El bipartidismo reinante en esta monarquía constitucional llamada España hace tiempo que resulta descorazonador. En realidad, su propia esencia, abocando a una inevitable elección entre lo malo y lo peor, deja poco espacio al entusiasmo. Sobre todo cuando además hace ya demasiado tiempo que los responsables del Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional […]
El bipartidismo reinante en esta monarquía constitucional llamada España hace tiempo que resulta descorazonador. En realidad, su propia esencia, abocando a una inevitable elección entre lo malo y lo peor, deja poco espacio al entusiasmo. Sobre todo cuando además hace ya demasiado tiempo que los responsables del Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional nos inocularon como vacuna un síndrome de Estocolmo neoliberal que mantiene a raya el más pequeño síntoma contestatario que pueda hacernos recaer en alguna infección a la islandesa.
Con este panorama, no es extraño que el guiño social de José Luis Rodríguez Zapatero a su desconsolado electorado de izquierdas de cara a la cita con las urnas el próximo domingo haya sido poner en marcha una proposición de ley para una muerte digna. Si el presidente de la ceja inició su mandato lanzando el mensaje de hacer el amor y no la guerra, retirando las tropas de Iraq y dando sus bendiciones al matrimonio homosexual, hoy apenas tiene que ofrecernos poco más que una pequeña dosis de morfina para hacer más llevadero nuestro último adiós, eso sí, en la intimidad de una habitación individual. Un consuelo, en cualquier caso, que como señalaba el perseguido doctor Luis Montes ni siquiera hubiese permitido un final digno a Ramón Sampedro, de no ser porque si algo le sobraba al gallego era dignidad.
Si la socialdemocracia realmente existente parece resignarse de este modo a posponer hasta el más allá las ilusiones del obamaniano «yes, we can», la derechona se muestra implacable en recurrir a la testosterona ideológica para arañar votos hasta en las profundidades más negras de la caverna social. Es lo que hace a pecho descubierto el candidato a la alcaldía de Barcelona Alberto Fernández Díaz cuando hace unos días, olvidando el color de la Virgen de Monserrat, no dudaba en considerar a los inmigrantes como a unos apestados que están llevando enfermedades a Catalunya.
Pero lo peor de todo es que estas inclinaciones reaccionarias no surgen de la búsqueda desesperada de votos de alguien con remotas aspiraciones de convertirse en el próximo alcalde de la Ciudad Condal. Son las directrices emanadas de las doctas sesiones de trabajo de los «think thanks» castizos, conscientes de que en tiempos de cambio estructural como los que vivimos, el miedo es el principal movilizador de un cuerpo social desorientado y sediento de explicaciones fáciles que ordenen su desconcierto.
No es extraño pues que hasta en mi pueblo, Sagunto, el candidato del PP no haya dudado en introducir un discurso xenófobo de baja intensidad en esta campaña. Pese a que en los últimos tiempos el número de inmigrantes en la ciudad se ha reducido, pese a que no se han registrado problemas de convivencia (y cuando se han producido la víctima ha sido el inmigrante) y pese a que el PP tiene garantizado que será el partido más votado, el alcalde y candidato no duda sacar la peligrosa bandera de «primero los de aquí». Y es que para el PP saguntino el foráno debe percibirse como un parásito, al que advierte de que no tendrá derecho a las ayudas sociales municipales hasta que no demuestre al menos cinco años empadronado. Un «parásito», claro, que en ese tiempo no estará exento de pagar los impuestos, cuidar a nuestros mayores, consumir en nuestras tiendas y, sobre todo, no molestar pidiendo derechos ciudadanos.
De este modo, la próxima cita electoral parece condenar al ciudadano a la disyuntiva de elegir entre aquellos que le ofrecen la promesa de una muerte digna, o la complicidad con un fascismo que, por el momento, se presenta de baja intensidad y, eso sí, elegantemente vestido en Forever Young. Claro que también es posible una fusión de ambas propuestas. Al fin y al cabo, una habitación individual de hospital para sobrellevar una muerte digna, es una instalación más susceptible de ser privatizada. Es la grandeza del bipartidismo.
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