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Neoliberalismo y bancos centrales

El timo de la deuda soberana

Fuentes: El salmón contracorriente

«El neoliberalismo es la respuesta a un gran fracaso de dimensiones históricas, a saber, la incapacidad del capital para mantener tasas de ganancia adecuadas» (Alejandro Nadal)   Deudocracia «La misión de estas instituciones es transferir, bajo las más diversas formas, masas colosales de riqueza al sector financiero». El lapidario diagnóstico del economista brasileño Theotonio dos […]

«El neoliberalismo es la respuesta a un gran fracaso de dimensiones históricas, a saber, la incapacidad del capital para mantener tasas de ganancia adecuadas» (Alejandro Nadal)

 

Deudocracia

«La misión de estas instituciones es transferir, bajo las más diversas formas, masas colosales de riqueza al sector financiero». El lapidario diagnóstico del economista brasileño Theotonio dos Santos describe la esencia de la función de los bancos centrales «independientes» como puntales de la aguda expropiación financiera característica del neoliberalismo contemporáneo. El relativamente saneado -hasta la virulenta crisis actual- Estado brasileño emite bonos del tesoro no porque tenga deudas (desde hace 20 años Brasil, un país fuertemente exportador, tiene superávit fiscal primario antes del pago de intereses), sino para otorgar jugosos réditos a los fondos de inversión y a la gran banca privada internacional.

¿Por qué un país con superávit en las cuentas públicas tiene que aumentar su deuda con los mercados financieros, extrayendo el flujo de pagos de intereses de los impuestos de los inermes ciudadanos? Tampoco la ortodoxia viene al rescate del chanchullo: «Al definir la función del Estado, no hay ningún teórico de la corriente neoliberal que incluya entre sus deberes lanzar títulos de deuda con altas tasas de interés sin tener ninguna deuda derivada de los llamados ‘fines’ del Estado». La surrealista coyuntura muestra el quid de la cuestión, más cercano al flagrante latrocinio que a la aséptica microeconomía friedmaniana, acerca del papel real del sanedrín de las finanzas brasileñas: «Se trata de una expropiación de los recursos obtenidos por los distintos tipos de ingresos fiscales para transferirlos al sistema financiero bajo los pretextos más increíbles y las maneras más inventivas».

La perversidad del proceso se aprecia en que los intereses del pago de esa deuda «odiosa» generada por «la dinámica de los mercados» empujaron a Brasil, en las amargas palabras de Dos Santos «a un falso déficit fiscal, que debe ser cubierto con ajustes, reduciendo el gasto público destinado a satisfacer las necesidades de nuestra población». Bajo la consabida excusa, típica de la vulgata neoliberal, de contener la inflación y atraer capitales foráneos el banco central «neocon» mantuvo elevadísimas tasas de interés para alborozo de los bancos privados y de los hombres de «trajes caros de Wall Street», que recibían jugosos réditos del generoso regalo de su «troyano» en la sometida economía del gigante sudamericano: «Ningún razonamiento económico razonable, ningún estudio empírico serio, ningún estudio de caso capaz de probar la relación absurda entre los aumentos desproporcionados en las tasas de interés y contención de la inflación (…) se presentó para el debate con el pueblo brasileño que justifique la transferencia de alrededor de 1 billón de reales en pago de intereses al privilegiadísimo 1% del pueblo brasileño». Esta «institución monstruosa», en los lúgubres términos de Dos Santos, funge pues como venal mamporrero del gran capital transnacional, estrechamente confabulado con ese 1% de élites extractivas autóctonas para dejar expedita la vía de la confiscación masiva de riqueza de los trabajadores brasileños.

A tenor de lo anterior, no cabría pues sorprenderse de que el nuevo gobierno neoliberal de Brasil surgido del pseudogolpe contra Rousseff -quizás haya sido éste uno de los «inconfesables» motivos de su taimada defenestración- tenga entre sus prioridades «dar completa independencia al Banco Central» para alejarlo de deletéreas «interferencias políticas»: business as usual. Sin embargo, el banco central de Brasil no es más que un clon desvaído y subalterno de sus todopoderosos «hermanos mayores».

Todo el armazón superestructural del capitalismo contemporáneo -el FMI, el BIP y la furibunda embestida de las huestes neoliberales surgida del inveterado Consenso de Washington y esparcida a los cuatro vientos por la miríada de cabilderos y think tanks que difunden profusamente el evangelio- se fundamenta, cual dogma de fe de la ortodoxia y máxima primordial de la gestión responsable, en el principio de independencia de la banca central.

Costas Lapavitsas resume, muy didácticamente, el fondo del asunto: «Los bancos centrales han cobrado más prominencia, reforzados por una independencia tanto legal como práctica. Miran con benevolencia el exceso especulativo financiero, mientras movilizan recursos sociales para rescatar a los financistas de la crisis».

En una iluminadora entrevista, con la suficiencia y el cuajo del que no rinde cuentas ante nadie, Alan Greenspan, gobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos hasta poco antes del crack de 2007 -el mismo que, cumpliendo su papel de fiel escudero de Wall Street, alimentó la megaburbuja inmobiliaria estimulando el festín de ‘derivados’ y la desregulación financiera de los días de vino y rosas- explica, en román paladino, el orden de prioridades: «¿Cuál es la relación adecuada -lo que debería ser- la relación adecuada entre el gobernador de la Fed y el presidente de los Estados Unidos?»

Respuesta: «En primer lugar, la Reserva Federal es una agencia independiente. Y eso significa, básicamente, que no hay ninguna otra agencia del Gobierno que pueda anular las acciones o decisiones que tomamos. Mientras que cada uno esté en su lugar -y no hay evidencia de que la administración o el Congreso o cualquier otra persona esté solicitando que hagamos las cosas de manera distinta a lo que nosotros creemos que es lo más apropiado-, entonces, el tipo de relación que haya, francamente, no importa en absoluto». A confesión de parte, relevo de pruebas.

La institución con más influencia en las condiciones que determinan el bien común -nivel de salarios, intereses de los préstamos, privatizaciones de servicios públicos, patrocinio furibundo de políticas de austeridad y recortes de gasto público, precios de los activos inmobiliarios, etc.- es un consorcio privado secretista -desde 2006 es imposible conocer el monto de activos monetarios puestos en circulación por la impresora de la FED- que maneja a discreción «el activo más valioso de la República». Como banco central «independiente» regula la oferta monetaria -el derecho a imprimir dinero en cualquier cantidad de la moneda de reserva mundial (el privilegio exorbitante)- y funge como el puntal maestro de la arquitectura del sistema financiero internacional -los bonos del Tesoro del manirroto Tío Sam-.

El esquema se repite: la «máquina de succión» de la deuda pública volcando ‘masas colosales de riqueza’ real al sector financiero. La FED produce dólares -dinero electrónico en cantidades astronómicas-. Con la intermediación de los bancos comerciales -la mayor parte, sus propios accionistas- los presta al gobierno de Estados Unidos a cambio de bonos del tesoro que financian la descomunal deuda del Gobierno federal y que le sirven como «garantías». Los bancos de la FED, en posesión de esos títulos perciben colosales flujos de intereses vía extracción de recursos fiscales. «En 2011, el Gobierno federal de los Estados Unidos pagó 454.000 millones de dólares en intereses sobre la deuda federal (casi ¡un tercio! del total de 1.1 billones de dólares pagados en impuestos sobre la renta ese año) en una colosal transferencia de rentas del trabajo hacia la expropiación financiera». ¿Por qué cuando la FED pone dinero nuevo en el mercado lo hace contra deuda pública en manos de la banca privada con intereses que asume el estado?, ¿existe alguna justificación «técnica» de tan depurado y clamoroso latrocinio? El reputado economista James Galbraith nos lo aclara: «¿Podría el Tesoro ahorrarse este galimatías (sic) y pagar sus cuentas sin la existencia de los bonos? Económicamente, claro. ¿Por qué no lo hace? (…) La respuesta es simple: al hacerlo revelaría que la «deuda pública» es una ficción y el techo de la deuda una farsa. No hay nada que haga de los bonos algo económicamente necesario. Esto es evidente en cuanto la Reserva Federal vuelve a comprar muchos de ellos, entregando al público el dinero que habría tenido en primer lugar». Eso sí, convertido en préstamos bancarios productores de jugosos réditos para los «dueños del casino».

El otro lado del Atlántico

Mientras tanto, en las ruinas de la vieja Europa, el «guardián del euro», surgido del conciliábulo neoliberal del Tratado de Maastricht como copia depurada de su «padrino» estadounidense, es el ejemplo más aquilatado de este distópico paradigma. En aras del sagrado principio de «independencia» y de la preservación de su autonomía de cualquier instancia de control democrático, tiene taxativamente prohibido financiar directamente a los gobiernos de la zona euro -el sacrílego papel de prestamista de último recurso-. Son los bancos y las instituciones financieras privadas -¿les suena?- las que gozan del «escandaloso privilegio» -Eric Toussaint dixit- del monopolio del crédito al sector público. Así resume Toussaint el recurrente cambalache: «Desde 2010, el BCE compra títulos de la deuda pública en el mercado secundario: no los compra directamente a los Estados sino a los bancos que, a su vez, los compraron en el mercado primario a los Estados, y que no saben cómo desembarazarse de ellos. (…) Si el BCE comprase títulos públicos en el mercado primario, se aportaría una financiación directa a los Estados». Carlo Vercellone explica el punto clave: «El resultado es que en la eurozona los Estados se encuentran privados de la existencia de un prestatario de última instancia y dependen de los mercados para su financiación. De este modo ha podido instalarse el gobierno de la renta a través de la deuda soberana, un gobierno ya explícito que dicta las políticas económicas de austeridad y de expropiación de las instituciones del bienestar social».

Las implicaciones de este «golpe de Estado» silencioso de las finanzas modernas son fabulosas. Los Estados, carentes de soberanía monetaria, son empujados hacia las voraces fauces del capital financiero ante la imposibilidad de financiarse directamente a través del banco central -artículo 101 del Tratado de Maastricht-. Como explica Nadal: «La separación en compartimentos estancos de la política fiscal y de la política monetaria pone de rodillas al estado moderno frente a los caprichos de los mercados financieros. Los poderes soberanos se han degradado al rango de clientes del sistema financiero internacional y los objetivos de desarrollo se someten a los dictados del capital financiero». Para los países «parias», aplastados por los ataques especulativos de los «bazukas» de los hedge funds y las agencias de rating contra sus ruinosas arcas públicas, sólo resta probar el aceite de ricino de los «rescates», los ajustes estructurales y la «consolidación» fiscal, aplicados «magnánimamente» por los obsecuentes gobiernos entregados con armas y bagajes a la implacable troika.

Mientras, el hierático Mr. Dragui envaina el látigo de siete colas que emplea para fustigar a los PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España) para acudir solícito al rescate de sus adláteres de la gran banca -atiborrada aún de activos tóxicos producto del derrumbe hipotecario de 2008- dejando expedito el camino para retornar a la senda de las burbujas de activos y la hipertrofia crediticia. Ni siquiera- dicho sea de paso- la política monetaria del BCE cumple con su función estatutaria -mantenimiento de la estabilidad de precios- al haber fracasado en el objetivo de crear inflación moderada. La colosal inyección de liquidez a la banca, llevada al paroxismo con el ‘relajamiento cuantitativo’, no ha ido a parar a la inversión productiva -no ha hecho acto de presencia el llamado ‘efecto goteo’ hacia las PYMES y empresas no financieras- sino a la hipertrofia de los mercados bursátiles y al inflado de nuevas y más formidables burbujas de activos-que, curiosamente, no son inflacionarias ya que el precio de la vivienda no está incluido en el IPC-. Incluso las propias corporaciones multinacionales-que también reciben su parte del pastel, vía adquisición de bonos empresariales en la última Quantitative Easing (QE)-, se apuntan al casino: «¿Y qué hacen las corporaciones con esos enormes recursos que no invierten? Se destinan, ya sea al casino financiero, a comprar sus propias acciones (y así subir su precio en forma artificial − y los bonos de fin de año de los ejecutivos-), repartir dividendos astronómicos, a comprarse unas a otras a precios siderales (para así poder coludir en forma legal, al mismo tiempo que eludir impuestos), a incrementar salarios y beneficios de ejecutivos y a contribuir a sus fondos de pensiones».

Los manuales de economía ni siquiera mencionan estos hechos. La función del banco central es envuelta en una «música celestial» -búsqueda de la estabilidad de precios, pleno empleo (excepto en el caso del ultraliberal BCE, que ni siquiera incluye este objetivo «social» en su mandato), operaciones de mercado abierto, emisión de moneda de curso legal, fijación del tipo de interés, ajuste de los coeficientes de caja y reservas de la banca privada y suministro de liquidez para el «normal» funcionamiento del mecanismo de pagos- que disuade al lego con su jerga pseudocientífica y encubre eficazmente de aséptica neutralidad su función real.

Nada más lejos de la realidad. Como explica Michael Hudson, «La FED, otras agencias gubernamentales, Wall Street y el resto de la banca central post-telón de acero forman parte de un sistema de conjunto. Ha de verse cada agencia en el contexto de ese sistema y de sus dinámicas. Y esas dinámicas son dinámicas de polarización social que echan su raíz, sobre todo, en mecanismos financieros».

Murray Rothbard, autor de una famosa filípica contra la FED, resume, en fin, el núcleo del asunto: «De hecho, este es el papel que justifica su existencia: apoyar a la banca comercial privada, ayudándoles a inflar dinero y créditos, aportando reservas a los bancos, y sacándoles de apuros cuando se encuentran con problemas».

La función esencial de la banca central moderna -«al fin y al cabo, consorcios de bancos privados con la bendición del Estado»-es pues potenciar la expropiación financiera característica de la matriz de la acumulación de la fase neoliberal a través del «imperio de la renta» que sustenta la condición de las finanzas privadas como máquina de captura predatoria de la riqueza social. Pero son sólo los mamporreros de la gran «manguera de succión» financiera: su vórtice real reside en otro lugar.

Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/

Fuente: http://www.elsalmoncontracorriente.es/?El-timo-de-la-deuda-soberana