Recomiendo:
0

Correa y la izquierda

En el impasse político

Fuentes: Jacobin / Viento Sur

El 13 de agosto, una marcha indígena y una huelga popular convergieron en la ciudad andina de Quito, el centro político de Ecuador. La marcha estaba coordinada principalmente por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y partió el 2 de agosto de Zamora Chinchipe, atravesando posteriormente Loja, Azuay, Cañar, Chimborazo, Tungurahua, Cotopaxi y […]

El 13 de agosto, una marcha indígena y una huelga popular convergieron en la ciudad andina de Quito, el centro político de Ecuador. La marcha estaba coordinada principalmente por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y partió el 2 de agosto de Zamora Chinchipe, atravesando posteriormente Loja, Azuay, Cañar, Chimborazo, Tungurahua, Cotopaxi y Salcedo antes de llegar a la capital. Las demandas provenientes de diferentes sectores urbanos y rurales que apoyaban la iniciativa eran diversas y algunas veces contradictorias.

Pero Alberto Acosta ve, como mínimo, cierta claridad en el mejunje de ideas y demandas. Acosta fue el candidato presidencial por Unidad Plurinacional de Izquierdas en las elecciones generales de 2013. Economista de profesión, fue ministro de Minas y Energía y presidente de la Asamblea Constitucional en los primeros años del gobierno de Correa. Después de que terminara la Asamblea, él y Correa tomaron caminos distintos, pero Acosta continúa siendo un referente a la hora de modelar la opinión en el país. En vísperas del 13 de agosto, mantuvo que, al contrario de lo que popularmente se cree, había un claro núcleo político en las demandas de los manifestantes.

Según Acosta, la gente en las calles está en contra de cualquier cambio constitucional que pueda permitir la reelección indefinida del presidente y pide que se acabe con la criminalización en curso de las protestas sociales. Están enfadados por la nueva iniciativa de reforma agraria que va a desplazar a campesinos y favorecer los intereses de la agroindustria y contra la expansión de la megaminería y sus horripilantes consecuencias socioecológicas.

Los manifestantes están defendiendo los derechos de los trabajadores a organizarse y hacer huelga, libertades elementales limitadas en el Código Laboral introducido el pasado abril. Se muestran en contra de la explotación petrolífera en Yasuní, una de las áreas con más biodiversidad del mundo, y una zona que Correa prometió proteger y que luego abandonó. Por último, las organizaciones populares se oponen al neoliberal Tratado de Libre Comercio que Ecuador ha firmado con la Unión Europea, y que erosiona la soberanía del país. Estas preocupaciones yuxtapuestas, según Acosta, eclipsan otras divisiones en la izquierda.

Un día en las calles de Quito

A pesar de compartir objetivos, caminando a través de las diferentes secciones de la marcha del 13 de agosto, era difícil no darse cuenta de la lucha por la hegemonía que se está desarrollando dentro de la oposición. Los sindicatos de izquierdas pedían salarios dignos y el derecho a huelga, mientras que las socialistas feministas coreaban eslóganes contra el «plan familiar» de Correa de corte opusiano, y los grupos ecologistas y anticapitalistas marchaban contra el extractivismo, en particular contra la expansión de la minería, del sector petrolífero y las barreras agroindustirales.

Junto a esos grupos marchaban colectivos socialdemócratas, socialistas revolucionarios y anarquistas, algunos con una fuerza significativa y largas trayectorias organizativas, otros no eran más que pequeños grupos de afinidad. Esas expresiones eclécticas de la izquierda, concebidas ampliamente, a pesar de dominar las calles en número y sofistificación política, no forman todavía un bloque unificado de izquierdas, independiente de Correa.

La CONAIE emitió un manifiesto público tras una conferencia de tres días en febrero, delineando demandas que son nítidamente distinguibles de las políticas de la derecha, contrariamente a lo que sugieren desde fuentes oficiales del estado, y reiterando las aspiraciones históricas de los movimientos indígenas.

Es evidente que la visión maniquea que tiene Correa del mundo, en la que la población o está con el gobierno o está con la derecha, esconde más de lo que revela. Aun así, las bases sociales, potenciales o reales, que representaban las figuras de la oposición de derechas, Guillermo Lasso, el principal accionista del Banco de Guayaquil y candidato presidencial en 2013 por la Derecha, Jaime Nebot, el alcalde conservador de Guayaquil, y Mauricio Rodas, el alcalde de Quito, fueron también vistos en las avenidas y caminos de Quito.

Estas políticas encuentran su expresión material en las pancartas que portan las clases medias defendiendo a las familias y la libertad, y en el audible resonar de los cánticos «!Abajo con el dictador!» El presidente Correa apunta que las grandes manifestaciones del pasado junio contra los impuestos de sucesiones y los beneficios de capital, son una evidencia de que esta derecha es una amenaza real e inminente a la estabilidad.

Las líneas de batalla inmediatas en la manifestación, tanto en la derecha como en la izquierda, fueron delineadas por los deseos de los diversos participantes de demostrar poder social en el terreno extraparlamentario, pero la ansiada anticipación de las elecciones generales de 2017 estaba presente en todos los elementos de los eventos de los últimos días. Nadie sabe si Correa modificará la constitución y se presentará por tercera vez como candidato por Alianza PAIS (AP), el partido en el poder desde 2007, y bajo el liderazgo de Correa desde sus comienzos.

¿Golpe Blando?

Durante el boom de las materias primas, la vida de los pobres en Ecuador mejoró. Según datos oficiales, que usan como base la cantidad 2.63 $como punto de referencia, la pobreza en Ecuador bajó de un 37,6 por ciento en 2006, al 22,5 por ciento en 2014, mientras que la desigualdad de ingresos (medida con el índice Gini), también ha experimentado un decrecimiento.

En ese contexto económico, Correa podía mantener su popularidad a través de una fluctuante amalgama de medidas de coooptación y represión dirigidas a los principales movimientos sociales, especialmente al movimiento indígena, que está llevando a cabo una doble batalla centrada en conflictos socioecológicos alrededor de la minería y la integridad de los territorios indígenas. Bajo las acusaciones de «terrorismo y sabotaje», muchos líderes indígenas que practicaban la no violencia han sido encarcelados y están cumpliendo sentencias punitivas por actos como el bloqueo de carreteras, o por evitar que las compañías mineras puedan entrar a sus (cada vez mayores) concesiones a lo largo del país.

Pero recientemente, siguiendo la estela de los precios del petróleo y bajo la égida de las medidas de austeridad que llaman a la puerta, la administración Correa ha sufrido importantes bajas en su popularidad. Según los indispensables informes de coyuntura publicados regularmente por el sociólogo Pablo Ospina Peralta, los datos de encuestas muestran que el presidente ha perdido entre diez y veinte puntos de popularidad en los últimos meses.

Frente al creciente descontento, la administración Correa ha respondido a la defensiva dando lugar a una estratagema en la que las manifestaciones aparecen como intencionadamente, o ingenuamente, estar jugando en provecho de la derecha doméstica y del imperialismo, reforzando la desestabilización del país, y sentando las bases para que la derecha perpetre un golpe blando.

Una diputada de AP, María Augusta, dijo informalmente a los medios de comunicación que la CIA financiaba la marcha indígena, aunque no ofreció evidencia alguna para sustentar su afirmación. El mismo Correa culpó a las «élites» indígenas y sindicales por la manifestación, argumentando que desconocían el sentir de sus bases sociales.

El activismo se ha convertido en sedición, y la discrepancia por la izquierda en traición nacional. Dos prominentes líderes indígenas fueron arrestados al final del día en la marcha del 13 de agosto y sometidos a palizas por parte de la policía: Carlos Pérez Guartambel, de la organización andina ECUARUNARI, y Salvador Quishpe, el prefecto de Zamora Chinchipe. Manuela Picq, una académica franco-brasileña y periodista que ha vivido en Ecuador ocho años en un intercambio cultural, y es además la compañera de Pérez Guartamblel, fue también arrestada y amenazada con la deportación.

Disputando la hegemonía

Al igual que las protestas de la derecha contra los impuestos en junio fueron un signo de la fragilidad política del correísmo a medio plazo, la fuerte presencia de la izquierda en las recientes protestas sugiere que sectores populares también perciben un cambio en la correlación de fuerzas. «Lo que está en el centro del debate político es la salida del correísmo» explica Acosta. «Cómo, con quién, hacia qué, y en qué términos«.

Sin embargo, como recientemente sugirió Alejandra Santillana Ortiz, trazar la trayectoria de la disidencia usando como catalizador el momento presente, como la caída del precio del petróleo, puede resultar engañoso. Las rupturas entre los movimientos sociales y el Estado comenzaron a emerger de forma seria ya en 2009 y se han intensificado de forma mensurable a lo largo de los últimos tres años. En su culminación en la huelga sobre Quito influye tanto esta cuestión de medio plazo como a los desarrollos políticos y económicos del último par de meses.

La reciente comparación del estado y ambiente de las principales líneas de demarcación socio-políticas en 2007 y 2012 (el primer año del primer y segundo mandato de Correa respectivamente) se hace eco de esta perspectiva. Para Unda, el comienzo del primer conflicto del gobierno de Correa estaba sobretedeterminado de muchas formas, por el miedo de la derecha al potencial radicalismo de Correa y por la esperanza de la izquierda de eso mismo.

El conflicto gravitaba en torno al terreno político institucional del Estado, con una derecha que retenía todavía el control de la Asamblea Nacional y del Tribunal Supremo Electoral. En paralelo a esta disputa institucional con la derecha, los grandes medios de comunicación se alinearon contra Correa, jugando cada vez más el papel de oposición conservadora en un momento en el que los partidos de la derechas implosionaron convirtiéndose en irrelevantes. Las principales asociaciones patronales del país adoptaron también una postura de confrontación extrema frente al nuevo gobierno.

Al mismo tiempo, incluso en 2007, era posible identificar líneas claras de conflicto entre el gobierno de la AP y movimientos y sectores populares. Algunas de estas eran marginales y localizadas: disputas entorno a los servicios de suministro en el rural y las ciudades, disputas laborales, disputas sobre las pensiones, etc. Sin embargo, en el campo el movimiento indígena ya había sido empujado a batallas contra Estado y el capital multinacional en los frentes extractivos de minería, petróleo, agua, hidroeléctrico, y la agroinudstria.

Lejos de ser notas al margen, estos asuntos probaron en los años siguientes estar en el centro del modelo de desarrollo de Correa. Por ejemplo, en 2009, un par de leyes aprobadas sobre la minería y el agua dieron lugar a las mayores protestas acaecidas durante los tres primeros años de la administración Correa.

La ley de minería facilitaba la rápida ampliación de concesiones a compañías mineras multinacionales a través de toda la extensión del país, mientras la ley sobre el agua privatizó el acceso a fuentes comunales de agua (una legislación crucial para las iniciativas mineras privadas a gran escala), limitando la autogestión comunal e indígena de los recursos acuíferos y regulaciones laxas sobre la contaminación del agua. Con los precios de minerales remontando en el mercado internacional y las reservas petrolíferas en rendimientos decrecientes, Correa apuesta el futuro del país al oro existente bajo el suelo.

En comparación a 2007, las divisiones son muchos más claras que en 2013. El escenario no sólo está determinado por el eje de lucha de la derecha contra el gobierno, sino más bien por las crecientes disputas del gobierno con los movimientos populares y con sus aliados históricos. Es cierto que hubo conflictos con la burguesía, pero los desacuerdos eran sólo con ciertos sectores de la élite, y los cara a cara con el capital ya no describen adecuadamente las dinámicas determinantes sobre el terreno.

En su lugar, el movimiento indígena y los ecologistas «infantiles» se han convertido en el principal enemigo del gobierno de Correa, y por lo tanto, el gobierno usa todos sus poderes coercitivos y de coptación en esa dirección. Al mismo tiempo, Correa ha endurecido sus relaciones con los trabajadores del sector público, siendo lo más notable en este aspecto el despido de miles de ellos a través de jubilaciones anticipadas voluntarias.

Otro vivo campo de discordia fueron los institutos, con estudiantes y profesores, cuando el gobierno trató de atacarlos a través de reformas «meritorcáticas» en la educación. Al mismo tiempo, la criminalización y el control de la protesta social y de las formas independientes de organización han sido una preocupación primordial del gobierno.

También a nivel ideológico, la derecha había adoptado nuevas formas en 2013, en relación a su conducta colectiva en 2007. Sectores de la derecha tradicional continuaron batallando por la permanencia de los axiomas neoliberales, pero también ha habido nuevos experimentos, como Creando Oportunidades y la Sociedad Unida Más Acción, que buscaban presentar una imagen pública de modernidad y moderación, apropiándose de buena parte del lenguaje de la propia administración Correa.

Las organizaciones económicas de la burguesía también se han desarrollado en sentidos interesantes. Las actitudes de confrontación de las patronales fue en general eclipsada por el 2013, y muchas de las federaciones han elegido nuevos líderes cuyos mandatos encaminados a negociar y llegar a acuerdos con el gobierno parecen ser mucho más flexibles de lo que se podría haber anticipado originalmente. La hipótesis de la derecha va dirigida a la creación de un nuevo ministerio de Comercio Exterior, y la firma del tratado de libre comercio entre Ecuador y los Estados Unidos ha sido respaldada con entusiasmo por los grandes capitales.

Unda argumenta que la disputa entre el gobierno y la burguesía se ha metamorfoseado en una disputa interna, y mientras que el control del aparato del Estado constituye todavía un terreno de lucha, el campo de consenso en la modernización capitalista, una visión compartida de sociedad y desarrollo, define el telón de fondo político y económico.

Por supuesto, esto no significa la obsolescencia del conflicto sectorial ni del coyuntural, pero significa que el eje de conflicto con el Estado burgués ha sido eclipsado por el del Estado contra el movimiento popular. Las disputas con las grandes empresas y con la derecha versaban entorno al control del mismo proyecto de sociedad, mientras que las líneas de batalla entre los movimientos populares y el Estado estaban dibujadas entorno las distintas visiones de sociedad, desarrollo y futuro.

La revolución pasiva de América Latina

La lectura que hace Massimo Modenesi del concepto de «revolución pasiva» de Antonio Gramsci, resulta útil para entender las trayectorias de los gobiernos progresistas sudamericanos de los últimos diez o quince años. En la interpretación de Gramsci de Modonessi, la revolución pasiva abarcaba una relación desigual y combinada de dos tendencias presentes de forma simultánea en una misma época, una de restauración del viejo orden, y otra revolucionaria, una de preservación y otra de transformación.

Las dos tendencias coexisten en tándem, pero es posible descifrar una tendencia que en última instancia determina o caracteriza el proceso o ciclo de una determinada época. Los hechos de transformación de una revolución pasiva marcan un conjunto de cambios con respecto al período precedente, pero esos cambios en última instancia garantizan la estabilidad de las relaciones de dominación fundamentales, incluso cuando aquellas asumen formas políticas nuevas.

Al mismo tiempo, el contenido de clase específico de la revolución pasiva puede variar dentro de ciertos límites, es decir, los diferentes grados en los cuales son incorporadas determinados componentes de las demandas populares (la tendencia transformadora) dentro de una matriz que en última instancia sostiene las relaciones fundamentales de dominación (la tendencia restauradora).

Las revoluciones pasivas no implican ni la restauración total del viejo orden, la completa reconstrucción del estatus quo, ni una revolución radical. En su lugar, implican una dialéctica revolución / restauración, transformación/preservación.

La capacidad de movilizaciones sociales por abajo en las primeras etapas es frenada o cooptada, o reprimida de forma selectiva, mientras que la iniciativa política de secciones de las clases dominantes es restaurada. Durante el proceso, se establece un nuevo modelo de dominación que es capaz de promulgar reformas conservadoras enmascaradas en el lenguaje que emergía desde abajo durante los primeros impulsos, y por lo tanto consiguiendo un consenso pasivo de las clases dominantes.

Más que una restauración inmediata, bajo la revolución pasiva tiene lugar un cambio molecular en la relación de fuerzas que gradualmente drena la capacidad de autoorganización y autoactividad por abajo a través de la cooptación, animando la desmovilización y garantizando la aceptación pasiva del nuevo orden.

En el contexto de Ecuador, la teorización marxista sobre el concepto de impasse que desarrolló Agustín Cueva en los setenta tiene paralelismos cercanos a la lectura de Modonessi de la revolución pasiva. Ha habido momentos recurrentes en la historia de Ecuador donde la intensidad de los conflictos horizontales, intercapitalistas, en combinación con las luchas verticales entre las clases dominantes y populares, resultaban demasiado como para ser soportadas por las formas existentes de dominación. Entre medias, mientras los políticos buscaban nuevas formas más estables de dominación, la inestabilidad reinaba la inestabilidad hasta alcanzar un impasse.

Superar esos impases, como señala el sociólogo Francisco Muñoz Jaramillo, ha sido el trabajo de los populistas, y en la historia de Ecuador, de césares y bonapartes. Pensamos por ejemplo en el gobierno militar de izquierdas de Guillermo Rodríguez Lara (1972-75), o en el del populista de izquierdas Jaime Roldós (1979-1982), quienes se hacen cargo del papel ideológico de las nuevas y emergentes capas de la burguesía contra los intereses de las oligarquías tradicionales, e incorporan a sectores populares a través de técnicas corporativas de negociación por sectores.

Entre 1982 y 2006, las clases dominantes del país intentaron introducir una reestructuración neoliberal a través de varios canales. Fue un período altamente inestable, teniendo como punto álgido la crisis financiera de 1999, seguida por una serie de movilizaciones que acabaron con el mandato de varios jefes de Estado antes de que éste acabase.

Los gobiernos neoliberales ortodoxos de León Febres Cordero (1984-88), Sixto Durán Ballén (1992-96), y Jamil Mahaud (1998-2000) intentaron y fracasaron, de muchas formas, llevar a cabo programas estructurales de ajuste de largo calado, dando lugar a experimentos populistas de derechas como Bucaram (1996-97) y Lucio Gutiérrez (2003-05).

Acusado de malversación y corrupción, una serie de protestas de masas tuvieron éxito forzando que Bucaram fuese destituido. Gutiérrez, un militar, después de haber participado en un golpe de corta vida contra Mahuad en 2000, se presentó como la opción de izquierdas en las elecciones presidenciales de 2002, pero gobernó desde la derecha y, por ello, fue también derrocado.

Correa y la izquierda

Éstas han sido por lo tanto, dos décadas de la variante neoliberal del impasse recurrente de Cueva. Correa calmó la tormenta y restauró los beneficios en sectores como el bancario, minero, petrolífero, agroindustrial, a la vez que ha cooptado o destruido la mayor parte de la actividad independiente de los movimientos sociales.

La retórica gubernamental ha consistido en emplear ideologías de forma vaga, desde el buen vivir (la concepción indígena de «vivir bien») al comienzo de su administración, hasta el tecnofetichismo que ha sido dominante en gran parte de los últimos años (teniendo como ejemplos más definitorios la debacle de la universidad Yachay Tech y algunas ciudades distópicas en la Amazonia, como ha señalado el excelente equipo de investigación del think tank local CENEDET).

Al fin y al cabo, Correa ha sido funcional al capital. Sin embargo, esto no es lo mismo que decir que él es la primera opción del capital; como todos sus predecesores populistas, Correa es prescindible. Con en el precio del petróleo cayendo, el capital se está peleando por hacerse con lo que está disponible y ganar de nuevo más control directo del Estado. El próximo período no llega con ninguna certeza, y el sentir en la derecha es que Correa tiene que irse. Un artículo reciente en The Economist captura bien este sentir, esencialmente agradeciéndole sus servicios a la vez que mostrándole la puerta de salida:

«El señor Correa se enfrenta a una elección…. Puede persistir en su apuesta por permanecer en el poder y arriesgarse a ser desalojado desde las calles, a semejanza de sus predecesores. O bien puede tragarse su orgullo, estabilizar la economía y renunciar a su reelección. Entonces pasaría a la historia de Ecuador como uno de sus mejores presidentes.»

Mientras tanto, las distintas fuerzas de la izquierda, en su acepción más amplia se encuentra intentando reconstruir y retomar la iniciativa, forjando las bases de un proyecto de sociedad que sea una alternativa genuina tanto a Correa como a la derecha. Pero la izquierda parte de un estado de debilidad y desarticulación, y el actual panorama ideológico y político difícilmente podría resultar más complicado.

Jeffery R. Webber, es profesor de ciencias políticas y relaciones internacionaes en Queen Mary University of London. Autor de Left Indigenous Struggles in Modern Bolivia. Haymarket, 2012.

Traduccion del inglés para Viento Sur de  Anxel Testas.

https://www.jacobinmag.com/2015/08/correa-pink-tide-gramsci-peoples-march/