El éxito cosechado por Zama, la multipremiada película de la directora argentina Lucrecia Martel, invita a revisitar la obra de Antonio Di Benedetto, el autor de la novela en que la película se basa
SUSANA MULÉ
Si están aguardando su turno para que los visite el traumatólogo, si pasan la noche en el calabozo por motivos extravagantes, les recomiendo leer a Antonio Di Benedetto (Mendoza, Argentina, 1922-Buenos Aires, 1986), autor particularísimo, para matar la espera. Como es probable que no cuenten en estos momentos con ningún libro suyo, deseo al menos que tengan móvil y acceso a internet: podrán así escuchar la entrevista que concedió a Joaquín Soler Serrano en el programa A fondo, en la que el escritor fabulaba a propósito de su biografía. De alguna manera, de sus declaraciones se deducen algunos de los temas centrales de su obra, y quizá el audio sirva para darlo a conocer a los no iniciados en su literatura:
«Muchos apelan a la referencia de los signos del zodíaco, yo las paso por alto porque cuento con una predestinación especial: la fecha de mi nacimiento, excluyendo los otros signos; y esa nominación religiosa que corresponde al Día de los Muertos. Me ha acompañado ese signo con una fidelidad absoluta, de modo que me crea profundas dudas, a menudo, sobre mi existencia».
Di Benedetto creaba un relato oral, conciso y hondo de su nacimiento, que no tomaba como origen de la aventura propia, sino como culmen de una historia familiar cuyo heredero maldito era él: nació el día que se celebran los muertos. Su fundación -utilizaba este término en vez de nacimiento en momentos posteriores de la entrevista- tenía por tanto algo de broma pesada, y reprochaba infantilmente a los padres que le hubieran torcido el pensamiento al considerarlo un predestinado: se planteaba cuál era el beneficio de que lo trajeran al mundo; se preguntaba también acerca de la imposibilidad de evadirse de sus pesquisas, precisamente, por venir al mundo en ese día extraño.
Los padres lo «fundaron» en Argentina, tras el largo periplo de los abuelos, procedentes de Europa. No nació además en la portuaria y abierta Buenos Aires, sino en Mendoza, bien al interior del país, al pie de los Andes, más cerca del Pacífico que del Atlántico, del desierto de Atacama que del Río de la Plata; alejado pues de los aires europeos de la capital argentina, tan dada a reconocer su cosmopolitismo y la universalidad de sus escritores primeros.
Como autor, las dudas que mencionaba en la entrevista sobre la propia existencia no se correspondían sólo a su presencia real en el mundo, sino a su paradero literario: la obra de Di Benedetto tenía muchos números de no ser leída, de no encontrar un lugar referencial desde donde reclamar la atención de los lectores; y él, por tanto, de ser olvidado. Y, sin embargo, que uno de sus libros encontrara un solo lector garantizaba su pervivencia. Porque la excentricidad de Di Benedetto tiene menos que ver con la geografía física que con la humana: obvió reconocimientos más extensos para apuntar a un grupo modesto de lectores atentos; encontrado el público adecuado, sus libros serían leídos y recordados. Tenía, pues, que escribir y mantenerse a la espera, confiar en su trabajo. Por suerte para los lectores posteriores, contó con unos pocos seguidores admirados. Algunos de ellos escribieron después grandes obras que otros hemos gozado en espacios menos estrechos: Bolaño, Piglia. Juan José Saer, otro devoto del mendocino, conquistó a su vez una islita de devotos, que, quién sabe, en un futuro… Pero volvamos a Di Benedetto: lo fácil es descubrirlo a través de otros autores que lo mencionan, o de algún lector con ánimo prescriptor. No es posible, sin embargo, encontrar «influencias» de Di Benedetto en textos posteriores: la singularidad que tanto ha fascinado a los lectores hacía imposible la recreación de su estilo, e invariablemente habría abocado a los imitadores a la impostura y la frustración. Quizá sea ésta -la imposible continuación de su estilo, especialmente el que fijó en Zama– una de las razones por las que aún no es ampliamente considerado como lo que es: uno de los mejores escritores del siglo xx en cualquier lengua. Sin duda, tarde o temprano llegará un reconocimiento más amplio, seguramente nunca mayoritario, pero sí suficiente para que no pase desapercibido a ninguna generación. Ser fanático de Di Benedetto tiene mucho de proselitismo: es difícil reprimir las ansias de regalar sus libros y captar lectores nuevos, mantenerse a la espera de que su obra se abra paso.
Algo de la impaciencia propia del lector exaltado mostraba en varios artículos sobre Di Benedetto el ya mencionado Juan José Saer describió con exactitud lo que el autor de Zamarepresenta para sus fieles en el prólogo de El silenciero, la segunda de sus llamadas, tan oportunamente, «novelas de la espera»:
«Las tres principales novelas de Antonio Di Benedetto, Zama, El silenciero y Los suicidas […] constituyen uno de los momentos culminantes de la narrativa en lengua castellana de nuestro siglo. En la literatura argentina, Di Benedetto es uno de los pocos escritores que ha sabido elaborar un estilo propio, fundado en la exactitud y en la economía y que, a pesar de su laconismo y de su aparente pobreza, se modula en muchos matices, coloquiales o reflexivos, descriptivos o líricos, y es de una eficacia sorprendente».
No merece el esfuerzo prolongar los elogios de Saer: quien haya leído dos páginas de Di Benedetto reconocerá en estas palabras la verdad sobre su escritura: economía y eficacia. El tema, la espera, surge paradójicamente de una escritura de ritmo vivo, pero nunca apresurado. Frases breves en párrafos minúsculos, y el efecto que esas pocas palabras ejercen a cada vez en el lector. Lo complicado es reproducir con palabras que no sean las del propio autor en qué consiste ese efecto. Quizá sirva de ejemplo, ya un tanto manido, el final del textito que escribió para una publicación alemana, su Autobiografía: «Bailar no sé, nadar no sé, beber sí sé. Coche no tengo. Prefiero la noche. Prefiero el silencio». Y dentro de su obra, las «novelas de la espera» suponen, efectivamente, la sublimación de su estilo.
Zama, la primera, es un misterio, una novela que se diría fruto de la inspiración y de la técnica, pero acaso no de la tradición: no reconocemos precedentes en esa forma de narrar. Existe un comentario generalizado entre los lectores de Zama: ¿de dónde viene? Es una novela vanguardista con trazas de lenguaje del siglo XVIII… Es una genialidad que desborda los prejuicios de quien se acerca a ella. Sólo leyéndola se entiende el magnetismo que provoca, es una experiencia estética única, que deja huella. A partir de Zama, uno desea leer cualquier textito que escribiera Di Benedetto. Sobre la espera de Diego de Zama a orillas del río Paraguay, sobre su incendiario apetito sexual, sobre el patetismo del personaje cabe menos el comentario que la recomendación encendida para que, quienquiera que no haya leído la novela, corra a la librería a comprarla. La querrá tener en propiedad.
Hay días, sin embargo, que prefiero el El silenciero, una novela que se lee como un cuento: el relato de un hombre que huye del ruido -del mundo, del propio pensamiento- y que, a diferencia de Zama, sí que se reconoce dentro de la mejor tradición de la narrativa moderna y contemporánea: Chéjov, Kafka; el existencialismo menos afectado. En el estupendo prólogo de Saer (Adriana Hidalgo editora, 1999) se dan las claves de un libro extraordinario, no lo trataré pues aquí.
Hablaré, por tanto, de Los suicidas, la más personal y, quizá por ello, también la más imperfecta de sus tres obras maestras. Es, por otra parte, la más conmovedora. El propio autor advierte en el programa A fondo de las semejanzas de muchos pasajes de la novela con ciertos episodios trágicos de su vida. Es pues una ficción magnífica que nos acerca indirectamente al autor y sus circunstancias. Su lectura es una buena forma de llegar a Di Benedetto. He escogido además Los suicidas porque explora el límite natural de la cuestión central de su obra: la espera ha de topar con la muerte.
Del relato oral sobre su nacimiento transcrito al inicio del artículo, la primera lectura podría extraer una conclusión de Perogrullo: todos estamos predestinados a morir. La segunda lectura, que Di Benedetto apuntaba en un algún momento de la charla, es la que sirvió de desencadenante de Los suicidas: la posibilidad inmediata de apresurar el final. Y, entre otras hipótesis sobre la cuestión, emerge el suicidio como predestinación por imperativo hereditario -algo que compartían el autor y el protagonista de la novela-, y fin de la historia familiar: intuía Di Benedetto que su padre se había suicidado cuando él era niño, aunque nunca le dijeron la causa cierta de la muerte; y, por lo que sí que le contaron, ya lo habían hecho otros antecesores por línea paterna.
Aún habría una tercera lectura, literaria, mágica, por la que su nacimiento no se habría producido -nacería muerto-, o lo haría en otra realidad, de ultratumba: cada cumpleaños celebraría su no advenimiento. Ya comentábamos que, cauto con las palabras, en el desarrollo de la entrevista Di Benedetto no utilizaba el verbo nacer, sino fundarse, subrayando la pasividad del recién llegado: «Me fundaron en 1922». Que no pidas llegar al mundo, que te expulsen a él, tiene algo de ponzoñoso e invita a la sospecha. Que uno de tus fundadores desprecie la propia vida representa además una contradicción odiosa: ¿por qué dar a alguien lo que tú no deseas?
Los suicidas parte de una efeméride maldita: «Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde. Tenía 33 años. El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad».
El lector queda pues avisado: existe la posibilidad de que, en apenas unas semanas, unas pocas páginas, el protagonista se quite la vida. Y, sin embargo, ni lector ni narrador lo saben a ciencia cierta. Esto es, nada se sabe, pero se puede apostar por un desenlace u otro. Porque, salvo que se crea en el destino, el protagonista no está más cerca del suicidio que cualquier otro personaje, que el narratario; y todos se mantienen en vilo. Podría esperar hasta la fecha predestinada, o podría hacerlo antes. También podría no hacerlo, lo que significaría aguardar sin más a la muerte, vivir como acción negativa: no adelantar acontecimientos. Ésa es, sin duda, una de las lecturas de la espera en Di Benedetto: dejarse vivir, que las acciones sucedan. Sus narradores son pues un hallazgo para la ficción: contemplan y protagonizan lo que acaece, sin procurar demasiadas interferencias. Sus soliloquios, menos reflexivos que expectantes, contravienen los tópicos de las novelas de pensamiento, a menudo dadas a la justificación o a la abstracción, y se oponen a las voces excesivas de flâneurs y diletantes, tan anti narrativas. En Los suicidas, los pensamientos son a menudo interrogativos, cuando no caprichosos, no pretenden llegar a conclusiones, ni orientar al lector: «¿Hay que esperar a la muerte, como un jubilado, o hay que hacerlo, como hizo papá?».
Intuimos la ética y las dudas del protagonista a partir de la estética del texto, no tanto de su discurso. En este sentido se entiende parte del estilo literario de la novela, muy ligado a la austeridad vital del narrador: la divagación precisaría de subordinadas, párrafos extensos; palabras de más. Di Benedetto huye de cualquier barroquismo, consigue el efecto desde la contención. En Los suicidas los párrafos son especialmente breves: una manera modesta de no asediar al lector con reflexiones sobre el suicidio -cuando las hay, cita a terceros, investigadores o autores clásicos-. La forma nos lleva de la mano al fondo.
Divida en dos partes, la novela transcurre entre la espera -hay una fecha marcada en el calendario- y la investigación sobre las motivaciones del suicida. En la primera parte, el protagonista, periodista como Di Benedetto, emprende una serie de artículos ilustrados sobre el suicidio -no faltarán imágenes en color, se pretende el realismo- que pretende vender a revistas y periódicos. El proyecto no deja de tener algo de fantasioso, pues son bien conocidas las reservas de la prensa y de la sociedad hacia la cuestión, siempre tabú. Quién sabe si logrará publicarlo. Consigue acompañarse sin embargo de dos buenas profesionales que ofrecen el empeño que el protagonista racanea: Marcela, reportera gráfica, y Bibi, entusiasta archivera, que procuran referencias y documentos que den solidez a los artículos. El trabajo de ambas, tangible, documental, se nos presenta como muestra de honradez frente a una cierta manipulación del protagonista, que quizá tenga menos interés en el proyecto que en darse razones para esperar o actuar, pues avanza la novela y los artículos no llegan. La función objetiva de los trabajos de Marcela y Bibi recuerda a la propia escritura de Di Benedetto, para algunos, precursor del objetivismo y del Nouveau roman. Un estilo que debe mucho al cine y al relato oral y que implica una distancia ética: narrar es exactamente lo contrario a interpretar. Así crea un narrador como el de Los suicidas, un cronista que muestra, a su manera perezosa y esquiva, una disposición anti moderna y honrada de hacer periodismo: no hay hipótesis. Simplemente pretende describir lo sucedido, añadir las ilustraciones pertinentes y empaquetar para la venta el material. Acompañado de Marcela, investiga los últimos suicidios que han tenido lugar en la ciudad. La perspectiva amoral del periodista topa a menudo con las convenciones de la realidad, agravadas al tratarse de una exploración del suicidio. De este modo le pide a Julia, su mujer, que aproveche su ventajosa posición de profesora y pregunte sobre la cuestión a los alumnos. Cruza el periodista una línea roja. Las consecuencias de este hecho serán las esperables para la reputación de Julia, pero ejemplifica las dificultades de la mirada inquisitiva: la exploración de las verdades íntimas es menos posible en el periodismo que en la ficción, pues el reporterismo colisiona con un muro de prevenciones psicológicas y sociales. Sin embargo, añadir la mirada puramente periodística y objetiva a la literatura es todo un hallazgo, una forma indirecta de revelar el funcionamiento de las emociones y de cómo explican algunas de las constricciones culturales. Sirva de ejemplo este fragmento en que el protagonista habla con su sobrinita sobre la corta esperanza de vida de los gorriones enjaulados:
«En casa, mientras mamá cocina me dejo entretener por los chicos. Marianita ha cazado un gorrión y lo tiene en la jaula. Le digo: ‘Se morirá’. Dice: ‘No se morirá’. Le advierto: ‘Tengo experiencia’, lo cual para ella no significa mucho, ya que posee la propia: ‘Le puse comida’, que es como enrostrarme que quien tiene qué comer vive. Y ahí falla».
No necesita Di Benedetto mostrar el disgusto de la niña, empatizamos con ella por anticipación. Nos parece más terrible el episodio que si nos describiera a la sobrina llorando con el pájaro entre las manos. La frialdad del narrador es opuesta al exhibicionismo sentimental, al exceso literario; que lo consideremos un cretino importa menos que el efecto que produce: nos acerca a la razón íntima de los personajes que interactúan con él. Fin éste de la mejor literatura, y de un periodismo utópico.
En la segunda parte se acaba con la postergación de lo predeterminado: se acerca el viernes negro en el que, según creencia unipersonal, el protagonista ha de seguir los pasos del padre. Pero como parece no decidirse, el destino manipula la historia para que uno de los personajes -no desvelaremos cuál- le plantee el suicidio conjunto. Así, sin aportar más razones. Quizá el mayor acto de libertad y de responsabilidad personal deja de ser asunto únicamente del protagonista. Alguien podría pensar que abandonar esa decisión en manos ajenas es un fracaso de la voluntad.
Mientras llega la resolución, Bibi sigue aportando información y perspectivas sobre el suicidio, ya sean religiosas, filosóficas, literarias o estadísticas, que no sirven más que para ofrecer un relato superficial del fenómeno: en realidad, nunca desvelarán las motivaciones, que son, por otro lado, indescifrables. Es así como la novela llega a su fin, un final que sigue manteniendo en vilo al lector: suceda lo que suceda, el concurso del protagonista sobre su destino no le pertenece en exclusiva.
Narrador y narratario no han llegado a conclusiones, nadie sabe a qué atenerse. En Los suicidas la investigación periodística con suerte proporciona el contexto en el que se desenvuelven los suicidas, el relato ficcionado, dudas y un catálogo de emociones. Y, sin embargo, queda una sensación de postergación de la tragedia y de satisfacción. Porque la mejor literatura, como es la de Di Benedetto, procura alegrías hondas y humildes que atentan contra el desencanto. Tras cerrar uno de sus libros, el lector sin aliento busca nuevos asombros en otros libros del autor.
Por fortuna, Di Benedetto legó unos cuantos. Y no siempre lo tuvo fácil. Que escribiera, de hecho, representa un acto de resistencia contra el malditismo. Él, que fantaseaba sobre la predestinación que implicaba ser «fundado» en el Día de Difuntos, que dudaba de la propia existencia, peleó contra la muerte cuando lo detuvo el aparato de la dictadura militar argentina en su despacho del diario Los Andes, en 1976. Lo torturaron durante más de un año, martirio que incluyó cuatro simulacros de fusilamiento. Sobrevivió. Cuando lo excarcelaron, se refugió en España, donde pasó desapercibido. No se leyeron sus libros. «Sensini», el extraordinario relato de Bolaño recogido en Llamadas telefónicas, testimonia la soledad de aquellos años: Sensini (Di Benedetto), uno de los mejores escritores en castellano del siglo pasado, malvivía en Madrid gracias a los concursos literarios de provincias que ganaba a veces. Bolaño y él, en contacto epistolar, se congratulaban de los triunfos de uno y otro. Hasta que Sensini volvió a Argentina, donde murió a los pocos meses. La obra de Di Benedetto, al contrario de la de Bolaño, ha permanecido demasiados años a la espera de recibir el reconocimiento que en su día se le obvió. Es hora de que esto cambie. Di Benedetto no ha muerto, y sus libros, lo sabemos sus lectores, hacen cualquier espera más ligera. Llévenlos a hospitales y calabozos. Con Los suicidas se sentirán acompañados.