Después de muchos meses de excesivo ruido y palabras altisonantes, el Ingreso Mínimo Vital (IMV) se ha ido dando estas últimas semanas de bruces con la realidad. Son ya legión, desde activistas y académicos, pasando por periodistas y miembros del mundo de la cultura las personas que han mostrado su opinión claramente contraria al desastre del IMV más de tres meses después de su puesta en funcionamiento. Cientos de miles de familias que un día creyeron que este nuevo derecho aprobado por el Gobierno del Reino de España les iba a proteger temporalmente de las turbulencias macroeconómicas y la crisis socioeconómica que ha golpeado todo el planeta, han sufrido en sus propias carnes las enormes trabas y dificultades que una renta mínima condicionada para pobres conlleva consigo.
Es cierto que cualquier sistema de protección social puede estar mejor o peor diseñado. Como también es cierto que hay diseños institucionales que tienen unos problemas… de concepción. Probablemente, un IMV mejor diseñado, cosa fácil dado el bajísimo nivel de calidad del actualmente existente, pudiera dar protección a muchas familias que ahora mismo están totalmente desprotegidas (de hecho, son muchas las aportaciones realizadas para mejorarlo y fueron desechadas en su gran mayoría). Sin embargo, ni aquéllos que tenían menos confianza en el IMV pudieron creer nunca que el fracaso iba a ser tan estrepitoso. Un fracaso que no es agradable para ninguna persona que defienda mínimamente la necesidad de erradicar la pobreza y de ofrecer una vida digna a todas las personas, pero que, indudablemente, nos reafirma en nuestra posición de que un programa de rentas mínimas condicionadas no es la herramienta que nos permitirá hacer frente a los retos que tenemos como sociedad si queremos afrontar en serio la pobreza con hechos y no con mera palabrería de cara a la galería.