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Entrevista con el dramaturgo Alfonso Sastre:

«El teatro volverá a intervenir en la vida social y en la historia del pensamiento»

Fuentes: Gara

Tras once años de ostracismo, en los que no se ha estrenado ni una de sus obras, el dramaturgo Alfonso Sastre ha tenido ocasión de asistir estos días a la representación, casi simultánea, de dos de ellas. Son los platos fuertes de un año en el que el autor, afincado en Hondarribia desde hace ya […]

Tras once años de ostracismo, en los que no se ha estrenado ni una de sus obras, el dramaturgo Alfonso Sastre ha tenido ocasión de asistir estos días a la representación, casi simultánea, de dos de ellas. Son los platos fuertes de un año en el que el autor, afincado en Hondarribia desde hace ya tres décadas, será objeto de atenciones tan numerosas como inusitadas.

Alfonso Sastre vio el fin de semana pasado cómo la compañía Teatreros estrenaba en Donostia «¡Han matado a Prokopius!», mientras que en otro San Sebastián, el madrileño San Sebastián de los Reyes, Juan Carlos Pérez de la Fuente ponía en escena «¿Dónde estás, Ulalume?». El Círculo de Bellas Artes le ha dedicado unas jornadas y el Centro Dramático Nacional ultima su versión de «Marat-Sade», de Peter Weiss. Acaban de publicarse sus obras escogidas y «La República de las Letras» le dicará un número. No parece exagerado, pues, hablar de un «Año Sastre».

¿Cómo han ido los estrenos?
La psicología de los públicos donostiarra y madrileño es muy distinta, y también su grado de efusividad. Pero la impresión general ha sido muy buena.

«¡Han matado a Prokopius!», a caballo entre el teatro político y el «thriller», es «una comedia que trata de temas muy graves», tan graves como la muerte en atentado de un diputado de HB en Madrid. Usted ha augurado gran éxito a la obra. ¿Significaría que la opinión pública es mucho menos maniquea en lo que a Euskal Herria se refiere que la opinión publicada?
Si así fuera, sería una buena noticia. Para mí es significativo que los miembros de la compañía que representa la obra, que, salvo alguna excepción, son madrileños, no han sentido ninguna extrañeza al leer un texto en el que hay referencias al atentado contra Manzanas o la Mesa de Alsasua. Son temas tabú, que no se tratan nunca y, por tanto, pueden resultar algo sorprendentes. Vamos a ver qué pasa.

Esta obra abre la serie «Los crímenes extraños», protagonizada por una singular pareja de detectives: Isidro, «falangista revolucionario», y Pepita, hija de un militante comunista «suicidado» por la Policía.
La idea de la serie se me ocurrió cuando di con la pareja. He conocido gente como Isidro, que, con contradicciones terribles, representa la parte obrerista del fascismo español. De hecho, la camisa azul de Falange era originariamente de las JONS. Era azul de Bergara, el tejido de los monos proletarios. Pero la clave está en Pepita, hija de un dirigente comunista asesinado, y ahí se dibuja el caso de Julián Grimau. Isidro y Pepita funcionan muy bien, casi no me cuesta escribir sus diálogos. Eso me llevó a concebir la serie, que, además de «¡Han matado a Prokopius!», incluye «Crimen al otro lado del espejo», «El asesinato de la luna llena» y «El extraño caso de los caballos de Rosmersholm».

Todas publicadas por Hiru. La vocación del teatro es ser representado, pero, quizá porque a falta de pan buenas son las tornas, usted se ha acostumbrado a escribir teatro para ser leído. De hecho, sus obras están cuajadas de guiños al lector.
Decidí adaptarme a la situación de que no se representasen mis obras y convivir no sólo con un lector imaginario, sino incluso con un director más imaginario todavía, el director que quizá un día se animara a llevarlas a escena. Me divierto mucho haciendo todos esos guiños.

«¿Dónde estás, Ulalume?» tiene especial significado para usted. En su momento, dijo que sería su último drama y añadió que le gustaría ser recordado por él.
Lo escribí en 1990 y dije que sería el último en vista de que mis obras no se estrenaban. Afortunadamente, lo representó Eolo. En cuanto a que me gustaría ser recordado por él, ello se debe a que soy un gran admirador de Poe y me pareció que mi drama estaba al nivel del proyecto que tuve al escribirlo, que era reflejar los últimos días de su vida.

Ha pasado once años sin ver estrenada una sola de sus obras. ¿Ostracismo es un término que cabe aplicar a su situación? No sé, pero once años son muchos. La situación era paradójica. Por ejemplo, en este tiempo he recibido el premio Max que la SGAE concede a un autor importante; por tanto, yo era un autor importante, pero ninguna de mis obras era representada.

De repente, recibe usted muchas atenciones. ¿Casualidad?
Que, de repente, dos obras mías se estrenen casi el mismo día es, sin duda, casualidad. Pero, en general, creo que esta rarísima concentración de atenciones se debe a una convergencia de factores. Uno puede tener que ver con que se empice a tener atención a determinados escritores cuando cumplen ochenta años.

¿En qué medida cree que su situación es consecuencia de su compromiso político y en qué medida lo es de un mercado en el que hay poco espacio para ciertas propuestas?
No sabría decir exactamente en qué medida influyen uno y otro factor, pero desde que estrené mi primera obra, en el año 46, he mantenido una relación conflictiva tanto en lo político como en lo que al medio teatral respecta. Admito que mi teatro pueda resultar difícil para los públicos más corrientes, aunque, la verdad, no ha sido mi deseo y siempre he tratado de abordar temas de modo muy asequible. El caso es que el teatro mercantil tiene su dinámica y yo no entré nunca en ella. Hay que tener en cuenta que el medio teatral español ha sido siempre muy reaccionario. Durante el franquismo, casi todo estaba en manos de empresarios privados, y las tentativas de usar el teatro como un mecanismo de cultura poética tropezaban con el hecho de que esos empresarios sólo querían hacer negocio.

Que el empresario privado no quiera arriesgar parece lógico. Pero hoy hay mucho teatro público. Incluso los programadores suelen ser funcionarios.
Así es, pero, no se sabe el porqué, muchos de estos programadores, que no corren mayores riesgos y no deberían verse movidos por el éxito de taquilla, parecen haber heredado la poca inquietud cultural de los antiguos empresarios.

Usted ha hecho recientemente esta profecía: «Habrá un drama que volverá a intervenir en la vida social y en la historia del pensamiento». ¿Es sólo voluntarismo o atisba algún síntoma de cambio?
Es un deseo, pero basado en el convencimiento de que la obra teatral tiene esas virtualidades, que son las que han garantizado que el teatro no haya desaparecido. Lo que sí es cierto, y no vamos a rasgarnos las vestiduras por ello, es que el sueño de un teatro popular en grandes salas seguramente no se materializará y que el teatro del que hablo se representará en pequeñas salas. Estas pequeñas salas serán lugares desde los cuales se proyecte una luz sobre los espectadores. El cine y la televisión tienen una gran fuerza y no vamos a disputar. Sería un gran error para el teatro ponerse a disputar con el cine y la televisión la solicitud de los públicos. Que los públicos ocupen los espacios que les parezcan más atractivos y nosotros creemos espacios que sean atractivos. Lo que no se puede hacer es un teatro que no signifique nada, en el que no ocurra nada. Hay que hacer un teatro que tenga los ingredientes que planteo, es decir, que tenga capacidad de intervención social, aspecto político, y de exploración de la realidad, aspecto filosófico. El teatro no es política, no es filosofía, pero tiene que ver con la transformación o no de la realidad.

«Los dramaturgos somos expertos en conflictos, así es que no haríamos mal papel en una mesa por la paz»
No es sólo uno de los prototipos más acabados de lo que se ha dado en llamar el intelectual comprometido, sino que ha teorizado al respecto. Rara es la ocasión en la que se suscita la cuestión del papel de los intelectuales sin que nadie cite sus textos como argumento de autoridad.

El día 20 cumplirá 81 años. A su edad, ¿qué ejercicio practica para mantener lozano su afán de sedición?
Mi vida ha consistido en no estar de acuerdo; supongo que lo que yo haga tendrá ese carácter hasta que me muera.

No sólo es un sedicioso, sino un sedicioso optimista. Eso se desprende, al menos, de las jornadas que organiza Alfonso Sastre Kultur Elkartea.
Efectivamente, quienes constituimos el grupo participamos de un cierto optimismo, sobre todo en lo que a América Latina respecta. En los ASKEncuentros planteamos hace dos años la idea de que la Utopía podía ser una noción a recuperar. Los versos de «La Internacional» -«el mundo ha de cambiar de base…»- pueden reactualizarse. Lo que parece claro, y no es optimismo gratuito, es que ya ha quedado desmentido en la práctica aquello de que la historia había teminado, y que la llamada postmodernidad está empezando a ser una antigualla. Tras el derrumbamiento del sistema soviético, parecía que se había acabado verdaderamente la historia. Muchos intelectuales huyeron… a la derecha e incluso a la extrema derecha. Otros, los más decentes seguramente, se fueron a casa con su tristeza. Hoy, sin embargo, empieza a haber núcleos de gente que se apunta a la esperanza. Yo me planteo la necesidad del optimismo, de la esperanza.

¿Y cómo ve «lo nuestro»? Su nombre figura entre los impulsores de la iniciativa por el diálogo Milakabilaka.
Lo de los vascos no tiene vuelta de hoja. Es un problema político, no hay ninguna duda al respecto, y los problemas políticos no se resuelven con medidas policiacas, sino en términos políticos. Por tanto, es evidentísimo que sólo a través del diálogo se conseguirá un escenario de paz. A veces, he dicho en broma que me ofrezco como señora de la limpieza para la sala donde tenga lugar ese diálogo, y, otras, no tan en broma, que los dramaturgos somos expertos en conflictos, así es que quizá alguno de nosotros no haría mal papel en una de esas mesas. La dramaturgia, al servicio de la paz.