No presté atención al eclipse anular de ayer. No tenía las gafas de las narices -tampoco había hecho nada por procurármelas-, temía lastimarme todavía más la vista y el asunto, además, me apasionaba más bien poco. Ya sé que se trató de un fenómeno muy peculiar, que hacía más de dos siglos que no se […]
No presté atención al eclipse anular de ayer. No tenía las gafas de las narices -tampoco había hecho nada por procurármelas-, temía lastimarme todavía más la vista y el asunto, además, me apasionaba más bien poco. Ya sé que se trató de un fenómeno muy peculiar, que hacía más de dos siglos que no se producía, pero hay montones de sucesos que no sólo tardan más de 200 años en repetirse, sino que incluso no se repiten jamás, y eso no los vuelve más apasionantes. Me dije que ya lo vería en fotografía o en alguna filmación televisada, llegado el caso, y me dediqué a hacer lo que habría hecho cualquier otro lunes.
Salí más tarde a hacer algunos recados y oí en la radio del coche a un fotógrafo de El Mundo que se mostraba mucho más drástico que yo. Declaró que no le veía ningún interés a lo del eclipse y, elevando la anécdota a categoría, mostró su disgusto por el entusiasmo con el que la gente acude por miles y miles a convocatorias que parten de los medios de comunicación y que se centran en asuntos bobos, triviales y anodinos.
No compartí su desprecio total por el eclipse, pero me interesó su reflexión posterior. Es verdad que las poblaciones actuales -no sólo las actuales, pero muy en especial las actuales- actúan como si se vieran impelidas por una pulsión gregaria, que las empuja a valorar en mucho aquello de lo que más se habla en los medios de comunicación y a hacer lo mismo que los medios dicen que va a hacer o que está haciendo muchísima gente más. Existe una enorme tendencia a la fetichización de lo famoso. Se valoran los sucesos o los objetos no por lo que aportan o representan en sí mismos, sino por su importancia mediática.
Hay una escena de la película Blow Up, rodada por Michelangelo Antonioni en 1966, que me vino ayer de inmediato al recuerdo después de oír el comentario del fotógrafo de El Mundo. En el curso de un concierto de rock, un famoso guitarrista destroza a golpes el instrumento -solían hacerlo por aquel tiempo- y tira los restos al público. Se produce una auténtica batalla campal para hacerse con algún pedazo de la guitarra del mito. Pero, por una serie de circunstancias que no vale la pena relatar aquí y ahora, el trozo más preciado (el final del mástil, incluido el clavijero) acaba en una basura. Algún tiempo después, un individuo que pasa por la calle repara en el objeto y lo mira. No ve en él más que un trozo de madera inservible, y lo desdeña.
Desprovista de mitología, la reliquia pierde su condición de tal.
Creo que el esfuerzo por valorar a las personas, a los acontecimientos y los objetos por lo que realmente pueden aportarnos, dejando de lado las hipotéticas razones de su fama, representa un ejercicio de salud ideológica digno de estima.
Quizá seguidores demasiado literales de esa máxima, a algunos nos basta con que «todo el mundo» hable de una película, de una exposición, de una obra de teatro, de un disco, de un fenómeno natural o de lo que sea para que nos entren unas enormes ganas de no ir, de no oírlo, de no verlo, de darle la espalda.
No siempre acertamos. A veces somos injustos. Pero por lo general damos en el clavo y nos libramos de un montón de patochadas.