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El Wolfie sacrificado

Fuentes: La Jornada

No es el acto en sí, sino la hipocresía. Esa es la frase sobre Paul Wolfowitz, proveniente de las páginas editoriales de distintas partes del mundo. No es ninguno de los dos: no es el acto (no hacer caso de las reglas, para conseguirle a su novia un aumento salarial) ni la hipocresía (el hecho […]

No es el acto en sí, sino la hipocresía. Esa es la frase sobre Paul Wolfowitz, proveniente de las páginas editoriales de distintas partes del mundo. No es ninguno de los dos: no es el acto (no hacer caso de las reglas, para conseguirle a su novia un aumento salarial) ni la hipocresía (el hecho de que la misión de Wolfowitz como presidente del Banco Mundial es luchar por un «buen gobierno»).

Primero, deshagámonos del supuesto problema de hipocresía. «¿Quién quiere ser sermoneado por alguien que dice ‘haz lo que digo, no lo que hago’?», preguntó un periodista. Nadie, claro. Pero esa es una descripción bastante buena del juego de pókar de prendas (en el que sólo uno de los jugadores se quita las prendas) que representa nuestro sistema de comercio global, en el cual Estados Unidos y Europa -a través del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Mundial del Comercio (OMC)- le dicen al mundo en desarrollo: «Quita tus barreras comerciales y nosotros dejamos las nuestras». Desde los subsidios agrícolas al escándalo de Dubai Ports World, la hipocresía es el principio rector de nuestro orden económico.

El único crimen de Wolfowitz fue tomarse a pecho la postura internacional de su institución. El hecho de que su respuesta al escándalo fue contratar un abogado de celebridades y buscar un «entrenador» de liderazgo simplemente aporta mayor evidencia de que absorbió por completo los modos del Banco Mundial: cuando dudes, despilfarra el presupuesto en consultores excesivamente caros y llámalo ‘ayuda’.

La más seria mentira, que está en el meollo de la controversia, es la insinuación de que el Banco Mundial era una institución con impecables credenciales éticas -hasta que, según 42 ex ejecutivos del Banco- Wolfowitz puso su credibilidad «fatalmente en duda». (Muchos liberales estadunidenses, adictos al efímero prendón que produce forzar a neoconservadores a renunciar, se agarraron de este cuento de hadas.) La verdad es que la credibilidad del Banco ya estaba fatalmente en duda desde que impuso que los estudiantes de Ghana pagaran cuotas escolares a cambio de un préstamo; desde que demandó que Tanzania privatizara su sistema potable; desde que hizo que la privatización de las telecomunicaciones fuese una condición para otorgar la ayuda por el Huracán Mitch; desde que demandó «flexibilidad» laboral, tras el tsunami asiático en Sri Lanka; desde que empujó a que se eliminaran los subsidios alimenticios en el Irak post-invasión. A los ecuatorianos les importa muy poco la novia de Wolfowitz; más apremiante es que en 2005 el Banco retuvo los 100 millones de dólares prometidos, después de que el país se atrevió a gastar una porción de sus ingresos petroleros en salud y educación. Vaya organización contra la pobreza.

Pero el área en el cual el Banco Mundial tiene menor autoridad moral es en la lucha contra la corrupción. Casi en todos lados en donde ha habido un masivo saqueo estatal en las pasadas cuatro décadas, el Banco y el FMI han sido los primeros en la escena del crimen. Y, no, no miraron para el otro lado mientras los lugareños se forraban los bolsillos; escribían las reglas del juego para el robo y exclamaban, «¡más rápido, por favor!» Se trata de un proceso conocido como terapia de shock.

Rusia, bajo el liderazgo del recién fallecido Boris Yeltsin, fue un buen ejemplo. Comenzando en 1990, el Banco encabezó la cargada para que la ex Unión Soviética impusiera inmediatamente lo que llamó una «reforma radical». Cuando Mijail Gorbachov se rehusó a seguir el plan, Yeltsin se ofreció. Ese hombre buldozer no dejaba que nada ni nadie -incluyendo a los políticos rusos con cargos de elección popular- se interpusiera en el camino del programa de Washington. Después de que ordenó que los tanques del ejército abrieran fuego sobre los manifestantes en octubre de 1993, matando a cientos y dejando al Parlamento ennegrecido por las llamas, el escenario estaba puesto para las privatizaciones, en venta de liquidación, de los más preciados bienes estatales de Rusia, en favor de los llamados oligarcas. Claro, el Banco estaba ahí. Respecto del frenesí por hacer leyes (sin la más mínima democracia) que siguió al golpe de Yeltsin, Charles Blitzer, el jefe economista del Banco Mundial en Rusia, le dijo al Wall Street Journal: «No me había divertido tanto en toda mi vida».

Cuando Yeltsin dejó el puesto, su familia se había vuelto inexplicablemente rica, y varios de sus subordinados estaban enredados en escándalos de sobornos. Estos incidentes fueron registrados en Occidente, como siempre lo son, como desafortunados detalles locales en un proyecto de modernización económica que, por lo demás, era ético. De hecho, la corrupción estaba incrustada en la idea misma de la terapia de shock. La torbellinesca velocidad del cambio era crucial para superar el rechazo generalizado a las reformas, pero también implicaba que, por definición, no podía haber descuido alguno. Además, los sobornos a los funcionarios locales eran un incentivo indispensable para que los apparatchiks de Rusia crearan la completa apertura de mercado que Washington demandaba. A final de cuentas, hay buenas razones para que la corrupción nunca sea una prioridad para el Banco y el FMI: sus funcionarios entienden que cuando reclutan políticos para que promuevan una agenda económica que se sabe que les granjeará furiosos enemigos en casa, normalmente tiene que haber alguna recompensa en las cuentas bancarias en el extranjero de aquellos políticos.

Rusia está lejos de ser única: desde el dictador chileno, Augusto Pinochet, quien acumuló más de 125 cuentas bancarias mientras construía el primer estado neoliberal; la Argentina del presidente Carlos Menem, que conducía un Ferrari Testarossa rojo mientras aniquilaba su país; a los «miles de millones faltantes» en el Irak de hoy; en todos los países hay una clase de políticos ambiciosos, con mentes sangrientas, que están dispuestos a desempeñarse como los subcontratistas del Occidente. Cobrarán sus honorarios, y esos honorarios se llaman corrupción: el silencioso pero siempre presente compañero en la cruzada por privatizar el mundo en desarrollo.

Las tres instituciones principales en el centro de esa cruzada están en crisis, no por las pequeñas hipocresías sino por las grandes. La OMC no puede volver a encarrilarse, el FMI se va a la bancarrota, desplazada por Venezuela y China. Y ahora el Banco se hunde.

The Financial Times reporta que cuando los gerentes del Banco Mundial repartieron consejos, «ahora se rieron de ellos». Quizá todos deberíamos reírnos del Banco. Sin embargo, lo que definitivamente no deberíamos hacer es participar en el esfuerzo por limpiar la ruinosa historia del Banco repitiendo la absurda narrativa de que la reputación de una organización contra la pobreza, por lo demás loable, ha sido mancillada por un hombre. El Banco, comprensiblemente, quiere echar por la borda a Wolfowitz. Yo digo, que se hunda el barco con el capitán.

© 2007 Naomi Klein, www.nologo.org

Esta columna fue publicada en The Nation, www.thenation.com

Traducción: Tania Molina Ramírez