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Entrevista a Susan George:

«En eliminar partes enteras de la Constitución, sobre todo las relativas a las libertades fundamentales están de acuerdo tanto republicanos como demócratas»

Fuentes: Rebelión

Susan George es una de las figuras principales del movimiento antiguamente llamado antimundialista, término que se ha visto progresivamente desplazado por el de «altermundialización», más acorde con las propuestas de los reunidos en torno al Foro Social Mundial de Porto Alegre. Para los que no estuvimos en el sangriento G8 de Génova, no resulta fácil […]

Susan George es una de las figuras principales del movimiento antiguamente llamado antimundialista, término que se ha visto progresivamente desplazado por el de «altermundialización», más acorde con las propuestas de los reunidos en torno al Foro Social Mundial de Porto Alegre. Para los que no estuvimos en el sangriento G8 de Génova, no resulta fácil discernir toda la riqueza, dimensiones y contradicciones internas del movimiento de contestación civil que acude regularme a las citas de las instituciones internacionales para mostrar su desacuerdo con las ideas de la élite dirigente planetaria. Sin embargo, a partir de Génova se hicieron evidentes tres corrientes principales: La del llamado bloque blanco o pacifista, que sin dejar de ser activo y bien organizado no deja de ser un fenómeno simpático, finalmente objeto de condescendencia; el bloque rosa, caracterizado por la reapropiación festiva de los espacios públicos; y finalmente, el bloque negro o de acción directa, mucho más enérgico en la protesta, sobre el cual han recaído las acusaciones al uso de terrorismo, anarquismo, vandalismo, de radicalidad, en cualquier caso. Miembro del Consejo Director de ATTAC (Asociación por la imposición de la tasa Tobin sobre las transacciones financieras) Susan George se situaría a mi juicio dentro del altermundialismo blanco. Una larga trayectoria pacifista, que comienza con su oposición activa a la Guerra de Vietnam, podría confirmar este extremo.

El Informe Lugano pretende poner de manifiesto las contradicciones del capitalismo global. Un grupo de 9 expertos recibe el encargo de elaborar un informe (el Informe Lugano) sobre los peligros que deberá confrontar el sistema capitalista durante el siglo XXI y las posibles soluciones para asegurar su continuidad. Los mandantes del informe permanecen en la penumbra. Nada sabemos de su identidad, si bien sospechamos que se trata de representantes al más alto nivel del directorio económico y político del planeta.

Asistimos al estreno de la representación teatral del Informe Lugano, donde pudimos conversar unos minutos con Susan George. Los fumadores saben que cuando la brasa del cigarrillo se aproxima peligrosamente a la colilla, quedan dos opciones: tirarlo o dar una última y desesperada calada hasta apurar las últimas briznas. Susan George pertenece a la categoría de las fumacolillas, que deposita a intervalos regulares en un cenicero que no llega a contener la pirámide que en pocos minutos se ha formado. Con un gesto que transmite potencia de carácter y decisión a la vez que fatiga nerviosa y abatimiento, Susan George responde a las preguntas haciendo uso de una elocuencia de profesora universitaria. De enorme estatura (calculo que al menos 1,90), su expresión es más grave que cordial, y sin caer en el cinismo, sus respuestas rápidas y concisas denotan la firmeza de una activista bregada. En su discurso no hay lugar a la ambigüedad y se agradece la claridad de ideas de alguien que afirma o niega más que duda, tan propia a la literatura. Susan George es socióloga y se nota.

Usted escribió el libro en 1999, antes del atentado del 11 de septiembre. Parece que la actualidad confirma su análisis.

Efectivamente. Mi primer libro, publicado en 1976, le pareció demasiado radical a los analistas de la época. Sin embargo, hoy la realidad lo ha superado de tal forma que resulta casi naif.

¿Entonces el planeta lo dominan 450 millonarios?

No. Yo no creo en las conspiraciones. Creo en los intereses. Los garantes de ciertos intereses económicos pero también de otro tipo, han creado multitud de grupos de trabajo o «think tanks» con los que pretenden establecer una previsión de los acontecimientos a corto y medio plazo, cuajándose poco a poco las llamada «ideas fuerza» o líneas maestras con las que se crearán las superestructuras que encontraremos de aquí a 20 años. Estos grupos se reúnen frecuentemente y están en contacto de manera casi permanente en foros como Davos, pero también en otros mucho más pequeños y desconocidos como la Mesa Redonda de los Industriales Europeos, organizada por la Comisión Europea, que cuenta con la participación de más de 40 jefes de estado. En general, estos foros nos escuchan y muestran interés en nuestras propuestas. Lo que no quieren de ninguna manera es dar la impresión de que dirigen u orientan. Dejan esa labor a instituciones como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio y otras.

¿Cuál es su parecer respecto a la actual política norteamericana? ¿Existen indicios para esperar un cambio?

No lo creo. Más bien lo contrario. Durante la guerra fría nuestra política exterior se fundamentaba en la doctrina «Containement and Deterrance» (contención y disuasión) contra los rusos. En los años 50 se establecieron bases en Japón, Turquía, Corea y Alemania, que siguen existiendo. La novedad es que para llevar a cabo la nueva doctrina de dominio mundial son necesarias nuevas bases en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central. Desde hace unos años se observa cómo los asesores técnicos del gobierno americano pasan directamente desde sus cátedras universitarias a los grupos de trabajo sobre los que el Presidente y el partido en el poder se apoyan para elaborar sus políticas. Es el caso de Paul Wolfowitz, que proviene de la Universidad John Hopkins de Washington, o del propio Henry Kissinger, de Harvard. Esta tendencia también se ha acentuado.

Me refiero más bien a si se puede esperar un cambio en el sistema político bipartidista norteamericano.

No. También va continuar, con la novedad de que se eliminan de un plumazo partes enteras de la Constitución, sobre todo las relativas a las libertades fundamentales. En eso están de acuerdo tanto republicanos como demócratas.

Usted presenta a las élites dominantes como un bloque, como si no existieran brechas o intereses contrapuestos en su seno, cuando una de las características del sistema capitalista es la competitividad a ultranza entre rivales. Por otra parte, ¿no se estaría demonizando en demasía a ciertos magnates?

Creo que ellos, en el fondo, creen hacer lo mejor. Estoy segura que la mayoría de los Presidentes y Directores Generales de las grandes corporaciones se consideran a sí mismos abuelos ejemplares. Los conflictos que puedan existir entre ellos son secundarios con respecto a un interés básico común: Preservar el sistema capitalista y volverlo incontestable. La buena imagen que quieren tener de sí hace que no sean absolutamente cínicos. Desde hace 10 años se habla en Estados Unidos de un nuevo concepto, el de «Corporate Self Regulation», por el que las empresas establecen códigos de buena conducta. Sin embargo, yo creo que la lógica del sistema acabará prevaleciendo. Existe ante todo un interés por «no hacer» lo necesario, por no actuar. Por ejemplo, en el terreno del medio ambiente nadie quiere dar el primer paso en incluir como coste la polución, las enfermedades que conlleva, el daño psicológico causado a los trabajadores a consecuencia de la exigencia continua de aumento de la productividad, el deterioro de la educación y la cultura… Al contrario de lo que debería hacerse, se intenta utilizar la totalidad de las reservas de combustibles fósiles antes de dar el paso hacia energías limpias cuya tecnología se encuentra ya disponible.

En «El Informe Lugano», usted plantea la necesidad de favorecer la disminución de la población mundial. ¿No podría este argumento ser utilizado para promover métodos eugenésicos de triste recuerdo para la humanidad?

Soy partidaria de que cada individuo elija si quiere tener descendencia o no. Sin embargo, las estadísticas demuestran que a medida que aumenta el nivel de educación de las mujeres, disminuye el número de hijos. Por eso en ATTAC creemos que la implantación de la tasa Tobin sobre las transaciones financieras podría proveer enormes fondos que serían utilizados en la mejora de las condiciones sanitarias y educativas del Tercer Mundo.

Pero tener menos hijos no quiere decir consumir menos. De hecho, son los hogares con mayor renta per cápita los que más energía consumen. Por otra parte, ¿para qué serviría implantar fuentes de energía alternativa si el consumo total no disminuye?

El problema reside en el axioma del «crecimiento». Hasta los años 70 el crecimiento económico significó efectivamente bienestar. En la actualidad existen otros elementos que no son tenidos en cuenta a la hora de determinar el crecimiento. El agua, el aire que respiramos, la tierra, son considerados como «bienes gratuitos». Nadie parece dispuesto a repercutir lo que realmente cuesta fabricar un automóvil en términos de contaminación en el precio final del producto. Además, los círculos académicos y la economía científica siguen básicamente anclados en las ideas de Adam Smith. Las opiniones alternativas son minoritarias.

Cuando Francia ratificó el tratado internacional para la prohibición de las minas antipersonal, los obreros de las fábricas de armamento se manifestaron para protestar por el cierre de varios centros de producción. ¿Cómo conciliar este interés legítimo por mantener el propio empleo con necesidades difusas, intereses lejanos, que quizás no afectan directamente a los individuos?

Afortunadamente cada vez hay más gente que sale a la calle para protestar por algo que no le afecta directamente. Antes de la instalación de las centrales nucleares no existía «problema nuclear». El desmantelamiento de industrias poco deseables o nocivas acarrea sus propios problemas. Para mí, la clave reside en que no se presentan alternativas. Una empresa decide cerrar un centro de producción despidiendo a 400 o 500 trabajadores y lo presenta como un hecho consumado. Sin embargo, sí existen alternativas.

El movimiento antimundialización parece en ocasiones una masa heterogénea, falta de coherencia, que da palos de ciego sin identificar objetivos precisos. Esta falta de objetivos podría a la larga disminuir su influencia en la opinión pública.

En primer lugar, ninguno de los miembros de ATTAC acepta el término de «antimundialización» o «antiglobalización» que se han inventado los periodistas. Nosotros somos mundialistas e internacionalistas. Por otra parte, tenemos objetivos precisos en el punto de mira, como los paraísos fiscales, la deuda externa o el Fondo Monetario Internacional. ATTAC es un movimiento de educación popular centrado en la acción. Hoy en día es muy difícil para el «establishment» tener una reunión sin ser molestados por miles de manifestantes. La idea de que no existe alternativa no es gratuita. Margaret Thatcher (Susan George, la llama con el simpático nombre de «Tina») y Reagan gastaron enormes sumas para hacerlo pasar a las conciencias a través de los medios de comunicación. Soy mucho más optimista hoy que hace treinta años, cuando me oponía a la Guerra de Vietnam.

Podría argumentarse que en realidad todos somos consumidores y que también nos aprovechamos del sistema capitalista. Por otra parte, ¿qué puede hacer un simple ciudadano de a pie frente al poder omnímodo de los gigantes mundiales?

No es cierto que todos seamos culpables. Usted no ocupa la misma posición que un directivo que gana 400 veces su salario. Hay que reflexionar no solamente acerca de qué podemos hacer individualmente sino sobre qué podemos hacer juntos. Yo creo en la acción colectiva porque dejar la posibilidad del cambio a la mera acción individual acrecienta el sentimiento de culpabilidad, y eso no es bueno.

¿Se ha sentido alguna vez amenazada o seguida por los servicios de inteligencia de su país?

Cuando me oponía a la Guerra de Vietnam, la CIA me abrió un dossier pero estaban muy mal informados. En realidad no tenían ni idea. Mis libros son publicados en Francia por el Grupo Lagardère, que ha comprado recientemente Vivendi-Universal. Nunca he recibido la mínima presión por parte de mis editores. A veces recibo reproches de personas que opinan que debería publicar en editoriales más pequeñas, pero ya lo he hecho y, créame, es mejor ser leído que no ser leído. Hay espacios en el sistema que hay que saber explotar.