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Entender lo que pasó en Brasil y poner las barbas (o el maquillaje) en remojo

Fuentes: Rebelión

La mayor proeza de Jair Bolsonaro no fue haber vencido en las elecciones, sino haber impuesto su agenda en toda la disputa electoral. Y entonces nos llenamos de preguntas. ¿Por qué en un país de 14 millones de desempleados, con una recesión sin señales claras de reversión, en proceso acelerado de desindustrialización, y con servicios […]

La mayor proeza de Jair Bolsonaro no fue haber vencido en las elecciones, sino haber impuesto su agenda en toda la disputa electoral. Y entonces nos llenamos de preguntas. ¿Por qué en un país de 14 millones de desempleados, con una recesión sin señales claras de reversión, en proceso acelerado de desindustrialización, y con servicios públicos enrumbados hacia el colapso, la agenda electoral se volteó hacia una pauta claramente moralista y despolitizada?

La respuesta está en cómo el propio PT decidió encarar el enfrentamiento en las urnas. Lula buscó controlar el timón de la jornada al colocarse como candidato hasta los 44 minutos del segundo tiempo, o sea hasta mediados de setiembre, sin indicar un vice o un plan B, y por eso no priorizó la lucha política abierta. Lula delegó tácitamente la dirección de la campaña a sus abogados, que presentaron acciones encima de acciones en una conmovedora confianza en el sistema judicial brasileño.

No se cuestionó al gobierno de facto de Michel Temer y el poder fáctico oculto en la campaña electoral, sino se mostró a Lula como víctima injusta de un proceso fraudulento, haciendo de la condición del expresidente el centro de la campaña, en lugar de los problemas concretos vividos por la mayoría de los brasileños. En lugar de un juzgamiento de Temer y sus reformas regresivas, Lula centró en sí mismo la cuestión. Su táctica fue transformar las elecciones en un plebiscito sobre sí mismo, dice el académico Gilberto Maringoni.

Esa opción fue acompañada de otra: la nostalgia de los buenos tiempos, cuando Brasil crecía y los salarios también; el país era respetado en el mundo, y el futuro parecía radiante. La nostalgia tiende a ser unidimensional. Escogemos qué recordar y escogemos qué olvidar. A diferencia de mirar críticamente el pasado para entender el presente la nostalgia tiene los dos pies en el idealismo.

Así, los pilares de la campaña petista hasta el final de la primera vuelta electoral fueron la victimización y la nostalgia, en sentimientos fuera de la política y la confrontación. Y si el centro de todo iba a ser Lula, faltaba una pieza en el rompecabezas. El raciocinio se volvería redondo con el mantra «Haddad al gobierno, Lula al poder», un mal adaptado slogan recogido de la campaña de Héctor Cámpora («Cámpora al gobierno, Perón al poder») a la presidencia de la Argentina, en 1973.

Y transformó a Fernando Haddad, el verdadero candidato, en un mero biombo suyo, dejándolo en la sombra hasta después de iniciada la campaña. Haddad no participó de debates, actos ni entrevistas hasta finales de septiembre, lo que dificultó mucho la fijación de su nombre en la politización de la campaña. Increíble; no hubo ataques a Jair Bolsonaro.

El PT optó por despolitizar la campaña. Cuando Jair Bolsonaro sufrió el supuesto atentado el 7 de septiembre -reality show mítico y «milagroso» de dejarlo con vida y sin mancharle la camisa-, la campaña cambió de rumbo. Hospitalizado y con su vida en riesgo, él también se convirtió en víctima y Lula perdió la primacía y exclusividad en esa condición

Sin política, valiéndose de miedos y preconceptos arraigados en la población, Bolsonaro adicionó un ingrediente más, el antipetismo, uno de nuevo tipo: una repulsa popular al partido, diferente a su versión conservadora y de derecha, que veía en el ascenso de los pobres un problema a ser vencido, que sensibilizó a los huérfanos del proprio PT, las víctimas de la depresión de 2015-16, promovida por el desarrollismo de Dilma y su conservador ministro de Economía Joaquim Levi.

Ellos formaron la masa de decenas de millones que se sumaron al desempleo y cayeron en el discurso fácil de la propaganda fascista y de sus respuestas simples para problemas complejos. Claro, también está Ciro Gomes y su vergonzosa omisión en la lucha, y el uso criminal de whatsApp y las redes digitales, herramientas que precisamos comprender más profundamente.

El progresismo brasileño cuenta con el más importante líder popular de la historia brasileña, un candidato – Fernando Haddad – que se agigantó en la jornada y líderes de primera línea, como Guilherme Boulos. Y en la segunda vuelta logró unir a la izquierda, a los demócratas, parte de los liberales, a los nacionalistas y a los que luchan por un Brasil socialmente justo. Hoy el progresismo llora para poder tomar tomar aliento, entender racionalmente lo que aconteció y volver a la acción.

Encarar la bestia-fiera fascista exige cohesión y comunión de propósitos: un programa, y la construcción de cuadros preparados para la gestión. Hace falta saber bien quién es el enemigo y enfrentarlo directamente. Ya no quedan dinosaurios salvadores de la civilización.

Pero sí hubo durante la campaña un fenómeno que llamó la atención: la movilización de masas que generó el feminismo. El 29 de septiembre en 50 ciudades del país cientos de miles de mujeres se movilizaron con la consigna #elenão (Él No), en lo que fue una de las movilizaciones más multitudinarias y federales de la historia brasileña. Pero en su inmensa mayoría, las mujeres de carne y cuerpo que adquieren voz pública son blancas, universitarias de profesiones liberales, artistas. El feminismo en Brasil no es plebeyo, no parte de las necesidades, sufrimientos y esperanzas de las mujeres del Brasil profundo.

Exceptuando a las mujeres del nordeste brasileño, al resto de ellas las convocó Bolsonaro. El feminismo se les presenta como la otredad, como el intento desmedido de la izquierda progresista por imponer los valores de las minorías (simbólicas) sobre la construcción identitaria tradicional. Sobre las «buenas costumbres» y los valores de la «gente de bien».

El plan económico de Bolsonaro le es funcional y redituable a los grandes bancos, los agroexportadores, conglomerados y corporaciones transnacionales y, aunque con ciertas inquietudes, a la gran industria nacional («los paulistas»). Según el sociólogo Max Weber, hay allí una acción racional-económica con arreglo a fines económicos.

Bolsonaro y todo aquello que lo rodea, expresa públicamente el esquema de valores de la familia tradicional, heteronormativa, burguesa y blanca. Hasta los obreros afrodecendientes lo votaron. Unos, por estar en contra del programa de educación sexual, que el PT impondría en las escuelas, otras porque el comunismo de Manuela (la vice de Haddad) era opuesto a la fe en dios.

La máscara de Bolsonaro sonriente y con lentes de sol que usaron sus adeptos durante la campaña, les permite esconderse, no ser ellos, o al menos estar amparados en un nuevo sentido común imperante, que habilita cualquier tipo de racismo y odio sobre el otro-otra, y la voluntad de suprimir al oponente del espectro político y público. Racionalidad con arreglo a valores, señala la socióloga Camila Matrero, de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

Expuestos los tipos de racionalidades que pueden motivar a las inmensas mayorías (sectores populares, clases medias) a votar en pos de un proyecto neoliberal que los afecta directamente como clase, es necesario pasar de Weber a Antonio Gramsci y su valioso aporte: el problema de la hegemonía.

Gramsci escribe los Cuadernos de la cárcel, desde la derrota de la Revolución en Italia, pero no es derrotista. Intenta descifrar sus causas, comprender el proceso histórico por el cual estando dadas las condiciones objetivas para la revolución (léase: la necesaria estructura de clases), se pierde. Va preso. Gana el fascismo. Siguiendo a Gramsci nos hacemos la misma pregunta. ¿Por qué gana el fascismo?

Para ello es necesario avanzar más allá de los planteos clásicos como la injerencia del imperialismo o los epocales como el poder judicial y mediático ya que está el establishment televisivo y periodístico que jugó de manera indirecta o tímida en favor de Bolsonaro. Está lo coyuntural (en las anteriores elecciones dieron su apoyo a Dilma) y al mismo tiempo particular de la sociedad brasileña como el fenómeno social – masivo y en ascenso- que constituye la doctrina evangélica.

De lo que se trata, para el campo de las izquierdas, es de dejar de echar culpas hacia afuera y mirar las falencias propias, que, al fin de cuentas, son las únicas sobre las que se puede operar de cara al futuro. Si hay un territorio específico de acumulación de poder para la izquierda, el progresismo, lo nacional popular, es en las entrañas de la bestia, en la conciencia y voluntad de los sujetos postergados, oprimidos, hambrientos.

Y, en el caso brasileño, antes de perder la elección, el PT perdió a su sujeto y eso bastó para que las fuerzas de derecha, el partido militar, los CEOs, ganaderos, sojeros y ciertos evangélicos lleguen al poder por el voto popular.

Brasil no tuvo un estallido de trabajadores sublevados en busca de su líder como el 17 de octubre de 1945 en Argentina, o un Caracazo (1989), o un Bogotazo (1948). No sucedió en los momentos de auge de movilización popular en la región y tampoco sucedió cuando encarcelaron a Lula, líder popular por años en Brasil. El PT, no construyó un sistema de ideas hegemónico sólido y la batalla -por ahora, dijera Hugo Chávez- la ganaron sus adversarios.

Aram Aharonian es periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.