Los clásicos del marxismo alemán decían que el antisemitismo – refiriéndose a los prejuicios populistas en boga contra los judíos, denostados como «raza de explotadores y usureros» – constituía «el socialismo de los necios». Es de temer que esa variedad de «socialismo» no se haya extinguido con el siglo XX. Prueba de ello es el […]
Los clásicos del marxismo alemán decían que el antisemitismo – refiriéndose a los prejuicios populistas en boga contra los judíos, denostados como «raza de explotadores y usureros» – constituía «el socialismo de los necios». Es de temer que esa variedad de «socialismo» no se haya extinguido con el siglo XX. Prueba de ello es el artículo de Carlo Frabetti que, bajo el título de «Sionazismo», ha alcanzado estos días una notable difusión en las redes. Dicho artículo representa tal compendio de despropósitos y confusiones que, desde la izquierda, exige no sólo polémica, sino una alarmada denuncia. Y es que, bajo un envoltorio de consideraciones psicológicas y dudosas generalizaciones históricas, Frabetti acaba sirviéndonos como explicación de la política criminal del Estado de Israel un plato recalentado: si los judíos fueron otrora «el pueblo deicida», ahora se habrían convertido – por una razón intrínseca y de un modo plenamente responsable – nada menos que en «un pueblo de vampiros».
¡Qué malos recuerdos trae al pensamiento progresista la siniestra alegoría de Frabetti! La evocación de los judíos «bebedores de sangre» forma parte, en efecto, del más rancio imaginario medieval… y de no pocas actas inquisitoriales. Más respetuosos que Frabetti con la ciencia de Sigmund Freud (judío vienés, por cierto), dejaremos el psicoanálisis a los profesionales. Contentémonos con señalar que el poso de la educación católica de nuestro autor – que él mismo reconoce, pero de la que dice renegar – parece jugarle una mala pasada, aflorando con inusitada virulencia en sus tesis. «Una de las principales razones de la preponderancia del mito del vampiro – empieza el texto – es la supuesta contagiosidad del vampirismo. (…) Los psicólogos aún no han explicado plenamente el fenómeno, pero lo observan todos los días: con alarmante frecuencia, los maltratados se convierten en maltratadores, las víctimas se convierten en verdugos».
¡Menuda manera de extrapolar a un colectivo diseminado por todo el mundo, con profundas diferenciaciones sociales en su seno, a través de distintas realidades históricas – y, por si fuera poco, a lo largo de sucesivas generaciones – un comportamiento patológico individual! Pero aún produce mayor desazón leer lo que sigue: «El mayor daño que los nazis hicieron a los judíos no fue exterminar a varios millones de ellos (¿Será por eso que Le Pen se refiere a Auschwitz como «una cuestión de detalle de la Historia»?), sino crear las condiciones para que otros tantos se convirtieran en los más despiadados herederos del nazismo». Ya hablaremos más delante de esa confusa noción de «sionazismo». Ante todo, importa señalar que, para Frabetti, si «los supervivientes de ese brutal exterminio retomaron la vieja fórmula, corregida y aumentada, de manos de los nazis para dedicarse, con la misma ferocidad que sus antecesores y verdugos, al exterminio de los palestinos y a la invasión de los países colindantes»… lo hicieron y siguen haciéndolo con pleno conocimiento de causa. Pues, ciertamente, «ser judío no es lo mismo que ser mapuche, ni que ser suizo, ni que ser negro; se parece más a ser católico: es una elección que implica la asunción de una determinada tradición, de una determinada ideología (…) Por lo tanto, quienes se definen y se reconocen como judíos están haciendo una importante elección que, en estos momentos, entraña una grave responsabilidad».
Nos encontramos, una vez más, ante la sempiterna cantinela reaccionaria acerca de la «responsabilidad colectiva de los pueblos» – que, por otra parte, acaban teniendo «los gobiernos que se merecen». ¿Puede un europeo culto decir sin sonrojarse que ser judío constituye «una elección»? Eso nunca ha sido así a lo largo de la historia. ¿Una elección por parte de quién? Dreyfus estaba convencido y orgulloso de ser un leal soldado de la República francesa. Fue la susodicha república quien le recordó – y, a través de él, quien hizo saber a todos sus correligionarios, que iban camino de olvidar sus orígenes, creyéndose ya parte integrante de la Nación – que Francia les veía todavía como un cuerpo extraño, gente de dudosa fiabilidad. ¡Cuántos judíos alemanes sufrieron como una inesperada afrenta el ascenso de un antisemitismo que cuestionaba su condición de patriotas! ¡Ellos, que habían derramado su sangre por el káiser en Verdún y en cuantos campos de batalla sembró de cadáveres la Gran Guerra! ¡Y cuántos hombres, mujeres y niños perecieron en el holocausto, no porque hubiesen adherido a ninguna «tradición o ideología», como dice con tanta frivolidad Frabetti, sino porque unos apellidos o una denuncia anónima les designaron fatalmente como hebreos!
¿Qué es el fascismo?
En una cosa tiene razón nuestro hombre: «Los judíos no son una etnia, ni constituyen un país, ni se distinguen en función de rasgos físicos característicos». En efecto: fue la condición social de judío, su función en las relaciones económicas feudales, lo que determinó la permanencia del judaísmo, de sus creencias, cultura y tradiciones a lo largo de siglos y vicisitudes – y no la religión quien mantuvo unido, a través de una fantasiosa «adhesión libre y responsable», al «pueblo de Israel». ¿Había acaso muchas elecciones identitarias posibles en el gueto o en las «zonas de residencia» trazadas por los cristianos? El marxismo enseña que «las condiciones materiales de existencia determinan la conciencia». Ese principio científico rige para judíos y gentiles. Sólo la revolución francesa, barriendo las relaciones del antiguo régimen y brindando el acceso a la ciudadanía, abría las puertas a los judíos… para que dejaran de serlo. El ascenso de la democracia política en los países industrializados determinó una fuerte tendencia a la asimilación… que se truncó con el salto del capitalismo a su convulsa fase imperialista. La obra integradora de un siglo en las naciones más avanzadas se reveló insuficiente para superar un legado milenario de discriminación, oprobio y persecuciones. Por lo que respecta a Europa central y oriental, el capitalismo accedía al nuevo y tumultuoso estadio de desarrollo combinándose con numerosos rasgos económicos, sociales y políticos de carácter predemocrático, entre ellos la miserable situación en que vivían las masas judías. De hecho, verificando de un modo extremadamente cruel la aseveración de Lenin según la cual «el imperialismo representa la reacción en toda la línea», el siglo XX ha llevado la «cuestión judía» hasta el paroxismo. A través del genocidio nazi… y a través de la existencia del Estado de Israel, momentos históricos que une un profundo nexo; pero no el que pretenden los propagandistas del sionismo, ni tampoco Carlo Frabetti.
El fascismo constituyó un fenómeno específico y extremo de la descomposición capitalista. La democracia se revelaba incapaz de contener las crecientes contradicciones sociales, que amenazaban con desembocar en una crisis revolucionaria. El fascismo representó, en tales circunstancias, el último recurso del capital imperialista, que sólo pudo mantener su dominio – y prepararse para la guerra – comprimiendo violentamente la lucha de clases, aplastándola bajo la pesada losa de una dictadura policíaca. Pero, frente a una clase trabajadora numerosa y organizada, eso sólo fue posible movilizando a la pequeña burguesía atenazada por la crisis y a sectores desclasados del propio proletariado contra el movimiento obrero, sus partidos y sindicatos. Si el fascismo es, por cuanto al régimen social se refiere, una despótica dictadura del capital financiero, ese componente de las clases intermedias como ariete contra el proletariado, así como su atomización y su encuadramiento en un Estado que proclama por ende la superación del conflicto entre las clases, revisten una importancia decisiva. Hasta el punto de definir la singularidad, el rasgo diferenciador de ese fenómeno que lo distingue de otros totalitarismos coetáneos y de las muchas dictaduras y tiranías que han ensombrecido nuestra era. Ciertamente, detrás de las delirantes proclamaciones sobre la superioridad de la «raza aria» estaba la política de expansión del imperialismo alemán. Pero semejante delirio, para acabar tomando cuerpo, precisó la irrupción de la pequeña burguesía, alzándose sobre su mediocridad y sus miedos atávicos, embriagándose de mitos medievales y transmutando su impotencia ante el capitalismo en un odio incontenible hacia «la raza maldita de los banqueros cosmopolitas».
Abuso de términos
La crueldad del nazismo ha quedado tan impregnada en la memoria colectiva, que se tiende con facilidad a tildar de «fascismo» cualquier manifestación de racismo, cualquier violencia… Sin embargo, en numerosas ocasiones, eso corresponde mucho más a una reacción indignada ante la brutalidad de los poderosos que a una comprensión rigurosa de los acontecimientos, susceptible de esclarecer a los oprimidos en el camino de su emancipación. Violencia, tiranía y exterminios han existido a lo largo de la historia, bajo muy variadas formaciones sociales. En nuestro tiempo, muchas dictaduras, sobre todo de tipo militar, han adoptado rasgos del fascismo. Pero no todo régimen despótico se asienta sobre la misma relación entre las clases sociales de la nación. Si eso parece secundario desde una óptica democrática de condena de la injusticia y la opresión, deviene no obstante decisivo a la hora de definir una estrategia liberadora. ¡Cuántas veces se ha comparado al régimen de Hitler con el gobierno de Stalin! Los paralelismos son muchos, sin duda; pero las respectivas bases sociales del Reich y de la antigua URSS eran bien distintas. La historia así lo ha confirmado… aunque haya sido del modo más desfavorable a la causa del socialismo. Una parte de la izquierda revolucionaria mundial, identificada con la tradición de la IV Internacional, confió en que la caída, a término inevitable, de la dictadura burocrática diese paso a un renacimiento de la democracia participativa de las clases trabajadoras («democracia soviética», decíamos años atrás, en referencia al legado original de Octubre), preservando los cimientos de la propiedad nacionalizada de los grandes medios de producción. No fue posible refundar un movimiento obrero sobre esa perspectiva. El régimen se desmoronó. Y, en todo el mundo, una izquierda atónita y desarbolada ideológicamente contempló cómo buena parte de los antiguos dignatarios «comunistas» y otros destacados represores abrazaban la bandera del capitalismo neoliberal, provocando en los años siguientes una caída en picado del nivel de vida del pueblo y de la cultura. ¡Desde luego, no es indiferente qué relaciones sociales sustentan los distintos regímenes políticos!
Carlo Frabetti no es demasiado original al tildar al sionismo de «fascista». Esa confusión es frecuente en la izquierda y en la extrema izquierda. Con el término «fascista» se pretende estigmatizar la política expansionista de Israel, sus perpetuas guerras contra los pueblos árabes, sus crímenes contra la sojuzgada población palestina… Pero ese calificativo, del todo inexacto, tampoco ayuda demasiado a tejer una política revolucionaria. Israel es ante todo un estado colonial, que se sostiene sobre dos factores fundamentales: la ayuda de las potencias imperialistas, que cuentan con esa entidad como gendarme en la región, y la cohesión de la propia sociedad colonial en unas condiciones muy particulares – que no son las de un régimen fascista, por mucho que el espíritu de la «unión sagrada» frente a la amenaza exterior sujete poderosamente la lucha de clases, y a pesar del racismo congénito, inherente a la definición del Estado, etc.
Holocausto y sionismo
Y es que, mal que pese a Frabetti, la colonización judía de Palestina tampoco fue una «libre elección». Esa colonización sólo avanzó decisivamente sobre la base de la «solución final» concebida en Europa, sobre la aniquilación del movimiento obrero socialista judío y sus anhelos de igualdad y de integración democrática, sobre las presiones combinadas de las potencias vencedoras para dar «un destino apropiado» a los supervivientes del Holocausto… Y ahora que estamos inmersos en la lucha por la recuperación de la memoria histórica, es de justicia reivindicar el ejemplo de los numerosos judíos europeos, afiliados a las más variadas corrientes de la izquierda que, ante el avance amenazador de la reacción, no se precipitaron hacia Palestina, sino que acudieron a España para socorrer a la República. En las trincheras leales, también de maldecía a Franco en yiddish. (No deja de ser llamativo ver hoy en día a los dirigentes del PP jalear las campañas militares de Israel. ¡Ellos, los herederos de aquella dictadura que pretendía salvarnos de las garras del «judeomarxismo y la francmasonería»! En realidad, los retoños son tan nacional-católicos y, culturalmente, tan antisemitas como sus predecesores y mentores. Simplemente, han descubierto en los judíos una excelente utilidad práctica: que se dediquen furiosamente a «matar moros». O, según la terminología geopolítica al uso, «que se sitúen a la vanguardia de la cruzada mundial contra el terrorismo islámico». Un terror que, dicho sea de paso, Bush califica igualmente y sin el menor empacho… como «fascista»).
He aquí pues el nexo real, y no mitológico, entre los acontecimientos: el mismo sistema imperialista que había designado a los judíos como chivo expiatorio de sus violentas crisis y que llegó a industrializar su exterminio, en una nueva coyuntura mundial, empujaba a millares de desplazados, aún temblorosos ante la tragedia vivida, hacia una nueva trampa. La «solución» sionista, levantando un estado sobre la expoliación de Palestina, colocaba así a una masa creciente de emigrados de espaldas al mar y les condenaba a una guerra interminable con los pueblos árabes. La relación de opresión permanente en que vive instalada la sociedad israelí, constituye una fuente de corrupción moral para dicha colectividad. En un estado militarizado como el de Israel, la responsabilidad por los crímenes contra el pueblo palestino tiende a «socializarse». Como decía recientemente un soldado israelí, miembro del movimiento opositor «Rompamos el silencio», «los controles militares y los muros no se han erigido para impedir que los palestinos penetren en Israel; los hemos levantado para que no nos alcance la insoportable visión de la realidad». La propaganda sionista mezcla, pues, mitos ancestrales con cinismo fresco y arrogancia de conquistadores para justificar lo injustificable… al tiempo que alimenta constantemente el temor entre la población. En un círculo infernal, la opresión genera odio… y el odio acrecienta un miedo que autoriza cualquier nueva represalia. La guerra contra el Líbano es buena prueba de ello, y los compañeros de la izquierda anticolonial israelí saben cuán difícil es quebrar esa lógica.
Un problema latente
Pero, desde Occidente, no debemos perder de vista un aspecto fundamental: el antisemitismo sigue latente en nuestras sociedades postmodernas. El sionismo, para justificarse a sí mismo y para captar adhesiones a su proyecto colonizador, trata de explotar los prejuicios atávicos contra los judíos. Pero, si lo consigue, es porque tales prejuicios siguen ahí, profundamente enraizados en un inconsciente colectivo a cuyos demonios no ha dudado el capitalismo en invocar para salvarse. Tomemos el ejemplo de la comunidad judía más importante de Europa, la de Francia, que Israel considera la «mayor reserva de candidatos a la emigración». En la patria de los Derechos Humanos, sucesivamente y a lo largo de dos siglos, los judíos accedieron a la nacionalidad francesa y a la igualdad jurídica, cayeron bajo sospecha de sedición, llevaron en sus ropas la estrella de David y fueron deportados por el régimen de Vichy. Por no hablar de los judíos autóctonos de la antigua Argelia francesa, elevados al rango de «nacionales» (para crear una base social al dominio de la metrópoli, dividiendo así a la población indígena), desposeídos de ella durante la guerra… y conducidos más tarde a la primera línea de fuego, ya en el seno de las fuerzas francesas libres, en batallones coloniales «judíos»… bajo el mando de oficiales comme il faut. El sentimiento de «provisionalidad» es palpable entre una comunidad que revive un pasado demasiado reciente cada vez que la extrema derecha progresa en intención de voto… o percibe la hostilidad que suscita entre determinados sectores de la inmigración magrebí la amalgama entre «judío» y «sionista»; una interesada identificación promovida desde el propio poder de la República, desde la Agencia judía y la embajada de Israel, así como desde las instituciones israelitas conservadoras de Francia.
Baste el ejemplo para hacerse una idea de la complejidad del problema. La cuestión judía no hallará solución en la pequeña patria palestina: necesitará horizontes más vastos que ya sólo puede despejar la marcha de la humanidad hacia el socialismo. Pero, justamente por eso, la izquierda debe ser vigilante y no caer en los viejos prejuicios, aunque se vistan de renovado «antiimperialismo». «Sólo algunas de las víctimas de los vampiros – concluye Frabetti – se convierten a su vez en sangradores; otras se vuelven cada vez más conscientes de la intolerable causa de su desgracia, y la cólera antiimperialista crece en los países islámicos…». ¡Así pues los judíos son irredentos «sangradores»! Desde luego, si semejante discurso críptico racista proliferase entre la izquierda, no pocos judíos progresistas de todo el mundo – por no hablar de las clases trabajadoras de Israel -, lejos de separarse del sionismo, lo percibirían como la última e incierta tabla de salvación a la que aferrarse ante el naufragio de la civilización. La experiencia histórica del nacional-socialismo debería habernos vuelto intratables con el «socialismo de los necios». Pues bien, tampoco deberíamos mostrarnos condescendientes con el «antiimperialismo»… de Frabetti.