Tomado del libro «Diario íntimo de Jack el Destripador» de Koldo campos Sagaseta y J.Kalvellido. Editado por Tiempo de Cerezas
Lamentablemente mi carrera como destripador está llegando a su final y, a partir de ahora, tendré que resignarme a repasar los álbumes de fotos en compañía de mis nietos. Me conformo con que sepan que el decrépito anciano que tanta risa les provoca en la actualidad, años atrás, sólo la invocación de su nombre infundía tal sobrecogimiento que ningún esfínter era capaz de contenerse, cuando su abuelo era la celebridad que ya no soy.
Me siento impotente para mantener el prestigio que alcanzara como delincuente de fama universal en el pasado. Ya nunca, no importa lo que haga, ocupo una primera página, doy pie a un avance informativo o interrumpo un programa con un «ultima hora».
Las dos únicas veces que mi nombre ha aparecido en un periódico en lo que va de año ha sido en el crucigrama. «Nombre de famoso destripador del siglo IXX que actuó en Londres». A ese tiempo y ciudad pretenden reducir mi brillante ejecutoria.
Y es que no hay forma de competir, ya no con los grandes delincuentes a cargo de gobiernos que en la más tonta escaramuza de su más mediocre guerra generan más cadáveres que los que yo haya aportado nunca, tampoco con esos otros malhechores que, bajo la cobertura de una empresa, pueblan páginas y espacios con los trabajadores muertos que provocan sus supuestos accidentes laborales.
Un obrero que cae de su andamio a falta de un arnés que lo sujete; otro que pierde un brazo engullido por una máquina defectuosa; un tercero que, a falta de descanso, se duerme y se estrella a bordo de un camión.
Puede elegir, si quiere, el accidente de su gusto que, en algún perdido rincón de su periódico, va a encontrar un trabajador que le ponga nombre al infortunio.
Y no son los citados los únicos accidentes. Tampoco van a faltar algunas asépticas desgracias, fatales adversidades, que podrán no tener responsables pero sí víctimas.
Un día, es un edificio que se derrumba por sospechosas fallas en su construcción; otro día, es una explosión en un conducto de gas que no se revisaba desde su instalación; otro más, una embarcación sobrecargada que se hunde, o un desayuno escolar en mal estado, o un avión que exhausto se desploma tras haber agotado sus años de servicio.
¿Qué puede hacer alguien como yo, desprovisto de amparos legales, para competir con tanta homicida competencia?
¿Levantar un camping en el viejo cauce de un río a la espera de que las aguas retomen su natural camino y los ahogados se cuentan por docenas o establecerlo a la vera de una carretera general por la que transiten camiones cargados de explosivas sustancias en la esperanza de que un accidente vuele por los aires a los acampados?
¿Qué moderna empresa podría establecer que aumente mi registro de damnificados como destripador? ¿A qué podría dedicarme en el futuro? ¿A vender, tal vez, aceite de colza como comestible? ¿A regentar una central nuclear?
¿En qué negocio podría competir con tanto aventajado delincuente? ¿En el de la venta al tercer mundo de fármacos prohibidos? ¿En el de las vacas locas o la gripe aviar? ¿En el de la estafa inmobiliaria?
Desgraciadamente, el tiempo me está dejando atrás. El tiempo, ese relumbrón intermitente que cuando se apaga y cuando se enciende nos regala la vida, ya no está conmigo.
Desde tiempos inmemoriales, porque siempre existieron los cretinos, algunos, en lugar de vivir la vida, decidieron registrarla desde afuera, dedicados al vano ejercicio de ponerles nombres a los días, y hasta buscaron a Dios como pretexto para que los domingos fueran días de descanso y el resto de los días de trabajo. Más tarde incorporaron otros motivos para festejar los días y para aborrecerlos. Los martes y trece, desde entonces, han cargado una maldita fama que nunca merecieron. Y para compensar tan populares desventuras, los mismos cretinos idearon celebrar los cumpleaños: el Día de la Madre, el del Padre, el del Maestro, el de la Secretaria, el del patrón de la ciudad, las navidades y las semanas santas. Hasta que en plena era del cretinismo cibernético, no hay día que no tenga propietario.
A los días remitimos voluntades y esperanzas formulando propósitos de enmienda que suelen tener día pero nunca encuentran hora. Y es que nada desmoviliza tanto como el calendario. Lo peor es que lo sabemos y lo repetimos cada vez que debemos excusarnos con un «…es que no he tenido, no me han dado, no he sacado tiempo».
En lugar de ser nosotros los que vayamos por el tiempo, aceptamos con suicida resignación que sea la vida la que pase por nosotros, los sin brazos, los sin piernas, los entretenidos en contar el tiempo. El tiempo que hace que no salgo, el tiempo que hace que no bebo, el tiempo que hace que no bailo, que no sueño, que no vivo, que no destripo a nadie.