Civilización y populismo de izquierdas El mayor error que podría cometer un populismo de izquierdas sería renunciar a la defensa de la objetividad republicana. Es más, esta defensa de la objetividad republicana es más bien lo único que puede convertir al populismo en un populismo de izquierdas. Desdichadamente, en estos días, es un error habitual […]
Civilización y populismo de izquierdas
El mayor error que podría cometer un populismo de izquierdas sería renunciar a la defensa de la objetividad republicana. Es más, esta defensa de la objetividad republicana es más bien lo único que puede convertir al populismo en un populismo de izquierdas.
Desdichadamente, en estos días, es un error habitual y que, además, tiene algo de paradójico, porque se trata del mismo error que cometió ese marxismo que supuestamente el populismo de izquierdas alardea de superar: el desprecio a la modernidad. El marxismo le regaló al enemigo toda la teoría del Estado moderno y, con ella, todo el pensamiento republicano de la Ilustración. Ahora, el populismo de izquierdas pretende haber dejado atrás el marxismo, pero persiste en sus mismos errores. El marxismo, como consecuencia de pretender superar el derecho (supuestamente) «burgués», se vio abocado a inventar algo mejor que la democracia parlamentaria y algo mejor que el garantismo jurídico. Sus herederos de extrema izquierda (del corte de Antonio Negri), siguieron en sus trece, intentando inventar una democracia más radical que la democracia. De una manera u otra, había que inventar un «hombre nuevo», que hacía viejo al ciudadano de la Ilustración. Se inventaba así, como ya hemos insistido, una especie de atleta moral al que la modernidad le quedaba pequeña. No vamos a insistir más en el resultado de tanta experimentación moral y social.
Pero en la misma situación se encuentra el populismo cuando tiene que distinguir entre la izquierda y la derecha. Si no se hace referencia a las instituciones republicanas se pierde sin remedio la única brújula que permite hacer distinciones políticas. Es un callejón sin salida y es, además, el mismo que el del marxismo de extrema izquierda. Como no vale la democracia a secas, se inventa la democracia radical, participativa o asamblearia, se hacen cantos al mandato imperativo y se abomina de la idea de representación. Pero, en el fondo, el populismo fascista está haciendo exactamente lo mismo y, en este sentido, no hay forma de distinguirlo más que por cuestiones tribales, morales o, en fin, religiosas.
Sin embargo, el diálogo entre el pensamiento populista y el pensamiento republicano es inevitable. Es cierto que el mundo político es un mundo de síntomas y no de razones. Es cierto que la verdad no puede surgir más que del juego de los mentirosos. Para los que no somos dioses, la verdad no desciende los cielos, ni tampoco puede emanar de los expertos o los especialistas, pues, en política, no los hay. La verdad tiene que abrirse camino en «ese espacio vacío al que los hombres acuden a engañarse unos a otros bajo juramento» [1]. Tiene que gestarse en la plaza pública. Ahora bien, todo el pensamiento político de la Ilustración consistió en idear juegos institucionales que facilitaran el alumbramiento de la verdad en el ágora. Todo el entramado de poderes y contrapoderes persigue anular unas mentiras con otras, unos síntomas con otros, unos intereses con otros, de tal modo que se genere algo de silencio y como decía Voltaire, algo de «tranquilidad republicana». Se trata de que las instituciones tiendan trampas al griterío de la ciudad, con la pretensión de que anulando unos gritos con otros, en algún momento, sea posible la calma necesaria para que hable la voluntad general. Todo el sistema de la separación de poderes es un artilugio increíble para conseguir producir vacío, para dejar vacío el lugar de la Ley y conseguir, así, «que gobiernen las leyes y no los hombres», según la expresión jacobina que define lo que solemos llamar «el imperio de la Ley» o el «estado de derecho». Al impedir al legislador gobernar y juzgar, al gobernante juzgar y legislar, al juez legislar y, por supuesto, gobernar, se logra generar, entre los mortales, una especie de imitación de la divinidad: el lugar de la ley queda vacío y la ley queda así por encima de los hombres y de su juego democrático. Es verdad que los hombres y la democracia pueden cambiar la ley, pero, en un «estado de derecho», tienen que hacerlo con arreglo a la ley. Y eso introduce un distanciamiento del pueblo consigo mismo, un distanciamiento que le obliga, podríamos decir, a pensárselo dos veces, o, en fin, a razonar.
Una vez más, el asunto se vertebra en la figura misma de Sócrates. En el año 406 a.C., en una de la batalla navales de la guerra del Peloponeso, la escuadra ateniense venció a la flota espartana, pero una fuerte tempestad impidió a los generales victoriosos prestar auxilio a los náufragos y recoger los cuerpos de los atenienses que perecieron en la refriega para darles sepultura según el ritual funerario que sus costumbres prescribían. Ello motivó que, a su regreso a la patria, fueran acusados del delito de abandono a los caídos, que en Atenas se castigaba con la muerte. Sócrates votó en contra, argumentando que la ley exigía juzgar a los generales uno por uno y no en bloque, como se estaba haciendo. Se le contestó que las leyes eran obra del pueblo y que el pueblo estaba ahora de acuerdo: las leyes no pueden decir al pueblo que las ha creado si se debe hacer esto o lo otro. Es una pérdida de tiempo juzgar por separado cuando el pueblo entero está de acuerdo en juzgar en bloque. De acuerdo, contestó Sócrates, cambiad la ley entonces y juzgad en bloque, pero con arreglo a la ley. Ahora bien, cambiar una ley lleva siempre su tiempo, demasiado tiempo. La filosofía nació del tiempo libre, pero la ciudad suele tener prisa, lo que no suele tener es, precisamente, tiempo. Cambiar la ley llevaría aún más tiempo que juzgar por separado. Se puede tomar el atajo, por tanto, de que el pueblo, sencillamente, decida lo que dé la gana. Solo Sócrates votó en contra. Y esta es la intervención de la filosofía en el mundo político. No somos dioses. Las leyes tampoco las han hecho los dioses, sino los hombres y, por eso mismo, pueden cambiarlas. Que las cambien, diría Sócrates, pero con arreglo a la ley. Eso basta para que las leyes sigan siendo divinas aunque sean obra de mortales.
Es decir, lo «divino» de la ley viene tan sólo de un retraso, de un tomarse un poco de tiempo, de un tiempo libre. No es una gran garantía, pero es algo y muy importante, porque vertebra todo eso que llamamos actualmente separación de poderes. Si para juzgar a lo generales en bloque hay que cambiar la ley, a lo mejor es más rápido, sencillamente, cumplir la ley y juzgarles uno a uno. «Y si vosotros, atenienses, decidís cambiar la ley para poder juzgar en bloque, cuando haya que juzgaros a cualquiera de vosotros, se os juzgará (como habéis decidido) también en bloque, como dios manda; y nada de lamentaciones porque entonces seáis las víctimas y no los verdugos». En todo caso, la ley estará siempre por encima del pueblo. No porque la hayan enviado los dioses, sino porque el pueblo no puede cambiarla de cualquier manera, sino que tiene que cambiarla con coherencia, recordando lo que se decidió y siendo consecuente, es decir, razonando. Este imperativo de coherencia es el único contacto con la divinidad que les está permitido a los mortales. Esta es la distancia de un pueblo respecto de sí mismo, la distancia que convierte a un pueblo en una república.
Lo que las instituciones republicanas hacen con la ciudad no es nada diferente a lo que el diálogo de Sócrates hacía con sus conciudadanos. Recordemos el diálogo con Calicles en el Gorgias. Calicles se enfurece con Sócrates porque sus preguntas le han encorsetado de tal modo que, de pronto, se ve obligado a decir cosas que él no quiere decir. Él ha comenzado con un discurso impresionante que deja pequeño a Nietzsche, sobre lo que es la ley como palabra del más fuerte. Sócrates no ha interrumpido su discurso (como ha hecho con Polo), ni se ha permitido ausentarse (como ha hecho con Gorgias: se lo ha perdido porque se ha entretenido en el mercado preguntando a un zapatero lo que es un zapato). El discurso de Calicles, en cambio, se lo ha tragado entero, entre otras cosas porque este hombre malhumorado ha comenzado por amenazarle con mandarle azotar. Pero, finalizado el discurso, Sócrates, que se muestra supuestamente admirado, pide una aclaración bien estúpida: no ha entendido muy bien qué es ser fuerte, qué es ser débil, y cosas así. El problema es que en cuanto Calicles acepta responder a sus preguntas, aunque sea con impaciencia, se ve envuelto en una especie de corsé institucional que le obliga a decir cosas que no quiere decir; en concreto que «es mejor sufrir injusticia que cometerla». Este «corsé institucional» no consiste en ninguna conglomeración de tradiciones o en un tinglado de mitos o creencias compartidas. Es sólo que Sócrates le exige coherencia con lo que previamente ha dicho y le recuerda todo el rato si antes dijo esto o lo otro. Es una anterioridad que parece cronólogica, pero que en seguida se ve que no lo es: es una anterioridad lógica o estructural. Sencillamente, ciertas cosas no pueden ser verdad si otras cosas lo son previamente. Si hubiera que expresarlo en «el lenguaje de los poetas», habría que decir que lo que es anterior en el diálogo no es anterior cronológicamente en esta vida, sino «en una vida anterior».
El resultado es muy interesante, porque llega un momento en que Calicles se levanta enfadado y dice que así no se puede hablar y que se va. Los presentes le piden que se quede un poco más, porque tienen interés en saber a dónde quiere llegar Sócrates con su interrogatorio. Entonces, Calicles dice que condesciende a quedarse un rato todavía, pero que, a partir de ese momento, responderá a Sócrates mecánicamente, siguiéndole la corriente como a un tarado. Lo interesante es que, poco después, Calicles vuelve a enfurecerse: se ve diciendo a sí mismo cosas que no quiere decir y que le espanta, incuso, tener que pensar al decirlas, pese a que él mismo ha anunciado que no iba a hablar más que para seguirle la corriente a Sócrates. Por lo visto, no puede evitar tener que pensar en lo que está diciendo, aunque lo esté diciendo por seguir el juego. Y tener que asentir en su interior a cosas que no quiere ni pensar ni decir, le encoleriza más todavía que antes, de modo que, esta vez sí, abandona la reunión amenazando a Sócrates con llevarle algún día a la asamblea, para que intente defenderse sin discursos y con esas payasadas dialécticas.
Pues bien, esto de construir instituciones que obliguen a la ciudad a decir cosas que, en principio, nadie quiere decir, es lo que llamamos posibilidad republicana. La forma de dialogar que tiene Sócrates es extremadamente sencilla, pregunta algo muy tonto sobre si un burro come zanahorias o si una medicina es agradable o asquerosa y luego, andando la conversación, te obliga a recordar que en su momento respondiste esto o lo otro. Parece muy sencillo pero, en realidad, Sócrates ha introducido una verdadera ciudadela racional en la conversación, una especie de torre de asalto que somete la conversación a una especie de orden constitucional. Lo mismo hacen o intentan hacer las instituciones republicanas con la algarabía de conversaciones de la ciudad. Obligan, en suma, al pueblo y su inmanencia cultural, ideológica o histórica, a tomar distancia con respecto a sí mismo. Le obligan a precipitarse por un abismo en el que de pronto se dicen cosas que nadie quiere ni a nadie interesa decir. Son cosas tanto más interesantes como que no ha interesado decirlas. Se trata, en suma, de lograr que el interés de lo desinteresado, patrimonio de la filosofía, se convierta en el centro gravitacional de la vida política. Los intereses sociales, económicos, históricos, culturales o tribales, se ven confrontados, así, con los intereses de la razón. Se abre, entonces, la posibilidad de que en lugar de plantear un tinglado legislativo que encaje lo mejor posible con los intereses sociales de su época, sirva de norma y de medida a cualquier sociedad y cualquier época. En lugar de poner el derecho en estado de sociedad, se pretende entonces que sea la sociedad la que se ponga en estado de derecho. Es obvio que ninguna otra cosa se puede entender en lo que fue el preámbulo de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano:
«Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los Gobiernos, han decidido exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, con el fin de que esta declaración, constantemente presente para todos los miembros del cuerpo social, le recuerde permanentemente sus derechos y deberes; con el fin de que los actos del Poder legislativo y los del Poder ejecutivo, al poder ser comparados a cada instante con la meta de toda institución política, sean más respetados».
A esta posibilidad de que un pueblo tome distancia respecto a sí mismo, se le ha llamado con todo sentido «civilización» [2]. Por mucho que esta palabra haya servido de coartada a tantos y tantos genocidios coloniales, lo que es absurdo es, una vez más, regalar el concepto al enemigo y darle así consecuentemente la razón, de modo que no pueda pensarse en otra obra de la civilización que la que ellos quieran considerar como tal. Cuando el colonialismo se ha vestido de civilización, lo malo no ha sido la civilización, sino el colonialismo. Da un poco de vergüenza tener todavía que insistir en cosas tan obvias.
Podemos retomar ahora lo que decíamos al comienzo de este libro, cuando mencionábamos la metáfora leninista del bastón curvado. Para enderezar el bastón hace falta una guía que no puede ser la línea recta. Esto es elemental para el pensamiento populista. Pero el pensamiento republicano tampoco ha sido en absoluto ajeno a este problema. Todo lo contrario. Siempre ha sido bien consciente de que no hay líneas rectas en política. Nada lleva estampado el sello de la verdad como si fuese una moneda acuñada. Nos tenemos que conformar con que haya cosas menos erróneas que otras, con la seguridad, aristotélica, de que cuando nos alejamos del error, al fin y al cabo, nos aproximamos a la verdad. Nadie tiene la verdad en sus manos ni puede pretender tenerla. Todos los espacios son curvos y producen síntomas. Ahora bien, unas curvaturas pueden anularse con otras y entonces puede aprovecharse para trazar alguna línea más recta que otras. Hay algunas recetas institucionales que sirven muy bien para cumplir este papel y todas ellas fueron muy bien teorizadas por el pensamiento político de la Ilustración. Son recetas que sirven, podría decirse, para que el pueblo se haga un lío consigo mismo y deje un poco de sitio para las obras de la razón. Acabamos de nombrar la división de poderes. Pero antes hemos citado ya -en una extensa nota a pie de página- una larga lista de entramados institucionales que intentan lograr, en fin, que un pueblo se distancie de sí mismo y pueda contemplarse, juzgarse y legislarse.
Se trata de lograr un sistema en el que el bastón, doblado por aquí y por allá en varios sentidos, se doble todavía más en muchos otros, pero de tal modo que, finalmente, haya alguna esperanza de que se acomode a una línea recta. O dicho de otro modo, se trata de conseguir que un pueblo se someta a esa disciplina mayéutica, en la que, en efecto, puede hacerse una especie de lío con sus premisas y conclusiones (tal y como estuviera dialogando con Sócrates) y acabe diciendo cosas que a nadie en principio le interesa decir: ante todo, por supuesto, que «es mejor sufrir injusticia que cometerla», un buen principio, si se piensa bien, que está a a base de cualquier ordenamiento jurídico constitucional.
La confianza de la Ilustración es haber dado con un entramado institucional que no se limita a contraponer unos conglomerados de poder con otros, sino que, más bien, logra (por imperfectamente que sea) anular unos poderes con otros, con la esperanza de que, de soslayo, se pueda otorgar a la razón alguna suerte de poder. Para ello es preciso generar un espacio vacío para la libertad. Lo normal antropológicamente es pertenecer a las instituciones tribales, culturales e históricas. Pero la pretensión de la Ilustración es poner al ser humano más allá de lo normal antropológicamente hablando, en un más allá de sí mismo, al que se llama, precisamente, libertad. Por eso, la lógica institucional de la Ilustración no genera pertenencia, sino más bien, derecho a no pertenecer. El ser humano tiene «todos los derechos y libertades proclamados en estas Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición». Este artículo de la Declaración de derechos humanos (1948), sitúa desde el principio al ser humano en una anterioridad respecto de cualquier pertenencia tribal, cultural, histórica o social. Y es ahí precisamente donde se pretende instalar el principio motor del Derecho. La cosa puede resumirse con Kant de la siguiente manera:
«Nadie me puede obligar a ser feliz a su manera (tal como él se imagina el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio [Abbruch] a la libertad de los demás para pretender un fin semejante, la cual libertad puede coexistir con la libertad de todos y cada uno según una posible ley universal (esto es, coexistir con ese derecho del otro).» (Teoría y praxis, 1793 / VIII, 289)
Esta definición de libertad de Kant, aparentemente tan «individualista», tiene que ser compatible, por supuesto, con otra definición que el mismo autor nos apunta en Hacia la paz perpetua: «la facultad de no obedecer ninguna ley exterior sino en tanto en cuanto he podido darle mi consentimiento». Aquí el acento se pone, como vemos, en la co-pertenencia entre libertad y participación política en la legislación. Se puede decir que todo este horizonte de problemas puede resumirse en el siguiente texto de El conflicto de las facultades, en el Kant condensa lo que podríamos llamar el «ideal republicano»:
«La idea de una constitución concordante con el derecho natural de los hombres, a saber, que quienes deben obedecer a la ley también deben ser al mismo tiempo, unidos, los legisladores, subyace a todas las formas políticas y la comunidad política acorde con ella, que pensada por conceptos racionales puros se llama ideal platónico (respublica noumenon), no es una vacía fantasmagoría sino la norma eterna para toda constitución civil». (Streit, VII, 90-91)
Cualquier intento de conferir a la ética un mayor protagonismo en la constitución de la democracia -por encima de lo que nos señalan estos textos de Kant-, escondería siempre una concesión más o menos larvada a alguna suerte de principio despótico. La ética no debe inmiscuirse en la política más que en el sentido de que la república debe garantizar algo así como una gramática para la libertad, de tal modo que, en efecto, nadie puede obligar a nadie a ser feliz a su manera. Lo cual implica, por supuesto, que nadie debe ser feliz de manera que comprometa el modo de ser feliz de los demás. Por poner un ejemplo, los hombres no tienen derecho a ser felices diciendo de paso a las mujeres como deben ser felices ellas.
Ahora bien, el problema, como suele ocurrir en tantos casos, se complica si traemos a colación algunos textos de Marx, es decir, si descendemos al asunto de nuestra «democracia real» (en el mismo sentido, me refiero, en el que se hablaba de «socialismo real» en contraposición a los bellos ideales que se barajaban en la obra de los autores socialistas). Porque, entonces, nos encontramos con una realidad que no ha sido mencionada, el capitalismo. La pregunta es, ahora, qué posibilidades de realización tiene este «ideal republicano» que hemos mencionado en condiciones capitalistas de producción.
El problema es sumamente grave, porque el liberalismo político que acabamos de delinear más arriba, resulta ser muy difícil de articular con lo que se llama liberalismo económico (y actualmente, neoliberalismo). Podemos resumir el dilema con una famosa frase de Eduardo Galeano, referida a la historia liberal del siglo XX: «para dar libertad al dinero, en Latinoamérica, las dictaduras encarcelan a la gente». Lo que nos hace pensar que, en una estricta coherencia con el pensamiento republicano, para dar libertad a la gente, es preciso encarcelar al dinero, mediante una vigilancia exhaustiva y una legislación implacable.
La dificultad fundamental reside en el hecho de que el aludido «ideal republicano» se levanta sobre el presupuesto de un «imperio de la ley» establecido por procedimientos políticos (y además democráticos). El problema es que, según demuestra la obra de Marx -y según constatamos a diario en los realidad de los periódicos-, bajo condiciones capitalistas, el poder político está siempre enteramente secuestrado por un metabolismo económico inmensamente más poderoso.
El programa populista republicano
Así pues, Marx trajo muy malas noticias al pensamiento republicano. Bajo las condiciones económicas capitalistas, los «dueños del poder real» permanecerán siempre en estado salvaje, ajenos a la civilización y al progreso institucional. La civilización del poder político, de este modo, se convierte en una fantasmagoría y, en ocasiones, en una coartada de los poderes salvajes que operan a nivel económico.[3]
Ahora bien, como ya hemos planteado aquí varias veces, la peor conclusión que se puede sacar de esta constatación es que la civilización política republicana no es más que un epifenómeno del salvajismo capitalista. Para empezar porque, de este modo, el anticapitalismo se ve abocado a romper las amarras con el proyecto civilizatorio republicano y, a la postre, con toda suerte de sensatez política, incluso, finalmente, con toda posibilidad de conectar con el sentido común. Y regalar el sentido común al enemigo es una verdadera insensatez. Ante todo porque, entonces, se vuelve impracticable la lucha por la hegemonía cultural e ideológica. No es extraño, entonces, que el populismo de derechas o de izquierdas gane la partida.
Pero, en este sentido, el populismo de izquierdas también comete un grave error que, como ya dijimos antes, viene a repetir el error del marxismo. El populismo se alía con el sentido común y la afectividad popular, pero renuncia a su civilización. Renuncia en suma a la consideración de una objetividad republicana. El populismo «supera» el «meta-relato» del marxismo, que despreciaba como «burgués» el pensamiento republicano de la modernidad. Pero reincide en el mismo error del marxismo, el desprecio por la modernidad. Si todo es construcción retórica, si no hay objetividad alguna en el mundo político, si todo es, en definitiva, relativo, lo que se vuelve entonces cada vez más difícil es distinguir a la izquierda de la derecha en el océano populista. Y de nada vale acumular epítetos detrás del término democracia, apelando a una democracia radical, participativa, asamblearia, imperativa, auténtica, lúdica o emotiva; lo mismo que se hace por la izquierda, se puede hacer por la derecha. Hay que desengañarse: la única posibilidad de marcar un abismo con el populismo fascista reside en la referencia populista de izquierdas a los principios republicanos.
Y en el caso español, desde que irrumpió Podemos en el escenario político, se ha demostrado que un populismo republicano o una Ilustración populista es perfectamente viable. Se trata de tender puentes con el sentido común, a favor de unas instituciones republicanas que ya están perfectamente instaladas en él. Y se trata, tan sólo, de llamar la atención sobre en qué medida se están dinamitando desde las oscuridades del mundo económico. La izquierda, en realidad, nunca lo ha tenido tan fácil para conectar con el sentido común. Basta constatar que, como ya vimos, ahora, los revolucionarios antisistema que están acabando con toda sensatez son «ellos», los portavoces del neoliberalismo salvaje. El republicanismo nunca ha tenido tan a la mano un recurso populista para señalar un «ellos» y un «nosotros».
Y nunca ha tenido tan fácil como ahora presentarse socialmente como defensor de las instituciones. Este fue, sin duda, el gran hallazgo de Podemos. Entre muchas de las tendencias anarco-líquidas del 15 M, Podemos supo extraer de ahí la defensa de las instituciones frente al anarco-capitalismo de los mercados. Dio el paso, en suma, hacia las instituciones. Gracias a eso tuvimos algo nuevo, que todavía no habíamos ensayado. Hay quien dice desde la izquierda que las instituciones son un peligro y que lo que hay que hacer es estar en la calle. Eso está muy bien y, desde luego, cuando se está en las instituciones hay que seguir en la calle. Pero conviene recordar que lo de estar en la calle no tiene nada de nuevo. Llevamos dos décadas en la calle. Ha habido años que hemos tenido una manifestación o dos a la semana, una huelga o dos al trimestre. Volvíamos a casa contentos porque habíamos sido muchos y cabizbajos porque no nos habían hecho ni caso. Y así todo el rato. Lo nuevo no es estar en la calle, eso ya lo habíamos probado y lo vamos a seguir probando, por la cuenta que nos trae. Lo que sí que es una novedad es tener diputados, concejales y alcaldes en las instituciones. Eso no lo habíamos ensayado demasiado. Tener una televisión, como la que inventaron Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero en su momento, eso la izquierda de este país no lo había probado. Lo que no habíamos probado, lo que sí que es una novedad, es tener a Ada Colau de alcaldesa de Barcelona. Las instituciones en suma, nunca las habíamos probado. ¿Qué pasaría si empezara a haber jueces procedentes de los movimientos sociales? ¿Qué pasaría si, además de en la Tuerka, tuviéramos la posibilidad de intervenir en Telemadrid, en Canal Sur, en TVE? ¿Qué pasaría si tuviéramos policías que en lugar de detener emigrantes, investigaran y detuvieran banqueros? ¿Qué pasaría si nuestros compañeros y compañeras antisistema empezaran a ser inspectores de hacienda, jueces, periodistas, alcaldes, concejales, consejeros?
Todo ello ha empezado, poco a poco, a hacerse realidad. Y parece difícil de negar que el milagro se llama Podemos. Porque fue Podemos quien convenció a los indignados de este país de dar el paso hacia las instituciones.
Decía Marx «un negro es un negro, solo bajo determinadas condiciones se convierte en un esclavo. Una máquina de hilar es una máquina de hilar, solo bajo determinadas condiciones se convierte en capital. En tanto que máquina, ahorra esfuerzos a la humanidad y la libera del imperio de la necesidad. En tanto que capital, alarga la jornada laboral e impone al hombre el yugo de las fuerzas naturales». No era tan difícil de entender. Y no es tan difícil de entender que lo mismo podría hacerse con nuestras tan vilipendiadas instituciones: un parlamento, es un parlamento, sólo bajo determinadas condiciones se convierte en una estafa, un ayuntamiento es un ayuntamiento, solo bajo determinadas condiciones se convierte en una cueva de ladrones, un tribunal es un tribunal, solo bajo determinadas condiciones se convierte en una broma de mal gusto. No se trata, pues, de inventar algo mejor o más lúdico, creativo o transversal que los parlamentos, los ayuntamientos y los tribunales, sino de cambiar sus condiciones.[4]
(Fragmento)
Este texto corresponde a dos epígrafe del libro En Defensa del Populismo, (Los libros de la catarata, Madrid, 2016.) La selección del texto se hizo de conjunto con el autor, que autorizó su reproducción en Cuba Posible.
Referencias:
[1] «Ningún miedo tengo de hombres de los cuales es carácter poner en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para engañarse unos a otros bajo juramento.» Estas son las palabras con las que, según Herodoto, el rey Ciro describía la democracia ateniense. Para un largo comentario de este «vacío», en que el rey Ciro habría esperado encontrar un templo para los dioses o un trono para el rey, cfr. Educación para la ciudadanía. Capitalismo, Democracia y Estado de Derecho, Akal, Madrid, 2007.
[2] Cfr. capítulo 8, «Civilización y Progreso» de ¿Para qué servimos los filósofos?, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2012.
[3] De nuevo, recomendamos la obra de Luigi Ferrajoli, Poderes salvajes, Trotta, Madrid, 2011.
[4] A Foucault se le puede perdonar que dijera tonterías en esos años tan cercanos al 68, como, por ejemplo, que lo que había que hacer era «acabar con la forma tribunal y superar, incluso, la diferencia entre culpable e inocente»…, otra cosa más triste es que todavía haya foucaultianos que digan cosas así.
Fuente: http://cubaposible.com/defensa-del-populismo/
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