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Cronopiando

El triste caso y destino del flautista de Hamelín

Fuentes: Rebelión

(Tomado del libro en gestación «Los otros cuentos que no nos contaron» de Koldo Campos Sagaseta e Irene Campos Fernández) (Dedicado a J.Kalvellido) Una vez el flautista guardó en su mochila la escasa ropa de que disponía y su vieja flauta, salió de la pensión en la que había pasado los últimos veintidós años de […]

(Tomado del libro en gestación «Los otros cuentos que no nos contaron» de Koldo Campos Sagaseta e Irene Campos Fernández)

(Dedicado a J.Kalvellido)

Una vez el flautista guardó en su mochila la escasa ropa de que disponía y su vieja flauta, salió de la pensión en la que había pasado los últimos veintidós años de su vida y se dirigió al ayuntamiento. En cuanto cobrara el dinero prometido por haber librado al pueblo de las ratas no tardaría ni minutos en abandonar para siempre aquel apestoso pueblo de Hamelín.

Había nacido allí, treinta años antes, en aquel pueblo que aborrecía desde niño, cuando huérfano se vio en la necesidad de mendigar para vivir. Lo único que le dejara su padre había sido la flauta que, a fuerza de soplar, le había permitido convertirse en todo un virtuoso, el más grande entre los mendigos. Dotado de un natural talento para la música, sin haber estudiado solfeo, podía reproducir con singular maestría cualquier melodía que oyera.

Como la esquina que eligiera de niño para apelar a la caridad del prójimo estaba al lado del teatro del pueblo, desde muy temprana edad se había familiarizado con todos los compositores clásicos. Mozart, Beethoven, Vivaldi… le habían acompañado toda su vida, cuando la gente se detenía frente a él, emocionada, disfrutando la música que su mágica flauta era capaz de crear, y le correspondía con monedas, que nunca le faltaron entonces, con que ganarse el derecho de volver al día siguiente y pagar, incluso, la pensión.

Pero pronto el progreso llegó a Hamelín y el teatro fue cerrado para abrir en su lugar un Burger King. La prisa se apoderó de la gente del pueblo que ya no tenía tiempo de detenerse a escuchar su flauta, tampoco de recompensarle su destreza, y así acabó trabajando de payaso en el Burger King para que los niños, entretenidos con sus gracias, permitieran a sus padres multiplicar su colesterol sin ser interrumpidos y, en cualquier caso, para no ganar más de lo que recaudaba disfrutando los clásicos cuando en lugar de su trabajo dependía de las limosnas.

Cada vez que podía repasaba en la calle y de memoria todas las melodías que sabía y algunas más que improvisaba pero ya nadie, a excepción de las ratas, lo acompañaba. Muy al contrario, si alguien se detenía junto a él no era para celebrar su talento y estimular su constancia, sino para reprocharle que perdiera su tiempo interpretando aquella aburrida y soñolienta música de muertos. Hasta la policía lo desalojó de su vieja esquina cuando los vecinos lo denunciaron por importunarlos con su aflautado estruendo y no dejarles oír la televisión.

Alguna vez el flautista se había planteado marcharse de Hamelín, pero el moderno desarrollo también se había instalado en los pueblos vecinos y, fuera a donde fuese, sabía que estaba condenado a seguir haciendo payasadas en otros Burgers Kings o expuesto a ser detenido por alterar la convivencia ciudadana. Obviamente, su destino tenía que estar más lejos, allá donde todavía la música no fuera un delito.

Así había transcurrido su vida hasta que, de improviso, Hamelín se fue llenando de ratas atraídas por los tantos establecimientos de comida-chatarra que se deshacían de sus sobras en cualquier forma y sitio.

Si las ratas habían perdido el sentido del gusto en relación a la comida, que la necesidad tiene cara de hereje y los herejes tienen gusto de rata, eran por otra parte los únicos animales que apreciaban la pericia que el flautista demostraba, y cuando éste se enteró de que la alcaldía de Hamelín estaba dispuesta a pagar una millonaria suma a quien librara al pueblo de la plaga de roedores, supo que se encontraba frente a la oportunidad de su vida.

Aunque le dolía tener que renunciar a su único auditorio y era consciente de que el problema se habría resuelto, simplemente, de haber obligado el ayuntamiento a cumplir a los negocios de alimentación las más elementales leyes sanitarias, una mañana se presentó en el despacho del alcalde dispuesto a resolver el caso.

Firmado el acuerdo, el flautista, ya en la calle, comenzó a tocar su amplio repertorio y las ratas a concentrarse a su alrededor. Cuando observó, porque las conocía, que no faltaba ninguna, echó a andar muy despacio seguido de miles de ratas hasta perderse en la lejanía, camino del pueblo vecino que, a diferencia de Hamelín, además de un Burger King tenía un McDonald´s.

Cumplida su misión, lo único que le faltaba por hacer era cobrar la recompensa que el ayuntamiento le prometiera y marcharse todo lo lejos que el dinero le permitiera.

-Buenos días -saludó a la funcionaria que atendía el mostrador del ayuntamiento luego de esperar unos minutos a que despachara a otras personas- ¿Está el alcalde?

-Sí… -respondió la funcionaria- pero ahora mismo no puede atenderle, está en una reunión. ¿En qué puedo servirle?

-Bueno… soy el flautista de Hamelín y vengo a cobrar la recompensa por haberme llevado las ratas…

-Ya… un momento por favor.

La funcionaria desapareció por una puerta interior. Diez minutos después reapareció con unos impresos en las manos.

-Va a tener que rellenar estos impresos con los datos que se le solicitan -sonrió la funcionaria.

En el mismo mostrador, el flautista fue rellenando casilla por casilla todos los informes que se le pedían hasta completar todos los datos, quince minutos más tarde.

-Aquí tiene -entregó los impresos el flautista.

-Le falta el domicilio -objetó la funcionaria.

-Es que… me marcho del pueblo y todavía no sé a donde voy a ir.

-En ese caso, puede poner su antigua dirección… -sugirió la funcionaria- ¿Usted está empadronado en Hamelín, verdad?

-Sí, nací aquí y aquí he vivido… hasta el día de hoy -contestó el flautista mientras rellenaba la casilla del domicilio.

El flautista entregó de nuevo el impreso a la funcionaria y, satisfecho de haber dado por terminado el trámite, esbozó su mejor sonrisa a la espera de la entrega del dinero.

-Muy bien… ya está todo listo -anunció la funcionaria- venga por aquí dentro de tres días y le tendremos listo el cheque… o si lo prefiere llame primero para que no vaya a dar un viaje en vano.

-¿Y el dinero? -preguntó el flautista- ¿Cómo que dentro de tres días?

-Sí, mañana cerramos -aclaró la funcionaria- se celebra el Día Internacional del Funcionario y el ayuntamiento cierra. ¿No lo sabía?

-¿Y pasado mañana? -preguntó de nuevo el flautista- ¿No puedo volver pasado mañana?

-Es que también hay que remitir el cheque al banco para que lo compulse y, precisamente, pasado mañana cierra el banco. Se celebra el Día Internacional del Ahorro y no van a abrir.

-¿Y no es en efectivo que me van a pagar? -inquirió el flautista.

-¿En efectivo? -se sorprendió la funcionaria- No, aquí todos los pagos se hacen en cheques. Ya no existe el efectivo. Es la modernidad, el signo de los tiempos, y es más seguro para usted y para nosotros, que hay mucho delincuente suelto.

-¿No podría hablar un momento con el alcalde? -insistió desolado el flautista.

-No… ya le digo que está reunido y hoy no puede atenderle.

Desolado, el flautista abandonó el ayuntamiento de vuelta a la pensión. La casera, sin embargo, ya había alquilado su habitación, la única disponible y, durante tres días, el flautista se instaló en su vieja esquina a aguantar el hambre, consciente de que como dice el dicho «hambre que espera hartura no es hambre». De hecho, de no haber sido por el frío, ni se habría dado cuenta de lo rápido que pasa el tiempo.

Tres días más tarde, muy cansado, regresó al ayuntamiento.

-Buenos días -saludó a la funcionaria- soy el flautista y vengo a por un cheque…

-Sí -le interrumpió la funcionaria- ya el cheque está aquí… El único problema es que le falta la firma del tesorero y la del alcalde… pero esta tarde o mañana, para más seguridad, ya estará firmado, así que vuelva entonces.

-¿Y el alcalde… puedo hablar con él aunque sea un minuto?

-Hoy es imposible -le aseguró la funcionaria- El alcalde está inaugurando un Burger King y hasta mañana no volverá al ayuntamiento… pero, si le parece, yo le dejo su recado.

El flautista no quiso agregar nada. Dio media vuelta y, tras despedirse, regresó a su esquina en Hamelín, a seguir pasando hambre y calamidades, cada vez más cansado y harto.

Al día siguiente, casi a la misma hora en que abría el ayuntamiento, volvió el flautista. Parecía algo pálido, ojeroso, como si la espera lo estuviera consumiendo.

-Vengo a por el cheque…

-Ya está firmado -le saludó la funcionaria- De todas formas hay un leve inconveniente con el saldo estipulado ya que no se tuvo en cuenta el impuesto de Hacienda que había que deducirle y los descuentos correspondientes a la Seguridad Social…pero si vuelve dentro de dos días, le tendremos el saldo definitivo y podrá cobrarlo.

-¿Podría hablar con el alcalde hoy? -preguntó lacónico el flautista.

-Está de viaje -le respondió la funcionaria- y no regresa hasta el lunes, pero desde que vuelva yo le informo.

El flautista ni siquiera tuvo fuerzas para despedirse. Arrastrando las piernas se perdió de nuevo en la calle en dirección a su esquina.

Dos días habían pasado desde su última visita al ayuntamiento y el flautista ya no era el mismo. Absolutamente enflaquecido y demacrado, tanto se había encorvado su cuerpo que hasta parecía haber menguado su tamaño. Cuando se acodó en el mostrador y esperó a que llegara su turno, ni siquiera fue capaz de decir nada. Tuvo que ser la funcionaria la que hiciera memoria y recordara el cheque pendiente.

-¿Cómo está usted? ¿Viene a por el cheque, verdad?

El flautista asintió con la cabeza.

-¡Aquí está…y, si quiere, se lo puedo entregar ya! -se lo enseñó la funcionaria- Notará que también se le ha deducido la contribución por la ley 22/66 a la Asociación de Viudas de Hamelín, los gastos de compulsión instantánea que devenga el banco que lo autoriza y la erogación voluntaria a la Asociación Protectora de Animales, pero el resto es suyo y ya puede cobrarlo… eso sí, una vez se le selle.

-¿Y el sello? -preguntó el flautista con el último hilo de voz que le quedaba.

-El sello tendrá que ser mañana. Lamentablemente, el despacho en que se guarda está cerrado y el funcionario responsable ya no regresa hoy. Si viene mañana a eso de las 11 lo tendrá listo y sellado.

Muy despacio, un flautista cada vez más encogido y gris abandonó el ayuntamiento.

Al día siguiente, luego de haber pasado la que creía su última noche en la esquina hurgando en la basura alguna sobra que llevarse al estómago, volvió el flautista al ayuntamiento. Aunque su cuerpo se había reducido a su mínima expresión, curiosamente, sus orejas daban la impresión de haber crecido. A cuatro patas llegó junto al mostrador moviendo el rabo. Cuando intentó articular el saludo de rigor sólo agudos chillidos escaparon de su boca. La funcionaria hasta dudó si sería un cliente o una rata, pero al advertir la flauta que llevaba a la espalda y confirmar su identidad, le entregó el cheque firmado, compulsado y sellado.

-¡Ya está todo resuelto! -celebró la funcionaria la buena nueva- ¡Tenga usted su cheque!

El flautista agarró el cheque con los dientes dispuesto a salir del ayuntamiento antes de que surgiera algún nuevo imprevisto, pero tampoco iba a ser aquel su día de suerte.

-Antes de que se vaya -aclaró la funcionaria- hay unas personas que quieren hablar con usted… y es muy importante. Un momento, por favor…

De detrás del mostrador, dos engominados y sonrientes personajes salieron al encuentro del flautista.

-Buenos días -dijo uno de ellos- Somos de la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) y vamos a tener que incautarle ese cheque porque tiene usted 22 años copiando y reproduciendo música registrada sin pagarnos nada… tampoco los arreglos que usted ha hecho. Nosotros cobramos por conciertos, tanto si es música sinfónica como si no, o espectáculos de variedades, que es lo que usted hacía y por lo que obtenía beneficios. Cualquier utilización de un repertorio musical está sujeto a pago.

-Ni siquiera nos ha abonado -agregó el otro engominado- el canon sobre la flauta. Y que conste que este cheque no cubre la mitad del dinero que nos debe. Aquí tiene las tarifas que rigen nuestro negocio y en esta factura el monto que adeuda a la SGAE…

-Pero… -preguntó desconcertada la funcionaria- ¿dónde se ha metido este hombre?

Por más vueltas que dieron al mostrador y rincones del ayuntamiento que revisaron, ni la funcionaria municipal ni los dos empleados de la SGAE pudieron encontrar al flautista. Lo único que dejó constancia de su visita fue el cheque en el suelo, roído, al igual que la flauta, la puerta del ayuntamiento abierta, y el lejano eco de unos hirientes y asustados chillidos.

Esa noche, junto a la esquina en la que el flautista exhibiera su arte, sólo una enorme rata gris, de enormes orejas, paseaba su hambre y desesperación entre los restos de la basura del Burger King.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.