Vivo en el Circuito Interior en la ciudad de México. En un edificio de seis pisos que tiembla ante el mínimo estímulo. Un tráiler trepidando por el viaducto. Una ventisca desmesurada. Los vecinos barriendo con estrépito. Tiembla. Salvo que una mañana de mayo de 2014, mientras preparaba un ensayo final, tembló de veras. 7.1 o […]
Vivo en el Circuito Interior en la ciudad de México. En un edificio de seis pisos que tiembla ante el mínimo estímulo. Un tráiler trepidando por el viaducto. Una ventisca desmesurada. Los vecinos barriendo con estrépito. Tiembla. Salvo que una mañana de mayo de 2014, mientras preparaba un ensayo final, tembló de veras. 7.1 o 7.2. Pero no quiero hablar de eso. No es importante. A decir verdad nada es menos importante que mi propia experiencia ante una posible catástrofe, o ante la que vivió mi país hace un poco más de tres semanas, y me toco observar desde la distancia.
Pero en esa mirada surgía algo curioso: allí donde se buscaba información sobre el hecho, se encontraban solo testimonios personales de lo vivido. Incluso Facebook insertó un componente a través del cual las personas, con un click, hacían saber al universo que se encontraban a salvo. El hecho como tal, la información que necesitaba ser desplegada, en consecuencia, aparecía tímidamente por detrás de este bosque infinito de voces, que se superponen unas a otras, como si lucharan entre ellas por hacerse notar más, para diferenciarse, aunque en rigor, para confundirse con las otras, para pertenecer aún más a la tendencia.
Vivimos en una época en que la gente se angustia al no pertenecer. Odia perderse de algo, quedarse fuera de un acontecimiento, incluso si no le incumbe, incluso si en el fondo de su corazón lo detesta o no está identificado con ello. Más vale estar al tanto de la situación, no porque en el fondo interese, sino porque no estarlo, estar en cierto modo, al margen, realmente nos angustia, algo nos hace falta, estamos incompletos. Tenemos, en consecuencia, la necesidad de estar conectados, de sentirnos parte de algo.
Nada raro hasta aquí. Salvo que las redes sociales solo calman esa angustia en apariencia. Alivian la superficie de esa soledad.
Si uno analiza bien, nada más solitario que una chica glamurosa que, en medio de una discoteca, sube una foto a la red social. Nada quizá más triste. Nada más desolador. Y tampoco nada más preocupante, al punto que la pregunta sobre dónde estamos en realidad es, de repente, más seria que nunca. Es como si el objetivo de nuestras acciones fuera poder probarlo públicamente en Facebook o Instagram. De verdad. Uno puede observar eso en una grupo de turistas europeos que, engañados por una agencia de viajes, hicieron todo el recorrido hasta «La mitad del mundo», solo para descubrir que no hay nada que valga la pena ver allí, que ser turista es quizá, de las cosas más aburridas que existen, pero que, no obstante, es una buena situación para probarle al mundo que hice el viaje y, además, soy feliz.
El semblante de aquellos turistas se transforma repentinamente ante la inminencia de la fotografía: el tedio, se convierte en emoción desmesurada y artificial. Pululan las sonrisas que, segundos atrás, parecían imposibles. ¿No ocurrió algo análogo con el terremoto del 24 de Abril? ¿La repentina reacción colaborativa, no estuvo también movida por esta presión existente, no ya de ser feliz (demostrarlo), sino de ser solidario, políticamente correcto?
En efecto, las redes sociales tienen sus reglas inherentes. Por ejemplo, nadie puede colgar una foto desnuda. Sería eliminada y quizá esté bien que sea así. Pero, en otro plano, sus reglas, constituyen una ideología solapada. ¿Qué hubiera pasado si alguien, contrario a lo que se instaba por aquellos días, politizaba la catástrofe? En rigor nada. Sin embargo, el propio Correa se negó: «no quisiera politizar el asunto», dijo, sobre todo cuando el hecho estaba todavía fresco. Anunciaba el peligro.
A aquel que quería politizar el terremoto, evidentemente, no le hubiera pasado nada grave. No en realidad. Si hubiera escrito un comentario tipo: «esto solo lo puede solucionar Correa» o «fue culpa del estado», se lo hubieran comido vivo. Claro, dentro de la red social, lo cual, en apariencia, no es demasiado grave. Pero uno nunca sabe.
Cómo vas a decir eso, qué insensible ante el dolor de los demás, qué inhumano, por qué mejor, en vez de andar diciendo pendejadas, no vienes a ayudar, como yo, que vine a comprar latas de atún y de arroz y de fideos, y estoy contribuyendo de veras. Mira aquí están las fotos de lo que mandé. Y aún más, si me fuera posible, estaría ya mismo en Manabí, ayudando a levantar escombros, utilizando mi poco o nulo conocimiento (lo acepto) en construcción, primeros auxilios, electricidad, logística. Pero ayudando. Tú , por tu parte, qué diablos haces, dime qué has hecho en verdad por tu país. Pruébalo.
Hay que aceptar una cosa. La gran mayoría de la gente subió fotos de los productos que, en un acto de humanidad inconmensurable, habían enviado a la zona del desastre. Eso me sorprendió. La verdad es que esperé ver fotografías más heroicas. Pero subestimé su sentido del decoro. Lo acepto. La lógica que estaba detrás de aquellas fotos era ciertamente la «aportar realmente», no la de figurar, y recién reacciono ante ello. Sin embargo, ¿no fueron aquellas fotos sin rostro, una forma más potente del figuretismo crónico de nuestra sociedad? En otras palabras, ¿qué tiene de malo de subir una foto mientras, enfundado en una camiseta de la selección ecuatoriana, llegaba con dos quintales de arroz a un centro de acopio? La gente sube fotos al Facebook, por muchísimo menos.
A mi entender opera aquí una lógica: la de la caridad. A nadie le gusta, hoy en día, en nuestra políticamente correcta sociedad, sacar pecho de sus contribuciones voluntarias. Nadie llega a una reunión de amigos diciendo, qué bestia, hoy le di cinco dólares al que me limpió el parabrisas del automóvil. A tal punto fue la voluntad de anonimato que, fueron el propio Correa y Alvarado quienes en un momento de distracción mayor aceptaron: muchas gracias a las sacrificadas empresas privadas que contribuyeron con un millón de dólares o dos. Vaya muestra de solidaridad. Gracias al Supermaxi al cual, por cierto, jamás se le ocurrirá la idea de poner una pancarta que dijera: gastamos 3 millones de dólares en el terremoto. De nada. No funciona así la caridad.
Por eso tanta ausencia de rostros heroicos, cuando no fueran de los bomberos, de los militares, de los topos mexicanos, la cruz roja y, sí, del presidente y su gabinete. Esos son los rostros de la catástrofe, ¿por qué? Porque ellos no estuvieron allí por caridad, sino porque era su responsabilidad hacerlo.
Increíblemente, la lógica de las redes sociales que, vamos a decirlo claramente, en nada se diferencia de la lógica universalista cristiana que domina a Occidente desde hace siglos (en la cual hay que ser pero, sobre todo, parecer), pondera mucho más a los que dan caridad que quienes se hacen cargo de sus responsabilidades. Allí su contenido ideológico más poderoso, su estrategia neoliberal: «el mundo lo cambiaremos los entrepreneurs con nuestra fuerza de voluntad».
Un engaño donde los haya. Suerte que el Ecuador ha consolidado su institucionalidad en los últimos diez años, de tal modo que pudo hacer frente a la catástrofe con el éxito que estos acontecimientos permiten: así lo ponderó la propia ONU hace pocos días. Sin esa estructura todas las donaciones hubieran sido infructuosas, actos de buena voluntad, pero no de verdadera ayuda a los damnificados (el camino al infierno está llena de buenas intenciones, creo que se dice en las iglesias). Lo increíble de aquello, es que ahora que han pasado algunos días (y entonces, ahora sí se puede hablar de política) se le pida al estado que reduzca su capacidad de acción cuya operatividad depende, en gran medida, de sus sistemas burocráticos.
Pero en fin.
Confundidos en el éter de las redes sociales a veces olvidamos lo más básico. El tiempo de la catástrofe, sugería Walter Benjamin, es el momento en el cual más debiéramos abrazar nuestra condición de sujetos históricos. Estar, por decirlo en palabras lacrimosas, a la altura de la historia. Asumirla con responsabilidad. La solidaridad debe darse por descontado.
Lamentablemente para algunos, el único sujeto histórico capaz de dar la talla, en nuestras circunstancias históricas, es el estado. De allí que el alza en los impuestos, no solo es la medida más razonable, sino la más importante de frente a la catástrofe. Lo siento. Las cosas las cambian los responsables, no los solidarios. Esa medida la tomó este gobierno tan vilipendiado por los voluntariosos libres pensadores de mi país. Los solidarios y caritativos intelectuales de derecha (un oxímoron), que gastan páginas y páginas pidiendo que el gobierno nacional venda sus aviones, que el estado reduzca sus gastos suntuarios.
Ojala en lo que hoy se ha llamado, equivocadamente, la sociedad civil, también pudiera operar la lógica con que ha actuado el estado ecuatoriano: debemos ayudar a los damnificados del terremoto, no porque podemos y queremos ayudarles, sino porque es nuestra responsabilidad hacerlo. Para conquistar ese estado de consciencia es más que necesario politizar la catástrofe.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.