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El sociólogo Jorge Moruno participa en el Congreso de Economía 21 en Valencia

«El trabajador ha de ser emprendedor y perseguir sus sueños, pero para producir más»

Fuentes: Rebelión

Los conceptos y las categorías históricas, así como las cosmovisiones a las que remiten, no son tan mutables como parece. A veces es más el ahínco de los estudiosos por publicar, y el afán por distinguirse, lo que lleva a rizar lo simple, complicar la realidad y elaborar complejas teorías a partir de rebuscados detalles. […]

Los conceptos y las categorías históricas, así como las cosmovisiones a las que remiten, no son tan mutables como parece. A veces es más el ahínco de los estudiosos por publicar, y el afán por distinguirse, lo que lleva a rizar lo simple, complicar la realidad y elaborar complejas teorías a partir de rebuscados detalles. Enrevesar el discurso y oscurecerlo como manera de poner barreras y marcar distancias. La academia y la erudición, por un lado, la gente común, por otro. Muy lejos.

Recuerda el sociólogo Jorge Moruno, invitado al Congreso de Economía 21, que la palabra «salario» viene de muy lejos, de la antigua Roma. En la época, la sal tenía gran valor de uso y de cambio: como conservante, como forma de pago a los soldados y también como mecanismo de intercambio. En Roma, asimismo, los proletarios eran aquella gente tan pobre que tenían, como única propiedad, a sus hijos (la prole), que ponían al servicio del imperio.

En 1832 Blanqui recuperó la noción de «proletario» cuando en un juicio le preguntó el magistrado por su profesión. «Proletario», respondió el revolucionario francés, «la de 40 millones de franceses que carecen de derechos políticos». De ese modo, el proletariado es la clase social que se queda al margen y excluida, pero que se reivindica como sujeto político. Desde la antigua Grecia, las clases opulentas siempre han considerado la sociedad como un «todo», sin conflictos ni contradicciones, pero hay un momento en que un sujeto/clase social se separa y se afirma como «parte» distinta.

El trabajo, tal como lo entendemos hoy, surge en el siglo XVIII, explica Jorge Moruno. «Es un invento de la modernidad y de la sociedad industrial». En ese contexto, surge el capital. Y el trabajo pasa a ser una mercancía que se compra y vende en el mercado. El trabajo precapitalista, por el contrario, respondía a otros criterios. Uno podía ser al mismo tiempo leñador, pescador, pastor, agricultor y disfrutar de los bienes que pertenecían a la comunidad. Con el advenimiento del nuevo sistema económico, el capitalita poseerá y acumulará capital fijo, mientras que el trabajador se verá obligado a la venta de su mano de obra.

Pero el capitalismo no sólo modifica las relaciones laborales. El historiador británico Thompson se refiere a una transformación radical del tiempo interno de los trabajadores. Antiguamente, vida y trabajo no se diferenciaba apenas. Se laboraba según los ciclos de la cosecha, las estaciones o los ritmos vitales. Pero el capitalismo impuso el ritmo del cronómetro y del tiempo medido, lo que supuso escindir la unificación entre trabajo y vida, al tiempo que se controlaban y disciplinaban las pautas laborales, pero también al conjunto de la sociedad. Por descontado, todo ello resultó la consecuencia de un proceso histórico muy lento, lleno de matices y contradicciones. Pero finalmente, se llegó a la célebre «jaula de hierro» de Max Weber.

Para imponer su hegemonía, el capital emprendió una batalla muy dura contra el trabajo regulado por los gremios y también contra el trabajo forzado, pues éste era ajeno a la visión del trabajo como riqueza, sin autonomía propia, entendido incluso como modo de «enderezar» a los pobres. La acumulación primitiva de capital, en abstracto, había de superar varios frenos. En primer lugar, la barrera de los obreros «de oficio», que laboraban según el saber tradicional de los gremios; además, el rechazo a la disciplina que imponía la fábrica; por último, la ausencia de obreros «hábiles» para las nuevas actividades.

¿De qué modo el capital supera los tres impedimentos? Señala Jorge Moruno que, primero, mediante la disciplina; despojando de su saber a los obreros especializados, que conocían muy bien su oficio; y, asimismo, tratando que para la producción no hicieran falta esos obreros con saber específico. En esa coyuntura aparece Taylor, quien inaugura la organización científica del trabajo. Se trata de «despiezar» el saber de los obreros de oficio para convertirlo en tareas muy simples, que pueda efectuar cualquier persona. Con esta nueva gestión racional del trabajo, los obreros especializados pierden su poder de negociación. Pero no sólo eso. La idea era que empresarios y trabajadores trabajaran de manera conjunta y compartiendo un estado de ánimo.

Henry Ford (gran industrial que financió al nazismo) complementó estas novedades organizativas con la cadena de montaje y la estandarización de la producción. Los trabajadores permanecen fijos mientras pasa la cadena y colocan las piezas. Ford consideraba, asimismo, que era necesaria una manera nueva de entender al ser humano y al trabajador, por descontado, con el fin de aumentar la productividad. También decidió, durante el periodo de entreguerras, aumentar los salarios, para frenar el abandono de la fábrica por parte de trabajadores que se marchaban al campo. Era una manera de comprar la obediencia. Una vida rigurosa, en familia, sin excesos…

Después de la segunda guerra mundial, se refuerza la intervención del estado en la economía, que garantiza la viabilidad del modelo productivo (de masas) y el consumo de estas masas. Además, es la época de las economías de escala. Aparecen Constituciones que sitúan al mundo del trabajo como centro de la negociación y los derechos. Según Jorge Moruno, «éste es el edificio que hoy se derrumba; el trabajo ha perdido la capacidad de negociar derechos». Ha tocado a su fin el modelo fordista, el de «los 30 años gloriosos», basado en el incremento de los salarios, pero también de los beneficios empresariales.

El modelo de los llamados estados del bienestar, según Jorge Moruno, «llevaba impreso un fallo». Por debajo, «se daba un rechazo de la disciplina, en la fábrica (sabotaje de líneas de montaje) pero también en las colonias de la periferia; las luchas feministas, que se oponían a que la mujer garantizara la reproducción de la fuerza de trabajo y fuera un objeto en el hogar; el rechazo al modelo por parte de los jóvenes proletarios y estudiantes; se reclamaban nuevas experiencias sexuales y vitales». «Hoy, la contrarrevolución neoliberal ha convertido ese mundo de estímulos y alegría en mercancía». Por otra parte, en el estrato superior se llegaba a una saturación en la posesión de bienes de consumo.

Tras la crisis de los 70, el consumo comienza a ser el punto de partida de la producción. «Actualmente, nadie fabrica un coche sin saber previamente a quién se lo puede vender», afirma el sociólogo. «El consumidor es el que ofrece las pautas para que la empresa pueda producir». Es lo que se conoce como «escuchar a los mercados». Productos totalmente personalizados. Por ejemplo, sentarse en el avión junto a alguien con afinidad según los perfiles de Facebook. El capitalismo se hace «intensivo». Se venden mundos e imaginarios. «LoveMarks». Recuerda Jorge Moruno que Nike ha lanzado unas zapatillas de acuerdo con las singularidades de la plaza barcelonesa de Sants.

Es la innovación perpetua de nuevos productos. La «Economía de la atención». Las empresas requieren «tiempo disponible de cerebro» para que alcancen sus anuncios. «Ya no hay clientes, sino personas, a las que se intenta persuadir mediante la mercadotecnia emocional; se estimula el deseo», destaca Jorge Moruno. Las personas han de verse a sí mismas a través de un producto. «Las relaciones sociales y comunitarias se ven absorbidas por la producción capitalista». Los términos «comunidad» y «comunicación» comparten etimología. La «cultura» vendría a ser la manera en que las personas se comunican, «colonizadas hoy por la empresa-mundo, que absorbe al conjunto de la sociedad durante todo el tiempo», explica el sociólogo.

¿Es esto la postmodernidad? Hoy, en el mundo postmoderno, según Jorge Moruno, «las identidades son lábiles, fugaces, líquidas; se cambia de marca de ropa, de ciudad, de amigos…». La cultura se ciñe al presente, a la inmediatez y a la fugacidad del tiempo vivido. ¿Cómo afectan estas transformaciones al mundo del trabajo? «Se ha llegado al clímax de la evolución de dos siglos y de la integración a través del salario; antes, el trabajo se entendía como un medio para vivir y hacer algo por la sociedad; ahora, la sociedad (el mercado) es la que te permite el lujo de poder trabajar; en algo que es como un medio de servidumbre». Pero el vehículo fundamental de integración social continúa siendo el trabajo (de hecho, el único para integrarse), a pesar de todo. Aunque, cada vez más, trabajar no implique salir de la pobreza.

En el mundo real, el trabajador necesita los medios para poder subsistir, pero no los tiene garantizados si el empresario no lo ve como mercancía valorizable. Esto conduce inevitablemente a discusiones sobre asuntos como la renta básica. O, la alternativa que propone el sistema, sumergirse en la cultura de los «emprendedores», el «Coaching» y la autoayuda, por la que a cada persona se le responsabiliza de su éxito o su fracaso. Pero la crítica a esta propuesta, según el sociólogo, «no debe llevarnos a reivindicar el trabajo rutinario del pasado, para toda la vida». Es esto lo que se cuestionó precisamente en mayo del 68 y que tan bien recogen los libros de Nanni Balestrini («Lo queremos todo»).

Así pues, el mundo de los «emprendedores» representa la «flexibilidad», el «cambio» y la «innovación permanente». Según Jorge Moruno, «hemos de considerar este punto de partida para caminar en la dirección contraria; no se trata de rechazar la flexibilidad ni el cambio; tampoco el trabajo; se trata de trabajar menos y, además, reivindicar el reparto del trabajo y la riqueza producida».

Al trabajador hoy se le considera una «marca», un «producto», que ha de saber venderse en el mercado. Que sea polivalente, se adapte continuamente, trabaje en red y se garantice la «empleabilidad» (reunir las cualidades que requieren los proyectos empresariales). Que cuente con «inteligencia emocional» y sepa vender y manejarse a una velocidad esquizofrénica. En formación continua, y capacidad de sufrimiento (soportar broncas o trabajar sin cobrar, cuando ello sea necesario). Concluye Jorge Moruno que, en dos siglos, el capital ha pasado de disciplinar a la fuerza de trabajo, y fijarla en la fábrica, a una nueva contrarrevolución que busca lo contrario: «moverte, ser autónomo, que persigas tus sueños, pero siempre en el marco de la propiedad privada. Y siempre que sepas producir algo para el mercado».

Además, las empresas persiguen hasta la obsesión la «innovación interna». Que cada trabajador participe, se implique emocionalmente en el proyecto y aporte a la renovación de ideas, permanente, en la empresa. Triunfador y con capacidad de liderazgo. Alguien de éxito. De lo contrario, sus jefes le considerarán un individuo «tóxico» y que no participa del proyecto compartido. Aunque «ya no se trata tanto de un jefe que directamente, pegado a ti, te manda; el móvil ha de estar en activo las 24 horas del día; tienes autonomía total, pero para ser más productivo; como una goma elástica, que se estira pero siempre desde un punto fijo; un proceso de maquinización que no para». Una directiva de Coca-Cola decía que no entendía la conciliación de la vida familiar y laboral. Hoy, todos proletarios, todos empresarios. Sé tu propio jefe.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.