Ambos son felices. Son intensamente felices, a pesar de murmuraciones y algún que otro gesto indiscreto surgido en la multitud cuando avanzan asidos de la mano, asistiéndose de un olímpico desdén por los prejuicios. Y han logrado desentenderse de la reconvención del suegro de él, el suegro blanco, y de la actitud alerta, casi arisca, […]
Ambos son felices. Son intensamente felices, a pesar de murmuraciones y algún que otro gesto indiscreto surgido en la multitud cuando avanzan asidos de la mano, asistiéndose de un olímpico desdén por los prejuicios. Y han logrado desentenderse de la reconvención del suegro de él, el suegro blanco, y de la actitud alerta, casi arisca, de la suegra de ella, la suegra negra.
Mi saludo es solo un amago, pues no reparan en nada ni en nadie mientras se besan en la anochecida parada de ómnibus, y los voy perdiendo de vista, hasta el próximo demorado paseo frente a mi hogar, en un barrio habanero entreverado de mansiones y casas de vecindad, como mostrando que la cubanidad, o cubanía, repudia los compartimentos estancos, la segregación, y nos obliga a lo que «puristas» y exclusivistas tachan, con remilgos de damisela, de vitanda promiscuidad.
Como ellos, otro personaje real emerge de mis notas. Al calificarse a sí mismo, elude la palabra que escucha, ora susurrada, ora con la meridiana claridad del grito. Ante la promesa del anonimato, recuerda la ocasión, verdad que lejana, en que los cazadores de locas -tales se autodenominaron- salieron a la calle en carnaval y, para reafirmarse machos, muy machos, lo zarandearon con saña, en sospechosa catarsis, en tanto le endilgaban a voz en cuello el consabido anatema… A él, que deplora la vulgaridad y -eso sí- se declara esteta como Oscar Wilde.
No sin consolarse diciéndose que las cosas han cambiado -ahora puede pedir helado de fresa sin complejo, o sin mucho complejo-, al fin hace mutis: se retira por entre las páginas de mi libreta con el lánguido paso de la mujer que, para su infortunio, no alcanzó a encarnar.
Continúo hurgando en confesiones, observaciones al servicio del texto en perspectiva. Mi reino por un reportaje. De súbito, lo veo venir, con el vacilante andar de siempre. Distingo perfectamente su figura, rematada por un cabello cortado a cepillo; la barba, descuidada y cana; la boca, semiabierta y caída hacia la mejilla derecha, en petrificado rictus. La saliva. Toda la saliva del mundo en ese rechazado anciano.
Porque he notado que lo rechazan. Lo rechazaba la vendedora cuando él, sordo y terco, reclamaba el racionado pan del día anterior, que olvidó comprar. Lo rechazaban aquellos niños al ser reprendidos… Pero ¿no estaré imaginando rechazo allí donde quizás solo medren la indolencia, la pérdida del respeto tradicionalmente otorgado a una etapa de la vida cuyos portadores aumentan en este país, Cuba, de ciertas estadísticas primermundistas?
No, nada de paranoia. Si bien a ratos y entre recurrentes arrepentimientos, hasta yo lo he rechazado. Lo he rechazado por trastrocar la cola, dando el último a varias personas al mismo tiempo. Lo he rechazado aún más al justificarse, y acercárseme con la ropa mugrienta, la única, esa que luce los torpes remiendos de la soledad.
Leo ahora un rosario de ideas contra toda suerte de prejuicios, discriminaciones, y me detengo en el derecho a la diferencia, enarbolado como credo por pensadores como el mexicano Leopoldo Zea. Los apuntes adoptarán luego un tono académico, entresacados de estudios y meditaciones enmarcados en nuestra realidad: «Necesidad de la tolerancia para afrontar las actuales limitaciones materiales y limar las aristas que entorpecen la convivencia armónica»…
Un detalle. Como la acepción de un vocablo varía conforme a determinado contexto social, se sabe, y como durante años hemos impugnado la tolerancia de lo mal hecho, quizás debiera aclarar a alguna mente de metafísica desbordada, de suspicacia siempre en tensión, que utilizo el término de manera prístina, sin trastienda semántica ni estratagema ideológica.
Me atengo a la definición brindada por la UNESCO, según la cual «la tolerancia consiste en la armonía en la diferencia» -respeto a lo otro, aceptación de lo distinto-, y «no es lo mismo que concesión, condescendencia o indulgencia (…)», que solemos deparar cuando nos creemos superiores. «Es una actitud activa de reconocimiento de (…) los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los demás (…)»
Vuelvo a nuestro entorno: «Paradójicamente, la intolerancia, que escasea allí donde debiera señorear, con respecto a la indisciplina social, se muestra creciente en las relaciones personales» -ah, la crisis y sus efectos-… Pero en este punto la atención me flaquea. Estoy percibiendo los últimos renglones como a través de un calidoscopio. Procuro, entonces, concentrarme en la imagen de la pareja feliz, la del Wilde redivivo, para conseguir el estado anímico propicio al análisis, al reportaje nonato.
Mas en vano. No me atrevo a lanzar la primera piedra. Lástima de trabajo, me digo mientras cierro la libreta y pretendo apartar de la mente, al menos por un instante, la pertinaz figura del viejo. Del viejo rechazado. Y por supuesto que fracaso.