Optimismo y pesimismo son dos formas de ver el mundo. Los optimistas miran todo con esperanza, buen ánimo y voluntad positiva. Los pesimistas lo ven todo con desánimo, con mala gana y hasta con tristeza. Y esa mirada sobre la realidad se agudiza, en unos y otros, cuando se trata de pensar en el futuro. […]
Optimismo y pesimismo son dos formas de ver el mundo. Los optimistas miran todo con esperanza, buen ánimo y voluntad positiva. Los pesimistas lo ven todo con desánimo, con mala gana y hasta con tristeza.
Y esa mirada sobre la realidad se agudiza, en unos y otros, cuando se trata de pensar en el futuro. Los optimistas creen que el país va bien y seguirá mejor, o al menos, reconociendo las dificultades existentes, piensan que superaremos los problemas causados por esa conjunción de crisis importada y terremoto propio. Los pesimistas miran el país a través de unas gafas oscuras, que son sus propias ideas, y por eso ven todo sombrío y desesperanzado, frustrado por aquí, fracasado por allá y derrumbado en la costa norte. Tienen alma de pasillo y por eso viven enredados en ideas como «cruel destino», «mala suerte» o «angustia de vivir» y cada vez que hablan de su país terminan con la frasecita inicua: «¡ah!, este país…» Es que no creen en su país y todo lo ecuatoriano les parece malo, escaso o devaluado.
Lo curioso de esta historia es que los optimistas son los pobres del Ecuador, los marginados y olvidados de otrora, los que viven en barriadas humildes, los que sufrieron los efectos del terremoto. Y también los niños y jóvenes de modesta extracción, que ahora tienen acceso a la educación. Y las madres suburbanas, que ahora pueden ir con sus hijos a un buen centro de salud. Y los ciudadanos de a pie, que se sienten protegidos por una eficiente política de seguridad pública.
En contraste, los pesimistas y quejosos son los más ricos, que ahora tienen más carros de lujo y más dinero que nunca, y que vacacionan más largamente fuera del país. Sin embargo, su deporte favorito es sentarse en sus cómodas mansiones de Cumbayá o Samborondón, o en sus elegantes casas vacacionales de La Florida, con una copa en la mano, para hablar mal del gobierno de Rafael Correa y quejarse de lo mal que va el país.
Y conste que no hablo de los odiadores de la Revolución Ciudadana, personas que se salen de esta clasificación de gentes normales y deberían pasar a una clasificación de patologías. Me refiero solo a quienes tienen la inclinación de ver el mundo con colores sombríos y un pesimismo galopante, irrefrenable, que no se corresponde con su nivel de vida ni con las buenas cifras de sus negocios. A esas gentes y a sus imitadores de más abajo, todo lo que se haga por el país les parecerá siempre poco: autopistas, puertos, aeropuertos, hidroeléctricas, centros de salud, escuelas del milenio. E igual seguirán sin usar, o usando de mala gana, lo que se fabrica en Ecuador: ropa, zapatos, medicinas, muebles, libros, discos.
Pero este breve análisis estaría incompleto si dejáramos por fuera a una categoría que existe y que merece respeto: la de los pesimistas combatientes. Son gentes que descreen del capitalismo y todavía más del capitalismo ecuatoriano, porque dicen que no puede florecer un capitalismo nacional ahí donde no hay una burguesía nacional. Argumentan que tenemos una burguesía cipaya, hecha a medida de los intereses foráneos, que copia tecnologías y modos de vida extranjeros. Que acumula dinero en el país, aprovechándose de los recursos naturales y la mano de obra local, pero guarda sus ganancias en paraísos fiscales. Que nunca ha inventado nada ni ha incursionado en procesos tecnológicos innovadores, salvo la experiencia que otrora tuvieran los Laboratorios Life.
Entre esas antípodas nos movemos los ecuatorianos.
Jorge Núñez Sánchez: Director de la Academia de Historia de Ecuador