico, absurdo como es, y desde ahí analizar toda la superestructura que estudió, con magníficos aportes, Ludovico Silva, por ejemplo. Elaborar desde ahí una tipología de los medios y los modos de producción del » sentido común», sus fuentes y sus nexos con la ideología dominante de su época y describir con precisión su poder y sus efectos económicos y culturales, cuantitativos y cualitativos. Desentrañar toda su estructura y disponerse a combatirla con un programa de transformaciones culturales que tenga por premisa la participación directa de las bases sociales. No se puede combatir la maquinaria del «sentido común» predominante sólo con elucubraciones doctas por más lúcidas que parezcan. En todo caso, ya han demostrado su inutilidad trabajando al margen de los frentes en las bases. Ahora mismo se multiplican los escenarios de guerra simbólica, por ejemplo en los campos de las luchas electorales, donde se pretende afianzar el «síndrome de Estocolmo» electoral para que las víctimas voten por sus verdugos y se sientan orgullosas de eso. Tal barbarie cultural no será derrotada sólo con bibliografías o conferencias, no seamos víctimas de tal «sinsentido».
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