Recomiendo:
0

En el 450 aniversario del nacimiento de Galileo Galilei, con un recuerdo para Antonio Beltrán (I)

Fuentes: Rebelión

Para José Romo, que lo hubiera explicado mucho mejor y con muchísimo más conocimiento de causa Además del 75 aniversario del gran triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, del que por cierto apenas se habla en esta ciudad mediterránea, se han cumplido también 450 años del nacimiento de uno de los grandes científicos […]


Para José Romo, que lo hubiera explicado mucho mejor y con muchísimo más conocimiento de causa

Además del 75 aniversario del gran triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, del que por cierto apenas se habla en esta ciudad mediterránea, se han cumplido también 450 años del nacimiento de uno de los grandes científicos y filósofos de la historia de la Humanidad. Hablo de Galileo Galilei por supuesto.

Tres grandes filósofos ibéricos, que ya no están entre nosotros, también felices cuando recordaban el triunfo popular durante la II Republica española, se aproximaron a la figura del científico y filósofo pisano. El primero que queremos traer de nuevo a nuestro recuerdo, Antonio Beltrán, escribió uno de los libros de historia de la ciencia más importantes que se han publicado nunca en nuestro país.

En la entradilla de una entrevista de finales de septiembre de 2007, se señalaba:

«El historiador barcelonés de la ciencia Antonio Beltrán acaba de publicar el resultado de 25 años de investigación sobre el «caso Galileo» y sus secuelas: Talento y poder. Historia de las relaciones entre Galileo y la Iglesia Católica (Editorial Laetoli, Pamplona, 2007). Un libro raro, por lo pronto, en un mundo hispano demasiado acostumbrado a obras, cuando mucho, de erudición vergonzantemente mendigada. Y un libro fascinante, que aúna insólitamente genuina erudición humanista, acribia histórica, rigor filosófico y convincente prosa castellana. No faltan, además, perspicacia y coraje políticos: porque Talento y poder es también una devastadora crítica de la reciente historiografía revisionista que, en clave apologética, ha pretendido en las últimas décadas minimizar o falsear la persecución de que fue objeto Galileo por parte de la Iglesia católica y aun la permanente hostilidad de ésta a la cultura científica moderna.»

Vale la pena recordar algunos momentos de la conversación.

Sobre Talento y poder y su excelencia literaria:

«Dando por sentado que el primer requisito que uno intenta satisfacer es el rigor histórico y la precisión conceptual, creo que siempre hay que tratar de hacer una exposición lo más comprensible, agradable e interesante que sea posible. Pero no se ha tratado sólo de un problema de voluntad o decisión. Una fuente documental básica es la amplísima correspondencia de los protagonistas del caso, sobre todo de Galileo. Conservamos nueve gruesos volúmenes de cartas, que permiten seguir, en muchas ocasiones día a día, el desarrollo de los acontecimientos. Posiblemente esto induce a un cierto estilo narrativo y en cierto modo sugiere un determinado modo de entreverar la información pertinente al contar la historia. En todo caso, creo que ahora entiendo un poco mejor las afirmaciones de algunos escritores en el sentido de que, en ocasiones, las historias parecen tener cierta dinámica autónoma que, en cierto modo, se les impone.»

Sobre la acusación central de la Iglesia católica contra Galileo:

«Según la versión oficial de la sentencia fue condenado porque con la escritura y publicación del Diálogo había desobedecido un precepto recibido en 1616 que le prohibía tratar de ningún modo la teoría copernicana que ya había sido condenada y declarada contraria a las Escrituras. No obstante, si tenemos en cuenta que el libro había sido publicado con todos los permisos, tras un largo proceso de censura de dos años, es obvio que la cuestión era más compleja.»

Sobre si la condena tuvo lugar tras un sereno y prolongado período de reflexión:

«Creo que una de las tesis que el libro prueba de un modo más detallado y exhaustivo es precisamente que la condena del copernicanismo y de Galileo no fueron fruto de ninguna sesuda reflexión filosófica, científica o metodológica. Quienes decidieron fueron las autoridades eclesiásticas ignorantes en el tema, no los especialistas. Pablo V fue famoso por su desprecio de la cultura y del refinamiento intelectual. Bellarmino era totalmente incompetente en el ámbito científico por el que mostraba un considerable desprecio. Era un fundamentalista bíblico que consideraba las Sagradas Escrituras no sólo como autoridad moral inapelable sino como fuente de conocimiento cosmológico detallado que oponía a los astrónomos. En cuanto a Urbano VIII, puede decirse que en los momentos iniciales de euforia de su papado coqueteó con algunos innovadores como Galileo, pero estaba tan lejos de compartir las ideas innovadoras como Bellarmino. Y en este juego equívoco ni siquiera fue capaz de entender las implicaciones de su famoso argumento teológico, que Galileo supo aprovechar. Por lo demás, los intelectuales más competentes de la Iglesia, en especial los matemáticos jesuitas, simplemente fueron fieles a su voto de «obediencia ciega». Según sus propias declaraciones, no hicieron auténtica investigación científica. Se plegaron a las autoridades eclesiásticas más incompetentes que ellos y pensaron a su servicio.»

Sobre la aparente «imprudencia» político-religiosa del científico pisano:

«Galileo creía honestamente que no tenía por qué haber conflicto entre la investigación científica y las Sagradas Escrituras. Pero, en 1616 la Iglesia le prohibió sostener o defender sus tesis tanto exegéticas como cosmológicas. A partir de ese momento nunca expuso públicamente sus auténticas ideas. Y lo cierto es que cuando publicó su Diálogo en 1632 lo hizo sometiéndose a todas las condiciones, limitaciones y cortapisas que el propio Papa le había impuesto, accediendo a falsear sus propias creencias, al gusto de los censores. No obstante, aún respetando las desventajosas reglas de juego impuestas, su talento le permitió, en un arriesgado juego, ganar muchas bazas proporcionando material suficiente al lector para que sacara sus propias conclusiones. Si el talento resulta insultante y la prudencia se identifica con el silencio, la renuncia y la entrega absoluta al poder, Galileo, en efecto, no fue prudente.»

Sobre la denominada «Rehabilitación de Galileo» iniciada en 1979 por Juan Pablo II, que parecía indicar un cambio de actitud por parte de la Iglesia y la disposición a reconocer los propios errores:

«Un poco de historia resultará útil para responder. Desde el s. XIX la Iglesia ha tomado varias iniciativas respecto al caso Galileo. 1. En 1820 la vigencia de la condena de la teoría copernicana como falsa resultaba ridícula. Un sonado caso interno -el caso del canónigo Settele- obligó a tomar una decisión y el comisario del Santo Oficio, Mauricio Olivieri desarrolló y ratificó una tesis que ya se había venido elaborando: en su condena de la teoría copernicana de 1616 la inquisición había actuado con toda pulcritud científica, porque entonces Galileo no tenía pruebas; ahora, en 1820 tales pruebas ya existían y se retiraba del Índice la condena del Diálogo de Galileo y otras obras copernicanas. Así pues, no se reconocía ningún error, se ratificaba un doble acierto. 2. A principios del s. XIX Napoleón se había llevado a París todos los documentos inquisitoriales del caso Galileo. Tras ser recuperados por Roma, el Prefecto de los Archivos Secretos Vaticanos, Marino Marini, publicó en 1850 una obra en la que utilizaba parcial y fraudulentamente tales documentos para afirmar que mostraban la «sabiduría y moderación» de la Inquisición frente a la conducta «siempre incoherente, sino siempre maliciosa» de Galileo. El exceso pareció exagerado incluso a los propios apologistas. Cuando se publicaron los documentos, los historiadores independientes denunciaron fundadas sospechas de fraude en alguno de los documentos inquisitoriales del proceso de Galileo. 3. En 1942, en presencia de Pío XII, Agostino Gemelli, rector de la Academia Pontificia de Ciencias anunciaba con gran fasto que se había encargado al historiador de la Iglesia Pío Paschini una obra sobre Galileo que ubicaría su obra «en su verdadera luz». La imagen que daba Paschini de la actuación de los jesuitas, la Inquisición y la Iglesia en el caso Galileo no gustó a la Inquisición y no se permitió la publicación del libro. Muerto Paschini, en el concilio Vaticano II, se decidió publicarlo tras una revisión del jesuita Edmond Lamalle, que introdujo, según dijo, «algunas intervenciones muy discretas » para actualizarla. La comisión del Concilio consideró que en el libro de Paschini «se expone todo en su verdadera luz» y se citó en la Gaudium et Spes en el contexto de la defensa de la «legítima autonomía de la ciencia» por parte de la Iglesia. El cotejo con el manuscrito de Paschini ha demostrado que la obra publicada cambia, falsea e invierte más de 100 textos del original que parecieron excesivamente críticos con la actuación de la Iglesia o de sus miembros».

Sobre la intervención de Juan Pablo II:

«En 1979, Juan Pablo II anunció al mundo la creación de una comisión que iniciaría una «reflexión serena y objetiva» sobre las condenas del copernicanismo y de Galileo y se auguraba el «reconocimiento leal de los errores, vengan de donde vengan». Las conclusiones de la comisión, anunciadas por el propio Papa en 1992, pueden resumirse diciendo que se trató de una cuestión teológica, filosófica y científica, en la que, paradójicamente, Galileo erró en el ámbito metodológico científico (una vez más: no tenía pruebas y no fue fiel al método experimental), mientras que fue «más perspicaz» que «la mayoría de los teólogos» en el ámbito de la interpretación bíblica. En cambio el cardenal Bellarmino fue el más sagaz y acertó en ambos campos. Según Juan Pablo II, se trató de un «doloroso malentendido que pertenece ya al pasado». Afirmó que, de hecho, los errores cometidos ya fueron reconocidos en la decisión aludida de 1820, al permitir la publicación de obras copernicanas, que clausuró el debate. No resulta extraño que estas conclusiones causaran perplejidad entre los historiadores y especialistas y que incluso alguno de los propios miembros de la comisión papal criticara durísimamente su total falta de rigor histórico y argumental».

Sobre si la posición de la Iglesia romana ha cambiado esencialmente a lo largo de los años:

«No, en las últimas décadas la posición de la Iglesia no ha cambiado sustantivamente y hay una coincidencia abrumadoramente mayoritaria en que, de nuevo, la prioridad ha sido tratar de salvar su propia imagen. Pero se puede sospechar que los destinatarios de esta última iniciativa papal no eran los especialistas. No cabe olvidar que estas tesis, que simplemente repiten las de la apologética tradicional, trascendieron a la prensa con titulares según los cuales el Papa había rehabilitado a Galileo y había pedido perdón. En todo caso, sólo añadiré que en 1993, el cardenal Ratzinger, actual Papa, declaraba que «el proceso contra Galileo fue razonable y justo». Pero hay un hecho importante que, aunque merecería mayor comentario, debe ponerse en el haber de la Iglesia: en 1998 abrió los archivos secretos a los investigadores.»

Sobre los ejes esenciales de la visión alternativa que defiende el autor, sobre la hipótesis alternativa de las motivaciones e intrigas que llevaron a la confesión y condena de Galileo:

«En la última parte del libro se ofrece una reconstrucción del proceso que, frente a la versión oficial y otras de amplio eco, muestra la importancia fundamental del tema del argumento de Urbano VIII, la reacción de este ante el desvelamiento de su propia incompetencia en la delicada situación política del momento y su absoluto protagonismo en todos y cada una de las decisiones que se tomaron. Pero hay un cúmulo de elementos (el funcionamiento de la Inquisición, la revisión de los hechos y documentos de 1616, el análisis de las ideas y papel de Bellarmino y de los jesuitas, el equívoco que se introdujo con Urbano VIII en 1624 y la génesis de la situación que condujo al proceso, la construcción de la versión oficial del caso y su desarrollo posterior por cierta historiografía) cuya combinación forma parte esencial de la nueva visión alternativa de conjunto que ofrece el libro.»

Sobre el «A modo de epílogo» con un poema de Jaime Gil de Biedma, «El arquitrabe»:

«Un libro como el mío tiene que dar necesariamente mucha información y argumentar incansablemente. El poema puede ir directamente a lo esencial creando el propio contexto. Si se sustituye «el arquitrabe y sus problemas» por «el argumento teológico de Urbano VIII», por ejemplo, nos puede remitir igualmente a la gente o temas «pomposos» con los que nos vemos obligados a vivir. A problemas o pseudoproblemas cuya naturaleza no se entiende bien, pero que se supone que plantean «graves peligros», tan «inaprensibles» como los «enemigos» que se «insinúan por todas partes». Así, los hechos más cotidianos, «besar a una muchacha o comprar un libro» o discutir el movimiento terrestre, cobran una trascendencia y significados tan indefinibles como ominosos. Me pareció una pulcra síntesis poética de un aspecto central del caso Galileo.»

Sobre la extensión y las razones para emprender la lectura de un libro de 800 páginas:

«El caso Galileo ha sido contado e incluso inventado tantas veces que hoy no es posible dar una visión global de conjunto sin contarla -e incluso des-contarla- con detalle. Y cuanto más minuciosa es la narración más apasionante resulta. Que un libro de estas características requiera una segunda edición a los cuatro meses de su `publicación significa que ha interesado mucho más allá del círculo de especialistas. Esto, a su vez, demuestra que «el caso Galileo» es perfectamente comprensible para cualquier persona culta. Un aspecto concreto que puede tener cierto interés es que en el libro se proporciona la traducción de prácticamente todos los documentos relevantes del proceso, así como de muy numerosas cartas de los protagonistas y otros documentos, relacionadas con el tema.»

Sobre la recepción del trabajo entre la comunidad de historiadores de la ciencia:

«Por el momento, como es natural, la prensa de distinto tipo ha sido la primera en reaccionar y todas las críticas publicadas, sorprendentemente numerosas, han sido muy elogiosas. Las revistas internacionales especializadas tardan mucho más en acusar recibo. Sólo puedo decir que hay numerosas recensiones anunciadas y que las que ya conozco, de prestigiosos especialistas, también son muy positivas. Hasta ahora lo han sido también las numerosas comunicaciones privadas de especialistas de distintos países. Incluso algún prestigioso colega que ha mostrado su profundo desacuerdo con algunas de mis tesis básicas, considera el libro una aportación importante. Pero no dudo que llegarán algunas críticas duras por parte de algunos estudiosos, que también proporcionarán elementos pertinentes para valorar debidamente el libro.»

Sobre el permanente interés del «caso Galileo», sobre por qué el caso Galileo sigue interesando vivamente no sólo a historiadores, científicos o filósofos sino a personas cultas no especialistas, a la ciudadanía en general:

«En primer lugar porque tuvo un papel muy relevante y simbólico en el nacimiento de la cultura moderna occidental. Ilustra que fue un parto con dolor que no ha cesado. En segundo lugar, es obvio que el problema que se planteó no está resuelto en la práctica. Ni en el siglo XVII ni hoy, el mero hecho de ser un jerarca de la Iglesia proporciona ninguna competencia particular en las ideas científicas. Pero hoy, como entonces, la Iglesia sigue dando por sentado que tiene una especial autoridad cognitiva para decir cosas relevantes tanto sobre las ideas científicas y metodológicas de Galileo, como sobre las teorías cosmologías actuales. Pero ahora, en este país, no es necesario explicarle a nadie el denodado y pertinaz esfuerzo de control cultural que sigue intentando ejercer la Iglesia. Lo que sí puedo decir, es que el conocimiento del caso Galileo puede resultar muy útil y pertinente para entender este hecho.»

Antonio Beltrán fue autor también de Galileo, ciencia y religión, Paidós, Barcelona 2001. Una aproximación a esta obra se realizaba en los siguientes términos:

«Permanecerá, sin duda, en lugar destacado de la historia universal de la infamia. Galileo, viejo y casi ciego, obligado a abjurar de su copernicanismo y a convertirse en un delator, arrodillado, frente a los miembros de la Santísima Inquisición, y leyendo un texto que merece ser reproducido una y mil veces:

«Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galileo de Florencia, a los setenta años de mi edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vos, eminentísimos y reverendísimos cardenales, Inquisidores generales en toda la República Cristiana contra la herética maldad; teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, los cuales toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y con la ayuda de Dios, creeré en el futuro todo aquello que sostiene, predica y enseña la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero como por este Santo Oficio, luego de haberme sido jurídicamente intimado con precepto del mismo que debía abandonar totalmente la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no sostuviera, defendiera ni enseñara de ninguna manera, ni de viva voz ni por escrito, dicha falsa doctrina, y tras haberme notificado que dicha doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, he escrito y dado a la estampa un libro en el cual trato la misma doctrina ya condenada y aporto razones con mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna solución, he sido juzgado como vehemente sospechoso de herejía, es decir, de haber sostenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve.

Por tanto, queriendo yo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa vehemente sospecha, justamente concebida sobre mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro y maldigo y detesto dichos errores y herejías, y en general cualquier otro error, herejía o secta contra la Santa Iglesia; y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré de viva voz o por escrito cosas tales por las cuales se puede tener de mí semejante sospecha; y si conociera algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre

Yo, Galileo Galilei, antedicho, he abjurado, jurado, prometido y me he obligado como queda dicho; y en fe de la verdad, con mi propia mano he firmado la presente cédula de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de la Minerva, este día 22 de junio de 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado como queda dicho, de mi propia mano.»

A él, a su figura y a su obra, está dedicado este Galileo, ciencia y religión (GCR). Su autor, Antonio Beltrán Marí, no sólo es un docto verdiano con exquisitas veleidades mozartianas, sino que es, además, un excelente profesor de historia de la ciencia de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, cuyos intereses básicos se sitúan, por una parte, en su destacada faceta de historiador, en las épocas de la revolución científica y de la Ilustración y, en el ámbito de la filosofía de la ciencia, en el estudio detallado de la obra del historiador Thomas S. Kuhn. Beltrán prepara, en la actualidad, una larga monografía sobre las relaciones entre Galileo y la Iglesia.

GCR está formado por siete artículos que, como el autor señala en el prefacio, «se pueden leer con independencia unos de otros». El primero de los trabajos reunidos («La física aristotélica»), el único que no está directamente dedicado a la obra galileana, podría considerarse como una base desde la cual captar mejor el cambio conceptual que significó la revolución conceptual de la física galileana. «Aborda explícitamente una cuestión casi constante a lo largo del libro: la imbricación entre la historia o la tarea de historiar y el historiador, entre lo sucedido y lo contado, entre lo que hay y lo que se ve y dice» (p.11). De esta forma, sabremos que el libro titulado Fisica y atribuido normalmente a Aristóteles no existía antes del siglo XV y que, además, el manuscrito aristotélico no sólo no ha llegado hasta nosotros, sino que hace ya muchos siglos que tal manuscrito original no existe: «se dispone de varias familias de copias totales o parciales del texto de la Física, el más antiguo de los cuales nos retrotrae sólo hasta el siglo X d.C», copias de los textos de Aristóteles entre las que, obviamente, hay netas diferencias.

No sólo eso. Los asuntos tratados en la Física del Filósofo son muy diversos de los que contendría un manual de física en la actualidad. Aristóteles discute asuntos centrales que habían surgido en la filosofía de la naturaleza. En Parménides, por ejemplo, o con Zenón y sus aporías. ¿Por qué entonces hablamos de física aristotélica? Porque las leyes del movimiento, que ocuparon especialmente a Galileo y a Newton, «fueron cobrando una autonomía que nos permiten hablar de la física de Aristóteles también en este sentido». Beltrán apunta entonces una inquietud didáctica, en el mejor de los sentidos del término, que recorre las páginas de GCR: «Los estudiosos conocen bien estas cosas, pero ahora sé que a mí, cuando era estudiante, me hubiera gustado que alguien me las explicara y por eso yo intento hacerlo en este texto mediante una triple aproximación a la Física de Aristóteles» (p.12).

El segundo capítulo de GCR («Galileo. Un diálogo para la historia») fue escrito en 1997 y constituye la introducción a la cuidada y ejemplar edición castellana, a cargo de Beltrán, del Diálogo sobre dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano. Este trabajo «proporciona una panorámica suficiente de la biografía intelectual de Galileo para ubicar los temas más puntuales de la obra y vida de Galileo que se abordan en los siguientes artículos» (p. 12). Aquí, el lector puede encontrar, por ejemplo, una excelente discusión en torno al uso de la experiencia en la argumentación científica (p.70 ss) y a la tesis de que «la mera observación no incluye todo lo relevante», a propósito de la polémica sobre la estaticidad de la Tierra.

El tercero de los ensayos recogidos («¿Flujo y reflujo conceptual? Galileo y los paradigmas») fue presentado, como comunicación, en el 18º Congreso Internacional de Historia de las ciencias, celebrado en Montreal en 1995. Se compone de dos partes: la primera es un resumen de un apartado de la Introducción a su edición del Diálogo sobre los dos máximos sistemas, y, en una segunda parte, de contenido más historiográfico y metodológico, Beltrán argumenta y sitúa la curiosa fluctuación científica de Galileo entre las antiguas tesis de la filosofía de la naturaleza y las nuevas posiciones que él mismo ha introducido y defendido en su propia obra. De este modo, Galileo siguió atrapado por la fascinación que el movimiento circular ejerció sobre los cosmólogos y astrónomos hasta que Kepler, tras titánica y admirable lucha, lo sustituyó por la trayectoria elíptica de los planetas. De hecho, como apunta el propio Beltrán, «la distancia entre Galileo y Newton en muchos puntos permite plantear el problema de la aplicabilidad del concepto de paradigma de Kuhn a la obra de Galileo en particular y a la revolución científica en general» (p. 15).

En este capítulo podrá también hallarse una interesante discusión sobre la noción kuhniana de paradigma (pp.116-128) y las críticas vertidas contra esta categoría dada su innegable polisemia. Beltrán resume así su posición: «creo que los filósofos de la ciencia, en especial los formalistas han tendido a dar por sentadas las identificaciones univocidad-claridad y polisemia-confusión en sus críticas al concepto de paradigma. Pero desde el punto de vista del historiador esa polisemia puede ser vista como riqueza de significado» (p. 126).

El resto de los trabajos que componen GCR mantienen una unidad innegable y están escritos en el marco de una investigación más general del autor sobre el «caso Galileo», sobre las relaciones entre Galileo y la Iglesia.

El primero de estos trabajos, el capítulo cuarto del libro («El problema del precepto del 26 de febrero de 1616. Documentos, reconstrucciones y apología») se centra en un punto central de la acusación de la Iglesia contra Galileo: tal acusación no tiene relación directa con el Diálogo publicado en 1630, sino con su desobediencia al precepto, promulgado por la Inquisición en 1616, según el cual Galileo «ni podía sostener, enseñar o defender de ningún modo, verbalmente o por escrito» el copernicanismo. Empero, él publicó el Diálogo y con eso desobedeció la orden.

La cuestión histórica en debate se sitúa en el punto siguiente: el documento que da fe de este precepto contra Galileo presenta numerosos problemas, «tanto internos como de coherencia, con los otros documentos que hacen referencia al asunto» (p.14). Lo sucedido en casa del cardenal Bellarmino aquel 26 de febrero de 1616 ha sido discutido incesantemente. En 1984, en el ámbito del trabajo de la comisión de estudio nombrada por el inefable Juan Pablo II en julio de 1981, se publicó un documento, hasta entonces inédito, que ha sido presentado como decisivo para aclarar lo sucedido. Beltrán apunta buenas razones para defender que el asunto no pueda quedar zanjado «y más bien tenemos razones para pensar que esta polémica se da a pesar de los documentos y no sólo sobre la base a lo documentos, por lo que no parece que vaya a acabarse la discusión» (p.15). La propia posición del autor queda explicitada en la parte final de su trabajo: «(…) parece, por tanto bastante razonable considerar de nuevo la hipótesis de que la intimación del precepto a Galileo en 1616 no tuvo lugar nunca y que el documento se creó fraudulentamente no en 1616 sino más tarde, en 1632-1633, cuando venía a solucionar los problemas más espinosos a los que se enfrentaban el papa y la Iglesia en el proceso a Galileo» (p.170). En definitiva, que la Santísima Iglesia, no siempre santa, no se anduvo con chiquitas y elaboró un documento ad hoc para la condena.

El quinto trabajo («El diálogo sobre los máximos sistemas del mundo de Galileo. Génesis y problemas») permite ver, por un parte, los avatares a los que se vio sometida la redacción de esta obra central de la historia de la ciencia y, por otra, la permanencia y estabilidad de sus tesis centrales. En opinión de Beltrán, «en el caso de Galileo, las ideas científicas y los argumentos eran lo fundamental. Éste no es el caso de los enemigos que consiguieron su condena y la de su obra» (p.16).

El sexto artículo («Una reflexión serena objetiva’. Galileo y el intento de autorrehabilitación de la Iglesia católica») es producto, según manifiesta el autor, de la reacción a la lectura de dos textos de Walter Brandmüller, «el apologista más fanático de la actualidad» (p.16). La lectura de sus trabajos puede producir, en opinión de Beltrán, un sarpullido moral e intelectual. En el marco de la comisión de estudios galileanos nombrada por el papado, Brandmüller fue encargado, junto con Greipl, de la edición de los documentos inquisitoriales de 1820-1823. La opinión de Beltrán sobre el hacer intelectual del apologista queda señalada del modo siguiente. «Pero, en sus textos, Brandmüller no analiza nunca mínimamente ni un solo argumento teórico. Da o quita la razón con rotundidad, pero las razones no parecen importarle mucho» (p. 224), especialmente en su ensayo Galileo y la Iglesia. En cuanto a la manipulación historiográfica Beltrán señala que «(…) a estas alturas, la manipulación ha alcanzado tal nivel que los decretos inquisitoriales de 1616 y 1633, condenando el copernicanismo y a Galileo, han adquirido el mismo estatus polisémico y político que los textos de las Sagradas Escrituras. Es decir, dicen simple y llanamente lo que la Iglesia católica quiere que digan; independientemente de lo que digan, naturalmente» (p.237). De este modo, Brandmüller concluye en uno de sus trabajos que el héroe de esta historia, el padre Olivieri, comisario del Santo Oficio, partidario de autorizar el copernicanismo en las primeras décadas del siglo XIX, había mostrado una gran erudición y sagacidad, consiguiendo demostrar (¡demostrar!) que la Santa Sede censuró el heliocentrismo en 1616 por motivos tan válidos como los usados para aceptarlo en 1820. Beltrán señala, con fino humor, que éste es, sin duda, «el tipo de logro que sólo la Iglesia es capaz de conseguir» (p. 271).

En el último trabajo, tal vez el central de GCR («Ciencia y religión. Una conversación entre creyentes»), se examina histórica y analíticamente la opinión sobre el conflicto y el diálogo entre ciencia y religión. La posición del autor sobre este espinoso y delicado tema puede resumirse así:

1. La tesis de que existe diálogo entre ciencia y religión tiene hoy excelente prensa, afirmándose casi como un lugar común.

2. Es, sin duda, un desideratum expresado con entusiasmo por numerosos religiosos (no por todos) y por algunos miembros de las comunidades científicas.

3. Tal proclama reiterada se acaba convirtiendo en ilustración o concreción del supuesto diálogo que se defiende.

4. Pero, aquí Beltrán, «es difícil encontrar otro tipo de ejemplo de este diálogo en cualquiera de los sentidos usuales del término. Naturalmente, también el sentido en que se entiende «ciencia» y «religión» resulta crucial en este tema. Pero no se trata simplemente de una cuestión de semántica. Una de las conclusiones básicas del texto es que lo que se da en realidad es un diálogo entre creyentes, pero no entre ciencia y religión» (p.17). (la cursiva es mía).Tanto el análisis lógico como el estudio histórico del tema le llevan al autor a defender la «impopular» e ilustrada tesis de que ha existido, existe y existirá un inevitable conflicto entre la ciencia y la religión.

La edición de Paidós, como las otras publicaciones de Paidós Studio, es muy cuidadosa y sin erratas. Tal sólo he sido capaz de detectar una en la página 20: se habla aquí de la Fisiké Acroasis, para más tarde titular «La Física de Aristóteles o Fusiké Acroasis«.

A las varias virtudes del texto, se le puede sumar el detalle que ha tenido Beltrán de abrir cada capítulo con un breve, pero sustancial y significativo poema de Palabra sobre palabra, de Ángel González.

No hay duda pues que este GCR, dicho sea en reconocimiento del trabajo de su autor, además de sus virtudes intrínsecas, tiene el interés de llevarnos a la lectura de la obra de Galileo (alguien del que Asimov dijo en alguna ocasión que, junto con Einstein y Darwin, había sido el segundo mayor científico de toda la historia, después de Sir Isaac Newton) y aproximarnos con detalle y argumentación cuidada a uno de los temas eternos de la discusión filosófica: las relaciones entre la creencia religiosa, y las instituciones que la encarnan, y las teorías científicas.

Hasta aquí Beltrán. Manuel Sacristán fue también otro gran filósofo interesado en la obra de Galileo Galilei.

Salvador López Arnal fue alumno de Antonio Beltrán en la Facultad de Filosofía de la UB.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.