Antes de escribir Las uvas de la ira, John Steinbeck realizó en 1936 una serie de reportajes para The San Francisco News en los que narraba las miserables condiciones de vida de los emigrantes que, desde el Medio Oeste, acudían a California para ofrecerse como jornaleros a los grandes propietarios agrícolas. El reportaje se tituló […]
Antes de escribir Las uvas de la ira, John Steinbeck realizó en 1936 una serie de reportajes para The San Francisco News en los que narraba las miserables condiciones de vida de los emigrantes que, desde el Medio Oeste, acudían a California para ofrecerse como jornaleros a los grandes propietarios agrícolas. El reportaje se tituló Los vagabundos de la cosecha. Setenta años más tarde, Cormac McCarthy publicó La carretera, ficción que plantea un escenario distópico y verosímil en el que jirones de humanidad se desplazan por la cartografía de la catástrofe tomando como referencia una carretera hacia la costa. En ambos casos el único horizonte es la supervivencia. Las dos narraciones proponen un modelo de vida, si puede decirse así, un generalizable American way of life al alcance de un cada vez mayor número de personas en el mundo: nomadismo, hambre, miedo, carreteras y carritos de supermercado.
Vamos a recorrer estas lecturas en tres actos.
1. La catástrofe
Entre los años 1931 y 1939 una serie de tormentas de polvo barrieron el Medio Oeste norteamericano. A estas se les sumaron la sequía, los tornados y las ventiscas de polvo y nieve. «En mayo de 1934, una gran tormenta de polvo que duró dos días llegó hasta Chicago, donde descargó el equivalente a dos kilos de desperdicios sobre cada habitante de la ciudad. Al año siguiente, el domingo 14 de abril, una gran ventisca de polvo negro devastó el oeste de Texas, Oklahoma y Kansas. Nadie podía ver nada a más de un metro de distancia. Muchos granjeros creyeron que había llegado el fin del mundo.» [i] A la tormenta climática se añadía la económica: caída de precios agrarios, sobreproducción, especulación, volatilización del ahorro privado, drástica reducción de los salarios, descenso del crédito y desempleo. Y a la económica, la sobreexplotación que conlleva la agricultura capitalista. [ii] La falta de consumo en las ciudades ahoga al campo; la falta de consumo de maquinaria y otros productos industriales en el campo agrava el problema del paro en las ciudades. Las condiciones climáticas hacen inviable la agricultura de subsistencia. Las fincas hipotecadas se pierden (se ganan para los bancos acreedores) y comienza el éxodo, genialmente novelado en Las uvas de la ira. Aguijoneados por el hambre se suben en sus destartalados vehículos y parten hacia la tierra de promisión: California.
En La carretera pasamos de las tormentas de polvo a las tormentas de ceniza, tras un gigantesco holocausto (en su más puro sentido etimológico: todo quemado) cuyas causas nos son desconocidas. Sólo encontramos una referencia a «un tijeretazo de luz» que desencaja al mundo de sus goznes. ¿Una catástrofe nuclear, tal vez? Hipótesis: la furia nihilista desatada por la ciencia y la tecnología uncidas al capitalismo ha provocado la catástrofe. Este poder es realmente apocalíptico, es decir, revelador: «la fragilidad del mundo por fin revelada»: refugiados, exiliados sin destino, contaminación, mascarillas y gafas protectoras, carretillas o carritos de supermercado para transportar sus deshechos. Todo lo sólido se desvanece en el aire, Dios ha muerto, las cosas se disgregan y el centro no resiste. Cuando uno de los personajes trata de orientarse «en aquella helada oscuridad autista» dice el narrador: «¿vertical respecto a qué?»
2. El horror
Conviene mostrar el sufrimiento sin adjetivos, sin jeremiadas moralizantes e impotentes a la hora de introducir efectos en el mundo; conviene actuar diseccionando como un forense la anatomía del dolor: objetiva, aséptica, aterradoramente. Así, me parece, obra Marx cuando incluye largos pasajes de inspectores sanitarios acerca de las condiciones de vida del proletariado inglés. Qué más se podría añadir. Así también, Steinbeck.
El escritor estadounidense describe en estas páginas los sufrimientos de «esa masa informe de braceros nómadas golpeados por la pobreza a los que el hambre y el miedo empujan de campo en campo.» Se trata de los otrora orgullosos descendientes de los europeos que arrebataron las praderas a los indios [iii] , propietarios libres de tierras y ganado, ciudadanos que participaban de la democracia directa con la que regían los asuntos comunes de sus colectivos, convertidos ahora en nómadas; emigrantes, cuando se trataba de recoger las cosechas, vagabundos, una vez terminaban.
El viaje desde el interior representaba una odisea de supervivencia, épica de la pobreza que iba dejando sus bienes en el trayecto y, a veces, hasta a los miembros de la familia, especialmente a los hijos, que iban muriendo por el camino.
Los grandes propietarios hacían gala de su espíritu emprendedor al reclutar el doble de la mano de obra que necesitaban, provocando así el desplome de los salarios. Los trabajadores eran tratados con «crueldad y estupidez», en unos espacios en los que imperaban el matonismo fascista, la arbitrariedad y el asesinato; unos lugares en los que los deseos de los patrones eran ley.
El autor se demora en mostrarnos algo parecido a la «estructura de clases» de los poblados chabolistas, pasando por los barrios altos de la miseria hasta los bajos fondos de la desolación. Compañeros de juego de la infancia en esos poblados eran la malnutrición y la disentería. Las autoridades locales o estatales solo se preocupaban de estos si se desataba alguna enfermedad infecciosa. El autor se lamentaba, con razón, de que ambas no fuesen contagiosas. El índice de mortalidad era altísimo. La falta de higiene y medios en los partos hacía que estos fueran uno de los peores problemas para los emigrantes.
Los trabajadores entraban en la espiral de la «esclavitud por deudas», según la cual el trabajo del segundo día servía para pagar las deudas del primero; el tercero las del segundo, y así, ad náuseam. Esos hombres y mujeres estaban obligados a una febril movilidad, so pena, sencillamente, de morir de hambre.
Obvia decir la continuidad de estos procesos más allá del marco temporal y geográfico descrito.
McCarthy nos enfrenta a un horror radicalmente hobbesiano, donde la civilización ha dejado su lugar a una brutalidad primordial y desnudamente biológica. La «lucha a muerte» por el reconocimiento, la libertad y la autodeterminación es sustituida por la asimilación del otro… digestiva. Sobrevivir rastreando algo de comida, protegerse del frío y evitar convertirse en una pieza de los antropófagos son las labores cotidianas para los seres que se arrastran en este excepcional mundo posible.
3. La salida
Sindicalismo, autogobierno y cooperativismo es la prescripción de Steinbeck para devolver a los emigrantes unas dignas condiciones de vida.
Con la organización de los jornaleros (aquello que precisamente no podía tolerar la patronal, reprimiendo, en primer lugar, a emigrantes extranjeros -chinos, japoneses, mexicanos y filipinos- y, en el tiempo que narra el autor, a los emigrantes de los estados centrales del país) en un sindicato que defendiera sus intereses, se racionalizaría la distribución del trabajo y se impulsaría el autogobierno. Asimismo, la acción sindical haría que los salarios no descendieran a niveles tan bajos que terminaran provocando revueltas y disturbios por pura desesperación. [iv]
Dignidad por encima de todo precio; agua corriente, suficiente alimentación, una casa que no se caiga a pedazos, garantías materiales y autogobierno, democracia «sencilla y viable»: recuperación del «sentido social» y del orgullo; sentido del gobierno y de la propiedad. Las comunidades estaban compuestas por unas 200 familias que se organizaban mediante comités: comité central, comité de fiestas, comité de mantenimiento y de acogida («buenas vecinas»). Los resultados de esta democracia directa fueron extraordinarios, mucho más si se los comparaba con la intemperie exterior.
Estos campamentos combinaban el trabajo asalariado temporal con la agricultura de subsistencia. A cada comunidad le habría de ser asignado un agricultor cualificado que impartiese «nociones de agricultura científica», fomentando el espíritu de cooperación y el uso común de recursos como tractores y otras herramientas. Esta iniciativa resolvería el problema de la alimentación de los temporeros durante las épocas de inactividad y evitaría el nomadismo. (Este tipo de estructuras socioeconómicas que combinan proximidad, cooperación y autogestión van cobrando mayor verosimilitud como proyecto colectivo ante la fragilización de los circuitos económicos de la globalización, ante la cercana perspectiva del fin de la energía fósil y la ruptura de la cadena de la agro-industria capitalista.)
El autor termina el reportaje haciendo una especie de llamamiento a un frente común entre diversos elementos de la estructura social a fin de preservar la democracia amenazada por la explotación y la creciente fascistización de la sociedad: clase media, trabajadores, maestros, artesanos y profesionales liberales contra los intereses de los grandes propietarios y la banca. [v]
Estas comunidades, estos campamentos federales, experimentos de soberanía popular y apoyo mutuo, estaban posibilitados por la acción gubernamental del país y, según este autor, deberían estarlo también por el estado (de California) y los condados. Si bien esta solución corresponde a una circunstancia excepcional (aunque sea una excepcionalidad convertida en norma), se esboza un modelo de organización socio-económica parecido al koljós, vinculando formas de organización política comunitarias con estatales: la producción agraria (pero no la industrial ni la científica) en el modelo soviético adopta una forma híbrida entre lo colectivo y lo estatal (presuponiendo la propiedad privada en algunos aspectos) [vi] : posesión colectiva del disfrute de la tierra y titularidad del Estado, soberanía asamblearia en el establecimiento de las condiciones de trabajo y retribución, uso de maquinaria estatal y entrega de una parte excedente al mismo.
McCarthy propone, si es que de una novela puede extraerse una propuesta, algo parecido a un reencantamiento de la existencia en un mundo convertido en una infernal cadena trófica en la que el ser humano es depredador y presa. En la planicie interminable, insoportable, de lo biológico, un padre protege a su hijo del frío, del hambre y de la ausencia de sentido. «Nosotros llevamos el fuego», se dicen; una esquirla, una leve llama de civilización. El hombre pretende salvar al chico de la voracidad erigiendo límites a un hambre que ha terminado devorando el mundo: «cuando no tengas nada inventa ceremonias e infúndeles vida». Al contemplar el sueño del hijo, no le atormenta tanto la idea de la muerte como algo difícil de pensar en mitad del horror, pero que tiene que ver con la belleza y la bondad.
Hay que darle la razón a Badiou cuando afirma aquello de que lo único que puede saludarse del capital es su poder cognoscitivo, al revelarnos el carácter de ficción de toda sanción sagrada del vínculo; Althusser, etcétera. Pero no hay que subestimar la importancia de contarse cuentos, especialmente si son justos, bellos y buenos. También ilustran. Otros cuentos, cuentos de terror, pueden ocupar su lugar.
[i] Los vagabundos de la cosecha, del prólogo de Eduardo Jordá, p. XIV.
[ii] La cosa ya se veía de lejos: la cita es del ecologista Karl Marx: «…todo progreso, realizado en la agricultura capitalista, no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar la tierra, y cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro de un período de tiempo determinado, es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan dicha fertilidad. […] la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre» (El Capital, pp. 423, 424, FCE). Podemos rastrear esta preocupación en Marx, por ejemplo, en el texto Algunos atisbos político-ecológicos de Marx, de Manuel Sacristán (Pacifismo, ecologismo y política alternativa, ed. Icaria) y La ecología de Marx, de John Bellamy Foster (ed. El viejo topo).
[iii] Si el comunismo tiene su «libro negro», el capitalismo no podría ser menos: El libro negro del colonialismo (edición dirigida por Marc Ferro, en la editorial La esfera de los libros). En sus cientos de páginas podemos recorrer la historia del capitalismo occidental y los criminales mecanismos de acumulación originaria y relanzamiento de la acumulación. Respecto al exterminio de los indios de América del Norte baste decir que, a pesar de la dificultad de los cálculos y los debates, parece aceptada una estimación de población entre los seis y ocho millones de habitantes antes de la llegada de los europeos; en 1800 la población no llegaba a las 600.000 personas; en 1900, se calculaba en 375.000.
[iv] Uno de los elementos clave del New Deal para salir de la crisis fue la promoción del sindicalismo libre. La Ley Wagner (1935) obligaba a los patrones a reconocer el derecho a la libre organización (terminando así con el sistema open shop por el cual se negaban a contratar obreros sindicados) y a la negociación colectiva de las condiciones de trabajo .
[v] En el libro Izquierda y republicanismo, de A. Fernández Steinko encontramos un mapeado de la estructura social actual y las posibilidades de constituir un frente común (estooooo, ¿anti-capitalista?, ¿anti-neoliberal?) del trabajo ante el páramo político y económico creado por lo que llama el «capitalismo popular inmobiliario».
[vi] Probablemente no haga falta decirlo, pero aun así: en la Unión Soviética no estaba prohibida la propiedad privada, sino la propiedad privada procedente de la explotación de otro. Junto al sector estatal convive un sector privado constituido por explotaciones colectivas o individuales fundadas en el trabajo personal. La propiedad privada conseguida por las rentas del propio trabajo y el ahorro tampoco es puesta en cuestión; la satisfacción de las necesidades particulares y familiares por el trabajo personal está garantizada por la Constitución de 1936. Los koljoses eran, según parece, bastante generosos con la propiedad privada, pues otorgaban un derecho de propiedad individual sobre la casa, el huerto (de ¼ a una hectárea) y una vaca o varias cabras. Según cómo se mire y con qué se compare, no está nada mal. Como ya se decía en el Manifiesto, la propiedad fruto del esfuerzo personal no es abolida por el comunismo, sino por el desarrollo de la industria capitalista.