Escribo estas letras sin un propósito claro, preciso. No pretendo dar ninguna lección. Seguramente aclararme un poco a mí mismo y ver si con ello busco un punto de encuentro con alguien al otro lado de este confinamiento. Sí, definitivamente, esa es la intención de estas notas. Buscar alguien al final de este túnel hacia el que nos precipitamos, colectiva y, a la vez, solitaria e individualmente. Podríamos decir que estamos también ante un colapso introspectivo. Como en la novela de La Peste de Albert Camus, poco a poco, todo esto nos ha cogido completamente desprevenidos. Hubo quienes se rieron en los primeros días, como en la novela, al ver que el índice de ventas de este libro crecía al calor de las noticias que nos iban llegando sobre la evolución del virus, el cual arroja, igual que en ella, al ser humano frente al absurdo. El mecanismo es similar. Al menos, quienes tuvieron la suerte de poder comprarla durante los primeros días, hoy podrán disfrutar de una buena lectura, que habla del ser y la existencia, del apoyo mutuo y la libertad individual frente a la indiferencia y la autoridad. Bien es cierto que Camus hacía en ella una crítica a la restricción de las libertades en las dictaduras, especialmente a la ocupación nazi de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que la novela continuará siendo útil en los próximos meses. Guárdenla. No se desprendan todavía de sus enseñanzas, todavía no…
Cada uno hoy sabe cómo les sobrevino esta plaga. En mi caso, me encontraba explicando en un Instituto de la provincia de Ávila a mis alumnos y a mis alumnas de 2º de la ESO el Humanismo. ¿No les parece una buena paradoja? Una de las actividades que había programado consistía en explicar el origen etimológico de la palabra Utopía, a partir de la obra de Tomás Moro, la cual les he recomendado como lectura voluntaria para estos días. Muchas personas ya sabrán que la etimología de este concepto alberga dos significados, los cuales no son necesariamente incompatibles: el primero de ellos οὐ («no») y τόπος («lugar»), significa literalmente «no-lugar«; el segundo εὖ («bueno» o «bien») y τόπος («lugar»), haría referencia a «el buen lugar». Otro mundo mejor. Pues bien, resulta que la explicación se desarrolló en medio del inicio de esta crisis y gran parte de mi alumnado no habían oído siquiera mentar esta palabra, la cual desconocían completamente, por lo que me pareció importante incidir en ella, dedicándole toda una sesión. Por esos días, el tiempo todavía tenía un valor conforme a un régimen económico que nos disciplina, obligándonos a cubrir todo el temario, deprisa, deprisa… Durante el desarrollo de la misma, a pesar de mi empeño, me resultaba más fácil explicar su concepto opuesto (distopía) que la palabra en cuestión. Ya saben que la pedagogía recomienda buscar ejemplos cercanos, que nuestros alumnos y nuestras alumnas sepan identificar fácilmente. Es ya famosa la afirmación que plantea que en las sociedades actuales, las sociedades postmodernas, resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y así es también para los y las más jóvenes. Al menos hasta la semana pasada. A pesar de las dificultades, entre todos y entre todas (todoas) conseguimos definir cómo sería nuestra particular isla. En ella el profesorado, por supuesto, no les mandaríamos muchos deberes. Pero ellos y ellas, claro, se portarían y atenderían tan bien en el aula que no sería necesario, tampoco los dichosos exámenes. Quedé bastante contento con la comprensión de un concepto tan nuevo para ellos y para ellas, y tan cargado de El principio esperanza para mí, tal y como plantease Ernst Bloch en su estudio clásico escrito entre 1938 y 1947, durante su exilio en Estados Unidos. No obstante, a nadie, tampoco a mí, se le escapó la sensación irreal que, como de paradoja, representaba hablarles de algo de este calado en medio de la propagación de una pandemia que pronto nos delegaría a (casi) todoas a nuestras casas.
Sacando algunas conclusiones del mundo que nos ha tocado vivir, y el cual tratamos de hacer conocer a nuestro alumnado de la mejor forma que podemos y que sabemos, esta plaga ha tocado las debilidades del sistema en el que estamos inmersos, recordándonos sus múltiples miserias, una vez más. Como si por algún motivo la realidad se empeñase en hacernos ver algo que no terminamos de comprender, a pesar de las nefastas consecuencias fruto de esa incomprensión. Como en todas las plagas a lo largo de la historia, no todas las personas la vivirán ni la están viviendo del mismo modo, y así nos lo recuerdan las redes sociales, las cuales continúan mostrándonos lo más íntimo de nuestras vidas, apelando al sentimiento de soledad que nos rodea. Como estas letras, esos vídeos, esas imágenes, no son más que mensajes en botellas que intentamos hacer llegar a los demás para escapar al aislamiento, el cual no se inició necesariamente con el estado de alarma, sino que, en buena medida, es un estado antropológico, existencial. Pues bien, dentro de este aislamiento que se solapa al interior, previo a la cuarentena, habrá quienes tengan más dificultades, que son dificultades que tienen un sesgo social, material, inmediato. Esta pandemia ha roto el statu quo que mantenía a Occidente aferrado a su torre de marfil, impenetrable. Ahora las fronteras se cierran también para nosotros, el enemigo es invisible y está entre nosotros, no lleva hiyab, ni habla otras lenguas, ni profesa otras religiones. Ahora somos nosotros y nosotras quienes solicitamos ayuda para salvarnos de este naufragio.
Otra paradoja de esta plaga es que ha hecho visibles a los invisibles, aquellos que, como aquel 1 de enero de 1994, en Chiapas (México), nacieron en la noche, “la larga noche de los 500 años”, casi tantos como la obra de Tomás Moro. Pues bien, cajeras, transportistas, mozos de almacén, limpiadoras, autónomos, jornaleros y jornaleras, y un largo etcétera, todoas aquellas a las que muchos miraban por encima del hombro hace apenas unos días, hoy se revelan como lo que son, la base del sistema. Absolutamente imprescindibles. Mientras el resto nos confinamos, y no podemos hacer otra cosa que mirarles como con gesto de agradecimiento: gracias por estar ahí; disculpad por no haberos echado cuentas antes, como dicen las personas mayores. Pero a pesar de esto, el olvido es otro de los grandes males en las sociedades actuales. Ya olvidamos las consecuencias de la última crisis económica, ¿volveremos a olvidar de nuevo lo que han hecho por nosotros y por nosotras todas estas personas hoy, en este preciso instante, imprescindibles? Repaso en estos días la Genealogía de la moral de Nietzsche (1887), en la que se preguntaba: “¿Cómo se hace para inculcar una memoria en el animal hombre?”. Y no encontraba otra respuesta que la de apelar al dolor: “el pasado, su parte más larga, más profunda, más dura, nos roza y resurge en nosotros cuando nos ponemos serios” (Obras completas, 1970, pp. 922-923).
En efecto, existen toda otra multitud de oficios y de personas anónimas que estos días se están revelando fundamentales: personal sanitario, profesorado y otro largo etcétera. La “multitud” que pone en marcha cada mañana el mundo, y que no son el Rey, ni Amancio Ortega y la patronal, que no son tampoco los políticos, ni “los mercados” (ese término inventado para ocultar a los inversores y capitales que, como los famosos fondos buitres, después de la última crisis, se han encargado de comportarse como auténticas aves de rapiña, a pesar y en contra de la idea de bien común, de la mayoría). Frente a ellos, se revelan también hoy fundamentales trabajadores y trabajadoras públicos a los que los ideólogos del denominado neoliberalismo, o totalcapitalismo, esa hidra de mil cabezas, ha maltratado durante tantos años, haciéndonos pensar que los individuos somos suficientes frente al mundo, en una suerte de darwinismo social. Cuando en realidad ahora volvemos a descubrir a fuerza de dolor que la base de la evolución no es la competencia ni el individuo, sino la cooperación y el colectivo. Sin esto, no hay supervivencia como especie. ¿Volveremos a olvidarlo de nuevo cuando todo esto pase?
Por no hablar de las personas mayores, aquellas a las que habíamos relegado al más oscuro de los olvidos, ese que surge cuando no vemos más allá de la idea de beneficio. Esta plaga se ceba con ellos y con ellas y nos recuerda que, hasta la semana pasada, hemos fracasado como sociedad, que no hemos sabido protegerles. Y serán, lo están siendo, las primeras víctimas de esta crisis, la cual apela a los principios sobre los que estábamos destruyendo la naturaleza, la posibilidad de vida en el planeta Tierra: el consumo, ahora paralizado, y el beneficio, que ha acabado por determinar las relaciones entre las personas. No es ahora el momento de ajustar cuentas, pero todo se andará. Por el momento, me parece que debemos afrontar esta crisis con la ética de la filosofía estoica “rebajada al nivel del pueblo”, tal y como reflexionaba Pasolini sobre las clases subalternas de la ciudad de Roma:
“Para vivir hay que luchar, no hay más misterio. Toca sufrir, pero también aguantar: y mientras tanto, apañárselas, incluso con rabia. Tal vez haya un dios, cristiano, católico, al que es necesario aplacar con velas o plegarias; y después apañárselas. Es aquí, en la tierra, donde se nos premia y se nos castiga” (La ciudad de Dios, 2019, p. 95).
Una ética aplicada y aprendida a lo largo de los siglos, de resiliencia, resistencia y rebeldía. Y después. Nadie sabe lo que vendrá después. Quizá sea útil emplear estos días de aislamiento para imaginar otros mundos lejos de esta realidad distópica. Imaginar la banda sonora de, como planteaba hace no mucho el sup. Insurgente Galeno: “un mundo nuevo que, insumiso, surge de los escombros de otro que ya cruje imperceptiblemente” (Baila una ballena, 2019). ¿Quién sabe? Quizá para ello tengan que pasar otros 500 años.
Gustavo Hernández Sánchez. Doctor en Historia. Grupo de Estudios Culturales A. Gramsci. Profesor en la Escuela Pública.