En una escena de Las invasiones bárbaras, del director canadiense Denys Arcand, un viejo profesor de historia hace la siguiente declaración: «La inteligencia es colectiva, nacional e intermitente. Entre la muerte de Tácito y Dante, ¿qué hay? Once siglos. ¿Y la inteligencia? Se había ido con los árabes». Durante once siglos, en efecto, mientras los […]
En una escena de Las invasiones bárbaras, del director canadiense Denys Arcand, un viejo profesor de historia hace la siguiente declaración: «La inteligencia es colectiva, nacional e intermitente. Entre la muerte de Tácito y Dante, ¿qué hay? Once siglos. ¿Y la inteligencia? Se había ido con los árabes». Durante once siglos, en efecto, mientras los chinos preparaban la pólvora con la que más tarde dominarían el mundo los europeos, los musulmanes leían, escribían y razonaban por éstos, preparando sin saberlo su futuro despertar intelectual. La inteligencia, como la gripe aviar, no reconoce fronteras, pero necesita, al igual que ella, condiciones propicias para su propagación; y necesita, inmediatamente, un beso impuro. Se recibe siempre de otras cabezas como el placer y la lepra se reciben de otros cuerpos. Por eso la inteligencia tiene una historia, pero no una raza; y por eso hay que admitir, nos guste o no, que los árabes nos besaron, sí, en la boca y nos transmitieron su saliva mezclada de infusorios griegos, indios y persas. La escatología musulmana fecundó la Divina Comedia; la mística sufí, con mujeres como Rab’ia Al-Mudawiya, se anticipó a Pascal y San Juan de la Cruz; Omar Khayyam o Abu Nuwas llegaron antes que Bocaccio y Rabelais; Al-Hamadani inventó el género que haría famoso al Lazarillo; Ibn Khaldun es anterior a Maquiavelo; Ibn Tufayl a Gracián; Abul-Alá-Al-Maarri escribió varios siglos antes que Quevedo; Averroes no sólo abrió el camino a Santo Tomás sino también a Spinoza y Voltaire; e Ibn Hazm anticipó el neoplatonismo de Marsilio Ficino y la sutileza de Stendhal. Estamos felizmente infectados de arriba abajo y nada, salvo el suicidio, podrá salvarnos de esta vida mestiza, de esta floración bastarda, de este gran engendro solar.
La «guerra de civilizaciones», de un lado y de otro, no puede ser combatida con razonamientos sino con deleites. En estos días, para enjuagarme la boca, vuelvo a leer El collar de la paloma (Alianza Editorial 1998, traducido en 1967 por Emilio García Gómez y precedido de un cuestionable prólogo de Ortega y Gasset), el famoso tratado sobre el amor que escribió un contemporáneo nuestro hace mil años. El cordobés Ibn Hazm describe a los enamorados como un entomólogo que ha sido muchas veces una mariposa: esos dos seres extraños, amenazadores, que «quieren estar juntos allí donde hay mucho espacio y buscan estar solos allí donde hay mucha gente». Es el gran pecado de la «fitna», la sombra de la «guerra civil», la traición a la propia comunidad que en nuestra tradición encarnan tan luminosamente Romeo y Julieta, fundidos en el exterior de sus respectivas familias. El amor es, sí, la Gran Fitna, la rebelión contra el destino social y sus solidaridades regladas: he ahí dos cuerpos que se reconocen sin haberse conocido, que se desnudan sin haberse hecho daño, que se separan para unirse. La metáfora de la «guerra civil»es al mismo tiempo la actualidad de un encuentro que nada ni nadie ha preparado y el hecho mil veces repetido -y mil veces desbaratado- de una «civilización» sin genealogías ni conveniencias, pero con descendencia. Porque esa unión contra todos es -hace mil años, para azote de puritanos- una fragua de pechos, una confusión de manos. «Ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después de una larga expatriación, ni la seguridad después del temor y de la falta de todo refugio» pueden compararse con el coito de dos enamorados; «ni el esponjarse de las plantas después del riego de la lluvia; ni el brillo de las flores luego del paso de las nubes de primavera; ni el murmullo de los arroyos entre los arriates de flores; ni la belleza de los alcázares en medio del verdor» valen lo que el polvo de dos novios acalorados.
Poeta librepensador, teólogo heterodoxo, político disidente, gran bebedor de vino y gustador de cuerpos (de ambos sexos), Ibn Hazm nació en el año 994 según nuestros cómputos de tiempo; y sin embargo me es más familiar, más próximo, más contemporáneo que Benedicto XVI, Oriana Falaci o Ben Laden. Nacido musulmán en Córdoba, pero no en España, me parece mucho más un compatriota que Isabel la Católica, José María Aznar o Camilo José Cela. La lectura es también un placer carnal que promueve la «fitna» y procura encuentros imprevistos: nos separa de los nuestros para unirnos a otras familias, fuera de las familias, principio en cada ocasión de una nueva descendencia.
La inteligencia es colectiva e intermitente, da saltos como una plaga y arraiga donde menos se la espera. Durante seis siglos -no exageremos- fue árabe y musulmana; después europea. ¿Y ahora? Me temo que ha huido de la tierra y que para hacerla volver tendremos, por una vez, que ponernos todos de acuerdo.
http://www.ladinamo.org/ldnm/articulo.php?numero=23&id=587.