El sistema de salud venezolano llega a la coyuntura actual en una situación dramática. Mientras, el gobierno y la oposición dejan escapar otra oportunidad para lograr una tregua y Estados Unidos recrudece sus ataques.
El coronavirus estuvo a punto de lograr lo impensable: un acuerdo entre la oposición y el gobierno venezolanos. En pleno escándalo mundial por la pandemia, Henrique Capriles, excandidato presidencial, abrió, el 25 de marzo, la posibilidad de que se llegue a un acuerdo entre oposición y gobierno para enfrentar la situación. Esa misma noche hubo dos reacciones casi paralelas. Nicolás Maduro aceptó: “Estoy de acuerdo con el planteamiento de Capriles”. Y entonces pidió al nuncio apostólico que sirviera de mediador y prestara la sede del Vaticano en Venezuela para entablar una reunión, lo más pronto posible, con los diferentes actores de la oposición. Pocos minutos más tarde, Juan Guaidó dijo estar dispuesto a hacer todo lo necesario, en un reconocimiento implícito de la necesidad de llegar a un acuerdo, aunque mantuvo reservas y planteó condiciones en torno a la distribución de la ayuda humanitaria, que, según él, debe ser realizada por organismos multilaterales y no por el gobierno de Maduro.
Previamente había habido gestos de distensión. Henry Ramos Allup, presidente de Acción Democrática, el principal partido de oposición, anunció el 10 de marzo que abandonaría la línea radical y abstencionista seguida hasta el momento y acudiría a las elecciones parlamentarias de este año. También en el ámbito internacional se vislumbra un nuevo panorama: el 23 de marzo la Unión Europea hizo público su pedido de que el Fondo Monetario Internacional financie a Venezuela e Irán en esta coyuntura y cesen las sanciones estadounidenses contra Caracas y Teherán. Sanciones que, en palabras de Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, “les impiden obtener ingresos por la venta de petróleo”. El secretario general de la ONU, António Guterres, también pidió que se ceda en las medidas coercitivas. Hasta allí parecía sobrevenir un apaciguamiento en la escalada de ataques y un posible escenario de diálogo, aunque fuera mientras durara esta coyuntura mundial.
Trump, otra vez
A pocas horas de abierto ese escenario, el día 26 de mañana, el Departamento de Justicia de Estados Unidos anunció, en una conferencia de prensa del fiscal general William Barr, la presentación en tribunales de cargos contra el presidente Maduro y algunos de sus colaboradores por delitos de “narcoterrorismo, conspiración para la importación de cocaína y tenencia de armas y otros artefactos destructivos”. Acto seguido, puso precio a la cabeza del mandatario venezolano y a las de otros funcionarios y exfuncionarios. Como era de esperarse, la declaración del fiscal, luego corroborada por Trump en pleno vendaval viral, canceló cualquier intento de negociación y disparó discursos radicales de las partes enfrentadas en Caracas.
El gobierno de Trump pasó así de activar su radar financiero para bloquear a Venezuela en recursos, compras y ventas de petróleo, a dar luz verde a todo tipo de acción violenta que busque asesinar o capturar a Maduro y los suyos. Más que una salida militar, se trata de revivir las opciones parapoliciales a las que nos acostumbran las películas de la industria cultural más comercial. Esto sucede al lado de Colombia, un país sembrado de fuerzas irregulares, y a pocos días de que el mayor general retirado Clíver Alcalá Cordones confesara a las autoridades colombianas (luego del decomiso de un arsenal en el noreste de ese país) que planeaba invadir Venezuela junto con asesores estadounidenses para derrocar a Maduro. Paradójicamente, el general aparecía en la lista de personeros buscados por el Departamento de Justicia y a los pocos días viajó bajo arresto de Colombia a Estados Unidos.
A riesgo de que la situación resulte aún más esquizoide, a los pocos días, el 31 de marzo, con un planteo más civilista pero igual de prepotente, el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, propuso la conformación en Venezuela de un consejo de Estado conformado por el chavismo y la oposición, sin Guaidó ni Maduro, que se encargue de fijar nuevas elecciones. La figura no está contemplada en la Constitución venezolana y ya ha sido rechazada por el canciller Jorge Arreaza.
La respuesta de Miraflores no se ha hecho esperar. La fiscalía venezolana citó a Guaidó para que declare el jueves 2 de abril. Es posible que el líder opositor quede preso bajo sospecha por el caso de las armas incautadas en Colombia. Con Guaidó detenido sólo cabría esperar una escalada mayor entre Caracas y Washington.
No debe perderse de vista que, aunque la actitud belicosa de la administración Trump luce desproporcionada en la actual coyuntura sanitaria mundial, la campaña presidencial en Estados Unidos sigue en marcha. El tema Venezuela es clave en el voto latino del estado de Florida, un territorio relevante en cuanto a lo electoral.
En ese contexto deben leerse las palabras de Carrie Filipetti, subsecretaria de Estado para Cuba y Venezuela, quien ha dicho en los últimos días que Venezuela es un riesgo para la región y puede convertirse en un foco de la pandemia y un peligro para los países vecinos. Es un discurso llamativo en boca de una representante del gobierno estadounidense si se tienen en cuenta los datos oficiales sobre el covid-19: al cierre de esta edición, Venezuela tenía 150 casos y tres muertes por coronavirus, mientras que Estados Unidos tiene 240 mil casos y 5.600 muertes.
Colapso del sistema de salud
De todos modos, estos enfrentamientos se producen no sólo en el marco de las elecciones estadounidenses, sino también con un telón de fondo marcado por la objetiva debilidad de Venezuela en materia de salud pública. La salud venezolana ya estaba en una profunda crisis y podría verse desbordada rápidamente con la propagación del coronavirus.
Algunas relatorías de la ONU, como la publicada en noviembre de 2019 por el secretario general adjunto para Asuntos Humanitarios, Mark Lowcock, plantean que “el sistema de salud venezolano está al borde del colapso y muchos hospitales carecen de la infraestructura básica de agua y electricidad”. “Los pacientes hospitalizados, muchos de los cuales ya están gravemente enfermos, corren un alto riesgo de perder la vida a causa de las nuevas infecciones que adquieren mientras están en el hospital, ya que no es posible realizar una limpieza y de-sinfección básicas. Esto se agrava por la falta de medicamentos y la escasez de médicos y enfermeras para administrarlos. Enfermedades prevenibles, como el paludismo y la difteria, han vuelto con mucha fuerza. Las personas con enfermedades crónicas están entre las más vulnerables.”
En ese escenario, la Federación Médica Venezolana y otras organizaciones sociales alineadas con la oposición han señalado que los 46 hospitales públicos designados por el gobierno para encargarse de los casos de coronavirus no cuentan con las condiciones necesarias para atender a los pacientes. Lo cierto es que, por más que el gobierno se vanaglorie de una supuesta fortaleza en la esfera de la salud debido al apoyo de sus aliados (Cuba y China, entre ellos), el sistema sanitario sufre un gran deterioro. Si extrapolamos a Venezuela el nivel de demanda médica generada por el coronavirus en España e Italia, ya no estaremos hablando de un colapso, sino de un desastre en todos los planos de la vida nacional.