Le habían dicho que las sillas servían para sentarse pero Haizea no tardó en descubrirles otros posibles usos. Una silla también era una mesa en la que comer o dibujar, una tienda de campaña en la que esconderse, un arma arrojadiza y, sobre todo, unas maravillosas escaleras que le permitieran alcanzar los prohibidos estantes. Tiempo […]
Le habían dicho que las sillas servían para sentarse pero Haizea no tardó en descubrirles otros posibles usos. Una silla también era una mesa en la que comer o dibujar, una tienda de campaña en la que esconderse, un arma arrojadiza y, sobre todo, unas maravillosas escaleras que le permitieran alcanzar los prohibidos estantes.
Tiempo atrás, al mismo tiempo en que Haizea crecía, había crecido con ella la altura de los estantes y la infeliz coincidencia de que cuanto más apetecía alguna cosa, más arriba iba a parar en el armario.
Aunque le habían hablado de los riesgos y no contaba entre sus amistades a nadie que vistiera bata blanca, estaba segura de poder afrontarlos. Desde arriba de una silla y a la altura de la puerta de un estante, la emoción por coronar con éxito la empresa y alcanzar la cumbre, nubla el temor del golpe y la posible visita al médico, y en la cabeza de Haizea aquel era un día claro, despejado, sin nubes que advirtieran tormentas.
Le bastó un intento para que sus manos alcanzaran las galletas. Es verdad que no eran chocolates, precisamente, lo que más ambicionaba, pero no sabían mal como consuelo.
Tres galletas más tarde Haizea acometía su segunda alpina empresa. Si acercaba la mesa al armario convirtiéndolo en su campamento base y sobre la mesa ponía la silla y, subida en ella, iniciaba el ascenso, alcanzaría el segundo estante. No obstante el temor de que tampoco allí estuvieran los chocolates y de que las vacilaciones de la silla se trasladaran a la cordada, Haizea coronó la cima y desveló el misterio: caramelos.
Como era de esperar los chocolates estaban en el último estante, el más alto. Casi lo rozaba pero necesitaría crecer algunos centímetros más para alcanzarlo. Una vez regresó al campamento base se endulzó manos y boca y sopesó la situación. Si colocaba sobre la silla una caja podría salvar la distancia que la separaban de los chocolates.
De nuevo el temor de darle la razón a quienes, sabía, no hubieran aprobado su aventura puso en tela de juicio su entusiasmo, pero no había llegado tan lejos como para volverse atrás y, hasta el momento, nada había ocurrido. Bueno sí, que aún le quedaban galletas y caramelos.
La que se tambaleaba no era sólo la silla. La caja se había hundido por el peso de Haizea y ésta, tan asustada como aferrada a su sueño, buscaba temerosa su equilibrio.
Decidida a todo, Haizea se puso de puntillas, estiró la mano y agarró la puerta. Una fuerte sacudida de la silla a la que siguieron varias réplicas volvió a advertirle a Haizea del peligro. La silla se había movido peligrosamente hacia un extremo de la mesa y si no se daba prisa, cuando volviera a abrir los ojos iba a tener al médico delante. Cierto que también podía abandonar, pero no iba a hacerlo ahora. Los chocolates la llamaban, la estaban esperando, y sólo tenía que abrir la puerta, agarrarlos y bajar. Sólo un paso más…
¡Y lo logró! Cogió los chocolates y con la misma habilidad con que había trepado hasta el tercer estante bajó de la silla a la mesa y de la mesa al suelo. Luego empujó mesas, trasladó sillas, puso todo en su lugar, arregló la maltrecha caja y, satisfecha, se comió todos los chocolates.
Por eso es que está en el hospital.
PD: Otro posible final es que la autoridad salió del baño precipitadamente, alertado por el ruido de la mesa empujada a una nueva ubicación, y llegó a la cocina a tiempo de evitar la ascensión a la silla. El final feliz se festejó con una compartida degustación de chocolates.
Por eso es que están en el hospital.
PD/2 No, no están en el hospital. Este es un final feliz. Es cierto que los dos comieron chocolates pero lo hicieron con mesura, con sumo cuidado, con extremada prudencia…por eso es que aún están vomitando.
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