El repentino óbito acaecido a un familiar cercano y muy apreciado para quien esto suscribe, no justificaría por sí solo amargarles el día con esta nota. Lo que me lleva a requerir su atención en cumplir el deber ciudadano de comunicarles las, cuando menos sospechosas, circunstancias que condujeron a que una vida sana física, ética […]
El repentino óbito acaecido a un familiar cercano y muy apreciado para quien esto suscribe, no justificaría por sí solo amargarles el día con esta nota. Lo que me lleva a requerir su atención en cumplir el deber ciudadano de comunicarles las, cuando menos sospechosas, circunstancias que condujeron a que una vida sana física, ética y socialmente desarrollada, se lanzara a alcanzar las más altas cotas de estrés hasta desembocar en el fatal parte de defunción: «enquistamiento de empacho solidario».
La apacible vida de tía Esperanza, acostumbrada sólo a la pelea del sobrevivir diario, empezó a naufragar cuando prestó ojos y oídos a los medios de comunicación que ofertaban abrirles los sentidos a la realidad del mundo mundial, a base de leer dominicales, suplementos y escuchar tertulias radiofónicas, 12 horas al día.
El tratamiento resultó tan efectivo y alucinante que llegó a creer en su voluntad como motor, capaz de poder paliar el sufrimiento, la desesperación y otros etcéteras que conforman la realidad del 80% en el planeta Tierra. Y en un día la palmó.
Durante el desayuno pensó y escribió el folio de denuncia que mandaría al periódico local sobre las injustas situaciones. Salió a hacer la compra que limitó sólo a aquellos productos cuyas empresas, sin autorización mercantilista, ofrecen un tanto por ciento de sus beneficios a causas nobles. Necesitó un par de carritos y toda la paga extra para que se notara algo su desempeño.
Después, matriculó su castellano de andar por casa en una academia de idiomas extranjeros, por la misma razón que compró los refrescos, la leche y los langostinos.
Luego corrió al teatro para adquirir entradas de la Gran Gala que esa noche ofrecían variopintos artistas de la farándula local en beneficio de los dolientes por la última riada y todavía llegó a tiempo de comprar las postales que determinada organización vende para ayudar a los niños.
Acudió a uno de los rastrillos a tomar un caldo en beneficio de un pueblo africano y, con la lengua aún quemada, voló hacia otro rastrillo para comer un bocadillo ofrecido en beneficio de los hindúes de La India.
Masticando el último bocado, a primera hora de la tarde, se sumergió entre la multitud que se empecinaba en el campo de fútbol donde el equipo local y su eterno rival se enfrentaban en un partido que serviría para ayudar a los damnificados del último terremoto.
Al terminar el primer tiempo, y sin saber de quién era el codo que le aplastó las narices, se acercó a otro barrio de la ciudad para asistir a la corrida de toros en beneficio de ya no recordaba quienes, pero daba lo mismo. Antes de que muriera el tercer toro de la tarde y que tía Esperanza encontrara su asiento, salió desconsolada hacia el teatro para no perderse la pirueta de la farándula local en beneficio de los enfermos de alzheimer…y así pudo apreciar el valor de unos señores intentando leer algo mientras masticaban cacahuetes, (luego supo que no eran cacahuetes, eran políticos definiendo su política).
Durante el intermedio, compró un saco de palomitas cuya venta se hacía para ayudar a la construcción de casas en un lugar de cuyo nombre no logró acordarse un minuto después.
Salió del teatro arrastrada por la corriente humana que amablemente la depositó delante de un puesto de venta de revistas de actualidad del tercer mundo. Compró siete, todas iguales, una para cada día de la semana.
Casi reptando logró volver a su dulce y apacible hogar. Ya no era la mujer animosa que empezara el día. De hecho, ni reconocía su imagen en el espejo, imagen a la que terminó dando un donativo para la causa.
Pero aún quedaba otro deber que cumplir. Puso la televisión y, aunque tarde, llegó a tiempo de ver el final del telemaratón en solidaridad con el hambre en Africa. Haciendo un último esfuerzo consiguió marcar el teléfono y pujar por la escobilla de water de un famoso actor. Tamaña conquista y la satisfacción del deber cumplido conjugaron en su maltratado cuerpo tal sobredosis de agotamiento que su corazón no pudo resistirlo, el suo‑cardio se resintió y no pudiéndolo soportar más, se paró.
Al día siguiente, la encontraron desparramada por el sofá, con una mueca de feliz tranquilidad, delante del televisor encendido, con siete revistas, un saco de palomitas, un vale por una escobilla, restos de bocadillo, la lengua quemada, la nariz hundida, cajas de leche, botes de refrescos, libros de idiomas, una radio, tres periódicos y sus suplementos….
El primo Federico que además de escéptico y pobre, siempre ha sido un tanto raro, adoptó una pose solemne y sentenció: La Esperanza murió por una sobredosis de tonterías.