Hoy, día 16 de enero, entra en vigor en España el nuevo Impuesto sobre Transacciones Financieras al que ya se denomina «Tasa Tobin».
El nuevo impuesto gravará con un 0,2% las operaciones de compra y venta de acciones de empresas españolas con valor cotizado en bolsa superior a los 1.000 millones de euros y con este motivo se están haciendo afirmaciones de todo tipo, algunas de ellas francamente exageradas, que conviene aclarar.
Mentiras, barbaridades y medias verdades
Lo primerio que hay que señalar es que este impuesto no es una auténtica Tasa Tobin.
La propuesta que hizo en su día el Premio Nobel de Economía James Tobin, más tarde desarrollada y popularizada por ATTAC en todo el mundo, tenía un objetivo distinto al que persigue el nuevo impuesto español, frenar la especulación y no tanto el aumentar la recaudación, aunque esta fuese un lógico corolario de lo primero. Precisamente por eso, Tobin y luego ATTAC concibieron a esta tasa o impuesto como un instrumento global que gravara las operaciones de corto plazo que son las puramente especulativas y las realizadas sobre los productos que en mayor medida se utilizan para especular, las divisas y los derivados financieros.
Lo segundo que hay que saber es que este nuevo impuesto no es un capricho de un gobierno bolivariano, sino que se trata de una propuesta bastante conservadora y que se ha establecido ya en otros países porque combatir la especulación financiera tan extraordinaria que se produce hoy día en los mercados financieros es la mejor manera de proteger a las economías y de evitar su inestabilidad permanente.
También hay que destacar las auténticas barbaridades que se vienen diciendo sobre los efectos de este impuesto. La Asociación de Instituciones de Inversión Colectiva Europea afirmó en 2014, cuando se discutía la propuesta en las instituciones europeas, que un impuesto de este tipo y del 0,2% sería «una pesadilla para el inversor» pues «para una persona que invierta a 30 años en su plan de pensiones, esta tasa acabará con un tercio de su rentabilidad» (aquí). Un desatino impropio de quien se supone que protege el patrimonio de sus clientes inversores. ¿Cómo se puede creer que pagar 2 euros por cada 1.000 de inversión pueda ser algo abusivo, una pesadilla? Si lo es, ¿cómo se atreven esas entidades a proponer a sus clientes que inviertan en fondos de pensiones cuya rentabilidad es del 0,6%? Y si les preocupa evitar la pesadilla que supone un 0,2% de impuesto ¿cómo es que no dicen nada cuando las comisiones que se cobran a los ahorradores representan casi el doble del impuesto?
No es verdad tampoco que deban ser los inversores quienes paguen el impuesto. La realidad es que deben hacerlo las entidades aunque estas, gracias al mayor poder del que disponen, pueden trasladarles el gravamen. Y lo que ocurrirá, como suele ser habitual, es que eso lo hagan a los inversores más modestos que terminan pagando así más comisiones y gastos que los grandes.
Finalmente, no se puede decir que este tipo de impuestos ha fracasado en otros países. Es cierto que no han desplegado todo su potencial como freno de la especulación o incluso como fuente recaudatoria pero si eso es así no es porque el impuesto inicialmente diseñado por Tobin o el que proponen organizaciones como ATTAC sea intrínsecamente defectuoso o inapropiado sino por su mal diseño, porque no se tiene voluntad política de establecerlo globalmente y, sobre todo, porque no se quiere acabar con los paraísos fiscales que permiten eludir este tipo de figuras impositivas.
Por último, cabe decir que las críticas apocalípticas que se hacen a un nuevo impuesto como el que entra ahora en vigor son más o menos las mismas que se hacen siempre que se pone en cuestión el fuero de los grandes capitales y de los bancos. Lo que les preocupa, una vez más, es que haya gobiernos que limiten sus ganancias vergonzosas, sus privilegios exagerados y su avaricia desmedida. Afirmar que 20 céntimos de cada 100 euros es una cantidad suficiente como para evaporar las inversiones es francamente irrisorio.
Lo malo del impuesto español
Lo que acabo de señalar no quiere decir que el impuesto que entra en vigor en España esté exento de defectos. Los tiene y algunos son importantes.
El más grave es su conservadurismo pues grava operaciones que no son las más especulativas ni las que pueden proporcionar más ingresos a las arcas públicas.
Así, deja fuera del gravamen a las operaciones a más corto plazo, a las que se realizan en el día y que son las puramente especulativas, y deja fuera las transacciones sobre derivados que son las más abundantes y peligrosas para la estabilidad económica y financiera. En cierta medida, se podría decir que el impuesto incentiva la especulación pues premia a las operaciones especulativas frente al ahorro a más largo plazo.
Además, el impuesto se establece sobre la compra y venta de acciones de empresas españolas, lo que quiere decir que los inversores podrán eludirlo orientando sus operaciones a la compra y venta de las de empresas extranjeras.
Un impuesto de futuro de irremediable establecimiento
Con independencia de los defectos que pueda tener el impuesto español que ni son tantos ni definitivos, lo cierto es que se abre con él una nueva era de política tributaria. Los sistemas fiscales actuales siguen reflejando un tipo de economía que ya no existe. Desde hace años se ha globalizado y se ha centrado en las operaciones financieras y, sin embargo, ni hay impuestos globales ni gravámenes efectivos sobre estas últimas. Y lo cierto es que las transacciones financieras (la inmensa mayoría de ellas puramente improductivas e incluso indeseables) han adquirido un volumen tan extraordinario que se podría acabar con todos los demás impuestos tradicionales con una tasa minúscula que las gravara.
Lo he explicado muchas veces pero no está de más repetirlo. El gasto público de todos los países del mundo ronda los 30 billones de dólares, y la pandemia ha obligado a aumentarlo en carca de 20 billones, un incremento que en su gran mayoría tendrá que ser financiado con deuda. Según el Banco Internacional de Pagos, las transacciones financieras realizadas en 2019 en todos los países del mundo sumaron 14.000 billones de dólares, lo que quiere decir que se podrían eliminar todos, he dicho todos, los impuestos que hay en el planeta y financiar el gasto público de todas las administraciones públicas con una tasa de más o menos 25 céntimos por cada 100 dólares de transacción financiera. En España, nuestro gasto público total es, en números redondos, de unos 500.000 millones de euros y según el Banco Internacional de Pagos en nuestra economía se realizaron transacciones financieras por un valor total de 72 billones de euros en 2019. Eso quiere decir que podríamos eliminar también todos, absolutamente todos, los impuestos existentes hoy día y financiar ese medio billón de euros de gasto público con una tasa sobre las transacciones financieras de 0,7%, es decir de 70 céntimos por cada 100 euros de transacción.
La pesadilla no es un impuesto del 0,2% sino la avaricia y la irracionalidad que mueven el sistema financiero y la política en nuestro mundo.