Las masas están ilusionadas con el progreso basado en el desarrollo de las últimas tecnologías, porque hacen la vida mejor; aunque tal vez no lo sea en el plano real, cuanto menos así lo parece. La cosa se entiende como si de magia se tratara; basta con tocar un botón para que, acortando distancias, todo […]
Las masas están ilusionadas con el progreso basado en el desarrollo de las últimas tecnologías, porque hacen la vida mejor; aunque tal vez no lo sea en el plano real, cuanto menos así lo parece. La cosa se entiende como si de magia se tratara; basta con tocar un botón para que, acortando distancias, todo marche a voluntad del operador. Esto fascina a cualquiera y llega a producir satisfacción. Incluso anima a soportar lo rutinario, alienta en la espera y permite ir tirando. Lo cotidiano se ha hecho tan dependiente de los artilugios modernos que sin ellos ya no se puede vivir. Posiblemente porque no solo aportan comodidad y bien estar momentáneo, sino ilusión, esa pieza que completa el paso de los días porque les da sustancia.
No solamente las masas viven sus ilusiones con los aportes de la tecnología, hay otra presencia que se aprovecha de sus creaciones, este es el caso de la burocracia. Cada día estrecha más el cerco de los administrados, acogiéndose a la máxima del menor esfuerzo para lograr la mayor eficacia. El objetivo es consolidarse todavía más como poder para presionar a los gobernados. En tanto que llega la era del microchip incorporado al individuo como documento de identificación, en lo que actualmente se trabaja a nivel general, otros artilugios como ordenadores, smarphones, cámaras de vigilancia, drones y, en general, el amplio arsenal del espionaje -en forma de programas y aplicaciones indetectables u otros ingenios-, contribuyen a hacer real el propósito de administrar a los gobernados con eficacia. El asunto ha avanzado hasta el extremo que ya casi no se mueve una paja sin que el ojo avizor lo detecte. Nadie lo ve pero él nos ve, y somos permanentemente espiados con diversos fines, aunque se crea ingenuamente que nadie nos observa. El resultado es que la tan cacareada intimidad se va desgarrando, dejándose la piel por el camino.
Aunque pudiera decirse que todos debieran estar satisfechos con la tecnología de vanguardia, seguramente sean las empresas capitalistas las que obtengan mayor retribución en forma de beneficios. Aumentar su capital otorga, además de caja, poder de influencia. No obstante, colaborar con el poder político -que debería mostrar agradecimiento a la tecnología, puesto que ha permitido disimular la fuerza bruta con la suave dominación a través de las máquinas- supone una carga, porque, no contento con la aportación empresarial al proceso de dominación de los gobernados, aprovecha la ocasión para explotar a la vez a las empresas utilizando el soborno y la multa, amén de lo que se mueve en el terreno de la legalidad bajo el epígrafe de tasas e impuestos. Como compensación, aquellas disponen de pequeñas libertades que permiten escapar de las apetencias incontroladas de los Estados merced a los llamados paraísos fiscales o acogiéndose a la ingeniería de la evasión impositiva. De ahí que aunque los avances tecnológicos a disposición de la burocracia pudiera suponer tirar piedras contra su propio tejado, porque permiten dar pistas para incrementar los controles burocráticos públicos sobre ellas mismas, la tecnología también permite adoptar los oportunos remedios, que se reservan en exclusiva.
Al amparo de los intereses generales , el poder se robustece echando mano de las tecnologías que le aportan las empresas, a la espera de encontrar argumentos desde esa base para vender a la opinión pública el microchip como algo racional y necesario. Entonces, todo resuelto, la contestación ya no será posible porque el centro de control leerá todos los pensamientos y adoptará las resoluciones antes de que trasciendan a la acción, La masa de borregos seguirá las consignas de sus amos, y no supondrán problema porque se les controlará en todos sus pasos. De momento, ante la disidencia, basta con entregarla al ostracismo, con seguimiento de las opiniones y las actuaciones que ya no sea posible ocultar usando de los medios de comunicación convencionales. Si sale algo inconveniente a la luz, el bálsamo frente a la discrepancia viene con los productos tecnológicos diseñados al efecto para hacerlo desaparecer. Los iconos culturales, las modas del mercado, el pensamiento teledirigido por los asalariados del sistema -un coto cerrado reservado al grupo de fieles- frenan la disidencia y refuerzan el dogma, prefabrican la libertad y preparan a las masas para la recepción de lo inevitable.
Nadie controla a la burocracia, porque la burocracia es la misma ley y su jurisprudencia. En este panorama totalitario, en un mundo de derechos y libertades de papel, amparado por la democracia representativa virtual -un simple juego para guardar las apariencias-, la burocracia se mueve a sus anchas -todo está bajo control gracias al instrumental tecnológico-, sin que las masas puedan salir del círculo de fuego por temor a quemarse. El reinado de las minorías dominantes se reafirma mientras se juega al entretenimiento y a marear la perdiz con la incauta ciudadanía. Incluso cuando esta se desborda, siempre hay alguien del poder dirigiendo el espectáculo. En el juego político, las masas ahora son poca cosa, pero se camina hacia la nada absoluta. Su única posibilidad de redención está en manos del consumo, porque disponen de la llave que abre y cierra la puerta.
Si políticamente las masas permanecen anestesiadas por efecto del juego político que ha traído al democracia representativa, se mantienen vivas través del consumo -no así en el caso del consumismo-. Y aquí los creadores de la tecnología necesitan permanecer despiertos. El problema que se plantea es que las masas se han vuelto exigentes y reclaman cotas de ilusiones crecientes que el nuevo demiurgo llegará el momento en que no esté en condiciones de atender, porque este camina a paso lento y las otras a golpe de pedal. Si no se pueden aportar dosis de entretenimiento la gente se aburre y empieza a incordiar.
Tan pronto falle la inventiva del consumismo encomendado al capitalismo creativo, el espectáculo se resentirá. La burocracia, por tradición, carece de capacidad imaginativa para suplirlo. Por otro lado, las masas se rebelan cuando no se las entretiene. Aquí está el inicio de la gran crisis: la falta de creatividad de los poderes dirigentes. Pero si todo va bien y el motor capitalista sigue incrementando el capital empresarial, repartiendo beneficios entre los accionistas y es capaz de proseguir con su modelo social de renovación permanente en el campo de las ficciones culturales, todo marchará. Mientras el espectáculo continúe y las masas estén entretenidas, la tranquilidad social estará servida y el terreno abonado para imponer el microchip que viene. Pero, ojo al panorama, porque, pese a las previsiones, a veces el equilibrio se rompe por el punto más insospechado.
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