A veces se da la curiosa alineación de planetas, de circunstancias sociales, que hacen posible la emergencia de la expresión artística como auténtica forma de acción política. Es ello tal vez consecuencia de la emergencia de las masas como actor político fundamental, hito del cual depende también, con la emergencia del problema de la legitimidad, […]
A veces se da la curiosa alineación de planetas, de circunstancias sociales, que hacen posible la emergencia de la expresión artística como auténtica forma de acción política. Es ello tal vez consecuencia de la emergencia de las masas como actor político fundamental, hito del cual depende también, con la emergencia del problema de la legitimidad, el surgimiento de la paradójica figura del guerrillero. Éste, yendo a la contra del funcionamiento tradicional de la guerra como última expresión del enfrentamiento político, no persigue, al igual que el soldado convencional, distinguirse del civil y apartarlo del conflicto, sino que su táctica es exactamente la opuesta: explotar el camuflaje que proporciona la ruptura de la frágil distinción entre el soldado y el civil para hacer que la acción de resistencia, masiva y homogénea, sea indomeñable. El «civil», que hasta entonces se había visto apartado de «lo político», de repente se ve obligado a tomar una doble decisión de compromiso: ayudar o no al guerrillero, unirse o no a la lucha armada.
Pero no nos engañemos. Como diría burlonamente Julien Freund, uno no tiene la libertad de elegir o no un enemigo político y a cuál. Es el enemigo el que de hecho «elige» por nosotros. Así, los gobiernos ilegítimos «eligen» emplear al ejército y a los cuerpos policiales para reprimir las movilizaciones sociales de las masas que discuten la legitimidad de las decisiones políticas tomadas. De la misma forma, los ejércitos ocupantes o sublevados pretenden dominar por la fuerza la voluntad de pueblos que se saben libres, haciendo que pensar si «echarse al monte» no sea una elección sino un deber.
Esa difusión de la frontera entre lo civil y lo militar implica también necesariamente la imbricación de lo cultural y lo político. El civil que toma conciencia del combate en que está inmerso no puede sino reaccionar y tomar partido, combatiendo en el ámbito donde tiene la capacidad o la posibilidad de hacerlo.
La obra Maquis, escrita por Rubén Buren y puesta en escena por Paloma Pérez Montoro y el grupo Serendipia Teatro, se torna en ejemplo paradigmático de los efectos que esa toma de conciencia produce en el ámbito de lo cultural y estético, siendo en cierto modo heredera, en otras circunstancias y con otros medios, de la mejor tradición del teatro militante que acuñara el genial Bertolt Brecht.
La obra supone un paso más en la lucha por recuperar la conciencia de todo lo robado, fusil en mano y con ayuda del fascismo, por quienes se sublevaron contra el legítimo orden republicano e instauraron un régimen sórdido de terror, represión y mentiras que duró 40 años y que desembocó en esta otra farsa, que llevamos a cuestas desde hace más de treinta años, construída a partir de la amenaza, el chantaje y el silenciamiento que ocultan el fuego y la sangre que fueron necesarios para construir este falso consenso. Y ese esfuerzo militante sale ya a relucir en su propia publicación, llevada a cabo por la pequeña editorial Tiempo de Cerezas, que se mantiene gracias al trabajo constante y al convencimiento político radical de sus dueños. La escritura y publicación de la obra es ya, en sí misma, una acción política.
Pero también lo es la puesta en escena, que emerge de la iniciativa de Paloma Pérez Montoro, una incondicional amante y buena conocedora del teatro, y del grupo de actores al que consigue convocar con una idea bien precisa:
Hacer compatible el compromiso político de todos con su mayor talento. Poner al servicio del objetivo político principal de la sociedad española de hoy, que es denunciar el agotamiento de un sistema político, social y económico que fue construido sobre el miedo y a espaldas de quienes lo dotan de legitimidad, sus más preciados conocimientos y habilidades. Hacer, en suma y como diría Nietzsche, del arte dramático no una profesión sino un estado.
La obra, estrenada el pasado día 15 en la Sala Mirador, gira en torno a la inevitable tragedia en que quedan envueltos diferentes personajes que retratan, como si de los tipos de la commedia dell’arte se tratara, la complejidad político-social de la descompuesta España de la posguerra. La perseverancia de quienes, integrando la guerrilla o apoyándola desde el llano, intentaban hacer visible para los vencidos un destello de esperanza cada vez menos creíble. El hastío de quienes sintieron perder en la guerra más de lo que valían sus convicciones o las de aquellos que murieron por éstas. La irresistible fuerza con la que, quienes no vivimos directamente el conflicto, quedamos sin embargo envueltos en sus consecuencias porque la Guerra Civil define, de una forma o de otra, pero siempre como punto de referencia, quiénes somos.
Los actores hacen un gran trabajo de construcción de los personajes, que resultan siempre creíbles a pesar de la brutalidad de los eventos que aparecen reflejados en la obra y que podrían llevar, a los no experimentados, a caer en un cierto histrionismo dramático. Se huye también de los retratos simples y maniqueos, sin debilitar con ello la evidente toma de partido que es necesaria para huír de los tópicos manidos que marcan la interminable lista de obras (películas y novelas fundamentalmente) sobre la Guerra Civil, esas que despolitizan, ignoran, no cuestionan y, en último término, se convierten en ñoños alegatos moralistas.
La puesta en escena recuerda, en sus medios técnicos, al fascinante éxito que tienen los movimientos guerrilleros allí donde consiguen tener fuerza. Si éstos ganan batallas frente a los ejércitos mejor preparados del mundo valiéndose de armas que quedaron anticuadas hace un siglo, de la cooperación de sus compatriotas y de su conocimiento del terreno (el «carácter telúrico» del partisano, que diría Carl Schmitt), lo mismo se puede decir de la obra de teatro que nos ocupa.
El carácter «telúrico», es decir, el conocimiento preciso, profundo y admirable del terreno dramático, que ha hecho posible esta pieza de teatro-guerrilla es también, no sólo una evidencia, sino la clave de su éxito. En una sala relativamente pequeña y con unos recursos económicos de partida terriblemente escasos, la obra se construye con un atrezzo minimalista (tocones de bosque, sillas, un par de fusiles de anticuario…), un vestuario que aún no se acostumbra a haber perdido el polvo de baúles, cajas y armarios empotrados, y, sobre todo, gracias a la capacidad de creación de ambientes que tiene, como únicas herramientas, los focos, el sonido y la música.
La experiencia catártica es de una profundidad abrumadora. La guerrilla de actores y la guerrilla antifranquista se fusionan en una simbiosis estética dentro de la cual uno no puede saber muy bien quién representa a quién. ¿Son los actores quienes representan la función política de los guerrilleros o, por el contrario, es la figura del guerrillero antifranquista la que les sirve para representar su propia voluntad de acción política? El espectador participa del mismo juego. ¿Es la obra una invitación a ponerse en la piel de quienes vivieron la posguerra o, por el contrario, una pregunta incómoda que nos está obligando a tomar partido en los conflictos del presente?
Vean la obra y descubran por ustedes mismos en qué consiste la inquietante experiencia de este teatro guerrillero.
Detalles:
Del 15 del Septiembre al 9 de Octubre.
Sala Mirador, C/ Doctor Fourquet 31, Madrid.
Jueves, Viernes y Sábados a las 20:00. Domingos a las 19:00.