Theresa May, ministra del Interior del Reino Unido, espera algún día poder sentarse en el trono que en otro tiempo ocupó Margaret Thatcher, e incluso puede que en la intimidad sueñe con verse encarnada por Meryl Streep en los cines. En cualquier caso, esta trabajadora y ambiciosa torie de firme determinación no se deja llevar […]
Theresa May, ministra del Interior del Reino Unido, espera algún día poder sentarse en el trono que en otro tiempo ocupó Margaret Thatcher, e incluso puede que en la intimidad sueñe con verse encarnada por Meryl Streep en los cines. En cualquier caso, esta trabajadora y ambiciosa torie de firme determinación no se deja llevar por este tipo de ensoñaciones y prefiere no desviar su atención de lo que es prioritario para sus objetivos. Y, en estos momentos, lo más importante para ella es conseguir «crear un entorno realmente hostil» para los inmigrantes sin papeles.
La ministra se suma así al club de los defensores de esa receta mágica de acosar al extranjero en situación irregular, como antídoto frente a los miedos, incertidumbres y zozobras que ahogan nuestras sociedades postdemocráticas. Un club al que también pertenece el ministro galo del Interior, Manuel Valls, que ha descubierto las virtudes que para las encuestas de opinión tiene esposar a una niña gitana mientras disfruta clandestinamente de una excursión escolar y expulsarla del país. O el responsable de la polía rusa Vladímir Kolokelzev que no dudó en aplacar los recientes ataques xenófobos en Moscú con una redada masiva de extranjeros. Espectaculares acciones para pertenecer al club que resultan más difíciles de escenificar en España o Italia, donde el mar, a fuerza de tragarse día a día cientos de desesperados frente a costas como las de Lampedusa, se empeña en quitarle protagonismo a sus ministros.
Lo malo de May y Valls es que sus prisas por tener buenos resultados demoscópicos les impiden pararse a leer las contraindicaciones del prospecto de sus medicinas. Algo especialmente imperdonable para el socialista Valls, conocedor de la crisis anímica, identitaria, política y personal en la que está sumido su presidente, François Hollande, a fuerza de aplicar recetas neoliberales cuya patente pertenecía a otros. No es extraño pues que, animada por la legitimación que les dan socialdemócratas y tories, la ultraderecha ande crecida por el Reino Unido de la mano del UKIP de Niegel Farage, o que el Frente Nacional de Marine Le Pen se vislumbre ya como potencial ganador de las próximas elecciones europeas.
En cualquier caso, estas políticas del «entorno hostil» van camino de convertirse en Europa desde que estalló la crisis en una píldora curalotodo, con independencia de la nacionalidad u origen del paciente. Solo que cuando no se dirige a extranjeros sin papeles, se suele recurrir al eufemismo. En España, por ejemplo, Cristóbal Montoro prefiere utilizar conceptos asépticos y técnicos como «devaluación interna». El objetivo aquí es atraer el interés del mercado internacional por nuestra económica. Y lo consigue. Howard Marks, presidente de la firma especuladora Oaktree Capital, destacaba desde su condición de experto que España se está convirtiendo en un país de «chollos». Un entusiasmo lógico, además, si tenemos presente que mientras el ejecutivo americano realizaba estas declaraciones, la policía, a golpe de porra, se encargaba de crear un entorno suficientemente hostil para los trabajadores de una de sus empresas españolas, Panrico. Claro que también es cierto que sobre los grados de hostilidad idóneos sigue sin haber acuerdo. De esta forma, mientras algunos como Marks ya se muestra encantado con la hostilidad alcanzada, otros como el presidente del Eurogrupo Jeroen Dijsselbloem consideran que los españoles aún no hemos encontrado el nivel óptimo y recomienda para ello una nueva vuelta a los salarios y los derechos laborales.
De este modo, lo importante de estas políticas de hostilidad son los réditos de popularidad que puedan obtener quien las defiende y, por supuesto, la tranquilidad que puedan transmitirle a los mercados. Por eso, lejos de ser paradójico resulta plenamente coherente que mientras May trabaja en hostilizar a los inmigrantes, otros departamentos del gabinete de David Cameron ultimen la emisión de bonos que cumplan la sharia, para atraer hacia la bolsa londinense buen parte del pastel financiero de los países árabes. Y es que, a pesar de las restricciones a la emigración o del victoriano racismo inglés, como bien señalaba el banquero y Lord Mayor de Londres, Roger Gifford: «las finanzas islámicas deberían ser tan británicas como el fish & chips«.
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