El trono y el altar I Apenas se precisaron tres siglos para que la religión cristiana pasase de ser una secta perseguida como revolucionaria por el poder civil, a ser tolerada y posteriormente hermanada con las autoridades políticas. La paz constantiniana, por una parte y, por otra, la obra literaria y pastoral de san Agustín […]
El trono y el altar I
Apenas se precisaron tres siglos para que la religión cristiana pasase de ser una secta perseguida como revolucionaria por el poder civil, a ser tolerada y posteriormente hermanada con las autoridades políticas. La paz constantiniana, por una parte y, por otra, la obra literaria y pastoral de san Agustín un siglo más tarde, constituyen los cimientos de un edificio que al menos en el mundo occidental llega casi a nuestros días: la identificación ideológica entre el corpus civium y el corpus fidelium, subsumidos ambos en la societas christiana que se organiza y fundamenta desde arriba. El poder, todo el poder, tanto el eclesiástico como el político, tiene el mismo origen, Dios.
De estos supuestos se derivarán al menos dos conclusiones: la primera es la constitución jerárquica de la Iglesia en monarquía (papado); la segunda, que el poder secular adquiere obligaciones claras de cara a la salvaguarda de la fe. Ya el propio obispo de Hipona se pronunciaba a favor de que el brazo secular persiguiese a los disidentes, donatistas y pelagianos, antecedente ideológico del que bastantes siglos después sería tristemente famoso Tribunal de la Inquisición.
El maridaje entre poder político y religioso rindió beneficios a ambos. El primero se legitimaba, ya que el refrendo eclesial hacía visible ante la sociedad el origen divino del poder. Quizás su exponente más claro sería la consagración de Carlomagno como Imperator Romanorum por el papa León XIII en la Navidad del año 800. A cambio, la jerarquía eclesiástica obtenía cargos y prebendas temporales y, lo que es más importante, se garantizaba que su ortodoxia se impondría como pensamiento único en la sociedad, incluso por la fuerza de las armas si necesario fuese.
A lo largo de toda la Edad Media , el equilibrio entre las dos caras de este poder bifronte se reveló bastante inestable, con demasiada frecuencia entraron en colisión; pero ello obedeció precisamente a que su influjo se desplegaba sobre una misma materia. No existía distinción entre la sociedad política y la comunidad de creyentes. En teoría, la potestad se ejercía desde ángulos distintos, pero no siempre estaba clara su delimitación y tanto la autoridad civil como la eclesiástica reclamaban la hegemonía.
En ocasiones, era la Iglesia la que apelaba al carácter mediático de todo poder secular. El poder, sí, provenía de Dios, pero no directamente a los reyes o a los príncipes, sino a través de la Iglesia , por lo que la supremacía de ésta resultaba probada. La excomunión del monarca rebelde constituía su principal arma porque implicaba eximir a los súbditos del deber de obediencia. A su vez, el poder civil no se resignaba a inhibirse en los asuntos religiosos: nombramientos de obispos, abades y demás beneficios canónicos, tanto más cuanto que la mayoría de ellos actuaban también como señores feudales, e incluso en los temas doctrinales contraponiendo el poder de los concilios al de los papas.
Al margen de luchas y controversias por las cuotas de poder, lo que todos admitían era la identificación entre la sociedad civil y la comunidad de fieles y la supeditación de la primera a la segunda. Teocracia o cesaropapismo no modificaban sustancialmente la realidad. En cualquier caso, la razón estaba supeditada a la fe y la filosofía se definía como ancilla teología. Tan sólo con el Renacimiento se inició el cambio de estos esquemas sociales. La admiración por la cultura secular helenista y el giro hacia un pensamiento antropocéntrico plantaron las bases de modificaciones sociales profundas. El último intento de imperio universal cristiano fue el del primero de los Austrias y sus sueños terminaron en Yuste, tras constatar que la división del cristianismo se extendía por toda Europa. Los tiempos ya estaban cambiando.
Sin embargo, la reforma protestante no significó la secularización de la sociedad. Desquebrajo , eso sí, el pensamiento único que hasta entonces había representado la doctrina eclesiástica, pero para sustituirlo no por el imperio de la razón, sino por la fe y las conciencias individuales; y si rompió la universalitas christiana, de ningún modo separó el ámbito civil del religioso. Lutero se arrojó muy pronto a los brazos de los príncipes alemanes, abandonando a su suerte a los campesinos sublevados. El principio establecido en la dieta de Augsburgo, cuius regio, eius religio, significaba trasladar el cesaropapismo imperial al ámbito de cada nación o Estado y abrir la compuerta para que las guerras de religión asolasen Europa durante siglos.
Habría que esperar a la Ilustración , y más concretamente al liberalismo, para que bien desde pensadores católicos como Locke o agnósticos como Hume se pusieran las bases del Estado moderno y se estableciera el divorcio entre sociedad política y comunidad de creyentes. Se precisaba primero secularizar el poder y negar su origen divino. La soberanía radica en el pueblo, y la existencia del Estado y del gobierno viene exigida tan sólo por la necesidad que tienen los hombres de organizar su convivencia, y a conseguir este fin de la mejor manera posible deben encaminarse las leyes que regulen su funcionamiento: División de poderes, imperio de la mayoría, respeto de la minoría, igualdad ante la ley y desaparición por tanto de todo privilegio o situación de primacía.
El Estado liberal resulta radicalmente incompatible con el Estado confesional. Sociedad política y confesión religiosa pertenecen a mundos distintos, la primera pertenece al ámbito de lo público, de lo coactivo. Nadie puede desentenderse de las leyes civiles y a todos obligan por igual; por lo que éstas deberán tender al mínimo, únicamente aquellas imprescindibles para la convivencia. Las confesiones religiosas por el contrario pertenecen al ámbito de lo privado (lo que no quiere decir individual), al ámbito de la voluntariedad, no se obliga a nadie a pertenecer a una determinada iglesia, ni a seguir su doctrina y mandamientos, a no ser que la iglesia pretenda utilizar al poder secular para imponer de forma obligatoria sus creencias. Las iglesias pretenden estar en posesión de la verdad; mientras que el Estado liberal no sabe de verdades sino de opiniones, de la opinión de la mayoría.
En el marco de la campaña que la jerarquía eclesiástica está organizando contra las posibles medidas del actual Gobierno, el arzobispo de Madrid afirmó que la verdad no tiene por qué identificarse con la decisión de la mayoría, lo cual es totalmente cierto. Pero es que el papel del Estado moderno no es proclamar la verdad, su función es mucho más humilde: pretende tan sólo establecer unas reglas de juego y garantizar que éstas se cumplan, con la finalidad de conseguir la convivencia pacífica entre los ciudadanos, ciudadanos que poseen cada uno verdades diferentes.
El Trono y el Altar (II)
Los hombres de la Ilustración, a la hora de desarrollar su teoría sobre el Estado, tuvieron muy presentes las guerras de religión en las que, en función de verdades encontradas, Europa se había desangrado durante siglos. Establecieron así la libertad religiosa como un derecho del ciudadano, pero esa misma libertad religiosa no permitía que ninguna confesión reclamase para sí un puesto de preeminencia y mucho menos que acudiera al poder político para que, de forma coactiva, impusiese sus verdades a la sociedad.
No es sorprendente, pues, que el liberalismo político fuese una de las doctrinas más anatematizadas y perseguidas desde la ortodoxia católica. Desde el primer momento, la Iglesia oficial fue consciente del peligro que representaba para su situación de privilegio. No se puede negar que en nuestro país, concretamente, el liberalismo y más tarde todos los movimientos progresistas se han caracterizado por un marcado contenido anticlerical, pero tal sentimiento ha venido generado en buena medida por la resistencia católica a perder su preponderancia pública. La Iglesia nunca se ha resignado a dejar de imponer desde el Estado su moral y su doctrina a creyentes y no creyentes. A lo largo del siglo XIX se colocó siempre al lado del absolutismo y de la reacción y aún están cercanos los cuarenta años de nacional catolicismo durante los cuales el trono y el altar se ayuntaron hasta tal extremo que resultaba casi imposible distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro. Ha habido, es cierto, otra Iglesia, al margen de la oficial, la más auténtica, que ha defendido la separación del poder y la autonomía religiosa, pero ésta, a la hora de la verdad, nunca ha contado ni cuenta.
En éste como en otros muchos temas, la Transición -que, no olvidemos, fue siempre vigilada- estuvo tímida en sus reformas. Se aceptó, sí, el principio de la aconfesionalidad, ya que el Estado social consagrado en la Constitución -superación del Estado liberal, pero heredero de sus principios democráticos- resulta incompatible con cualquier otro planteamiento. Pero en la práctica subsisten aún muchos vestigios de la antigua unión entre Iglesia y Estado. En primer lugar, la financiación pública. La participación en el impuesto sobre la renta no es más que una manera de disfrazar la permanencia del compromiso adquirido por el régimen franquista. Carece de todo sentido que el coste de la Iglesia recaiga actualmente sobre los presupuestos del Estado. La solución no puede venir por extenderla a todas las religiones, sino por asumir que, como sociedades privadas, cada iglesia debe financiarse mediante la aportación de sus fieles. Los defensores de la financiación pública aducen las muchas obras sociales que la Iglesia lleva a cabo. Nada que objetar a que éstas se subvencionen por el Estado; pero en concurrencia y en igualdad de condiciones con otras asociaciones u organizaciones que acometan otras similares. Por otra parte, nada de esto tiene que ver con la financiación del culto y el mantenimiento económico de la estructura clerical.
En segundo lugar, las clases de religión tal como en estos momentos están implantadas en la educación pública. No se puede hablar de asignatura, sino de adoctrinamiento religioso. Muy respetable, pero para impartir en la propia iglesia o en la familia, no en la escuela pública o en la subvencionada con fondos públicos. La religión únicamente puede entenderse como disciplina si su enfoque está anclado en la antropología, en la historia o en la sociología. La esquizofrenia actual en que la jerarquía eclesiástica nombra a catorce mil profesores y los paga el Estado es a todas luces incongruente con los principios del Estado aconfesional. Una vez más, la alternativa no puede ser implementar clases de islamismo, judaísmo o de cualquier otra religión, sino reponer a la educación pública en su propia función.
En tercer lugar, pero quizás el más importante, la pretensión nunca abandonada por la jerarquía eclesiástica de convertir sus preceptos morales en ley general y obligatoria, impuesta coactivamente por el Estado. Suplantar, en definitiva, la voluntad mayoritaria de una sociedad democrática, expresada por sus mecanismos constitucionales, por el código de conducta interno de una confesión organizada -hay que decirlo- de forma autocrática y carente de cualquier mecanismo democrático. Todo el respeto para los que voluntariamente acepten tal jerarquía y principios, pero que no intenten usar el Estado para imponerlos. Afirmar que el Estado no es confesional pero la sociedad sí constituye una falacia. La sociedad siempre es plural, heterogénea, informe, sin límites, portadora de antinomias y contradicciones, como totalidad únicamente se manifiesta mediante el juego de las mayorías y minorías en el Estado.
El Gobierno actual se ha limitado a colocar algunos de estos problemas sobre la mesa. Este hecho ha sido suficiente para desatar las iras y los alegatos de la jerarquía eclesial. La filípica del Papa el otro día afirmando que en España no existe libertad religiosa y que se prohíben las manifestaciones exteriores de la religión, y todo ello en el país de las procesiones, sólo puede provocar hilaridad y el convencimiento de que la decrepitud de la edad afecta a todos los hombres por igual por muy sumo pontífice que uno se crea. Resulta irónico que se hable de persecución a la Iglesia, y que ésta se siente acosada. Si alguien se puede sentir perseguido, o al menos marginado, son todos aquellos a los que la Iglesia pretende imponer por la fuerza, por la fuerza además del Estado, su moral y su doctrina. Nuevamente, la Iglesia se ha colocado en la reacción más extrema y en el obscurantismo. Su emisora de radio se ha convertido en el mayor centro de agitación política de la ultradecha y de propaganda xenófoba. Con todo, lo más paradójico es que muchos de estos que defienden con todo ardor y frenéticamente los principios más reaccionarios se autotitulen a todas horas liberales. Por lo visto, el liberalismo de hoy poco tiene que ver con el de ayer. El neoliberalismo económico pone el grito en el cielo cuando el Estado toca la fortuna de los acomodados; pero después promueve y defiende que el poder político coaccione con sus leyes a la mayoría de los ciudadanos para imponerles preceptos religiosos. Que el poder político no interfiera en la economía, pero sí en la alcoba y en la cama.